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– Si quiere que esté presente, allí estaré.

– Bien. Le veré el viernes. Estará en la tribuna de personalidades como invitado mío.

El jefe escribió un recordatorio de la invitación en el cuaderno que tenía a su lado en el cartapacio. Después dejó el bolígrafo y levantó la mano para señalar a Bosch con un dedo. Su mirada adoptó una especial intensidad.

– Escúcheme, Bosch. Nunca rompa la ley para obligar a cumplir la ley. En todo momento haga su trabajo de acuerdo con la Constitución y compasivamente. No aceptaré otros modos. Esta ciudad no aceptará ningún otro modo. ¿Estamos de acuerdo en eso?

– Estamos de acuerdo.

– Entonces hemos terminado.

Bosch se levantó. El jefe lo sorprendió cuando se levantó a su vez y extendió la mano. Bosch pensó que quería saludarle y le tendió la suya. El jefe del departamento le puso algo en la palma, y Bosch miró y vio su chapa dorada de detective. Había recuperado su viejo número. No se lo habían dado a otro. Casi sonrió.

– Llévela como merece -dijo el jefe de policía-. Y con orgullo.

– Lo haré.

Esta vez sí se estrecharon las manos, pero al hacerla el jefe no sonrió. -El coro de las voces olvidadas -dijo.

– ¿Disculpe, jefe?

– Es lo que me vino a la cabeza cuando pensé en los casos que hay en Casos Abiertos. Es una casa de los horrores. Nuestra mayor vergüenza. Todas esas voces. Cada una de ellas es como una piedra arrojada a un lago. Las ondas se extienden a través del tiempo y de las personas. Familias, amigos, vecinos… ¿Cómo podemos considerarnos una ciudad cuando hay tantas ondas, cuando este departamento ha olvidado tantas voces?

Bosch soltó la mano del jefe y no dijo nada. No tenía respuesta para esa pregunta.

– Cambié el nombre de la unidad cuando entré en el departamento. No son casos apagados, detective. Nunca dejan de arder. No para alguna gente.

– Eso lo entiendo.

– Entonces baje allí y resuelva casos. Ése es su arte. Por eso lo necesitamos, y por eso está aquí. Por eso me arriesgo con usted. Muéstreles que no olvidamos. Muéstreles que en Los Ángeles los casos no se enfrían ni se apagan.

– Lo haré.

Bosch lo dejó allí, todavía de pie y quizás acechado por las voces. Como él mismo. Harry pensó que tal vez por primera vez había conectado a cierto nivel con el hombre que regía los destinos del departamento. En el ejército se dice que entras en la batalla y luchas y estás dispuesto a morir por los hombres que te envían. Bosch nunca sintió eso cuando avanzaba en la oscuridad de los túneles de Vietnam. Había sentido que estaba solo y que estaba luchando por sí mismo, por permanecer vivo. Lo mismo había sentido en el departamento, y en ocasiones había adoptado el punto de vista de que estaba luchando a pesar de los hombres de arriba. Quizás en esta ocasión las cosas serían diferentes.

En el pasillo pulsó el botón del ascensor con más fuerza de la necesaria. Se sentía demasiado nervioso y enérgico, y conocía el motivo. El coro de las voces olvidadas. El jefe parecía conocer la canción que entonaban. Y Bosch, ciertamente, también. Había pasado la mayor parte de su vida escuchando esa canción.

2

Bosch bajó en el ascensor un solo piso, hasta el quinto. Ése también era territorio desconocido para él. La quinta siempre había sido una planta civil. Básicamente albergaba muchas de las oficinas administrativas de nivel medio y bajo del departamento, la mayoría de ellas llenas de empleados no juramentados, encargados de los presupuestos, analistas, chupatintas. Civiles. Antes nunca había tenido ningún motivo para ir a la quinta.

N o había carteles en el vestíbulo del ascensor que señalaran a despachos específicos. Era la clase de planta en la que la gente sabía adónde iba antes de salir del ascensor. Pero Bosch no. Los pasillos de la planta formaban la letra H, y él se equivocó de dirección dos veces antes de encontrar por fin la puerta marcada con el número 503. No ponía nada más en la puerta. Hizo una pausa antes de abrirla y pensó en lo que estaba haciendo y en lo que estaba comenzando. Sabía que era la opción correcta. Era casi como si pudiera escuchar las voces que atravesaban la puerta. Las ocho mil voces.

Kiz Rider estaba sentada en lo alto de una mesa, justo al otro lado de la puerta, sorbiendo una taza de café humeante. El escritorio parecía el puesto de trabajo de un recepcionista, pero Bosch sabía por sus frecuentes llamadas en las semanas previas que no había recepcionista en esa brigada. No había dinero para semejante lujo. Rider levantó la muñeca y sacudió la cabeza al mirar el reloj.

– Pensaba qué habíamos quedado a las ocho en punto -dijo-. ¿Es así como van a ser las cosas, compañero? ¿Vas a presentarte cada mañana a la hora que te apetezca?

Bosch miró su reloj. Eran las ocho y cinco. Observó a Rider y sonrió. Ella también sonrió.

– Pues aquí es -dijo.

Rider era una mujer de baja estatura y con unos pocos kilos de más. Llevaba el pelo corto y habían empezado a aparecer las primeras canas. Era de tez muy oscura, lo cual hacía que su sonrisa resultara más brillante. Bajó del escritorio y cogió una taza de café que estaba detrás del lugar donde ella había estado sentada.

– A ver si lo recordaba bien. Bosch examinó la taza y asintió.

– Negro, como me gustan mis compañeros.

– Muy gracioso. Tendré que denunciarte por eso.

Rider se adentró en el despacho. Parecía vacío. Era grande, incluso para una sala de brigada de nueve investigadores, cuatro equipos y un agente al mando. La pintura de las paredes era de un tono azul suave, como el que Bosch veía con frecuencia en las pantallas de ordenador: El suelo estaba enmoquetado en gris. No había ventanas; en los puntos donde deberían haber estado, había tablones de anuncios o fotografías de escenas de crímenes de muchos años atrás, bellamente enmarcadas. Bosch sabía que, en aquellas imágenes en blanco y negro, los fotógrafos habían antepuesto sus dotes artísticas a sus deberes clínicos. Las sombras daban ambiente a la imagen, pero ocultaban demasiados detalles de la escena del crimen.

Al parecer, Rider adivinó que estaba mirando las fotos.

– Me dijeron que ese escritor James Ellroy las eligió y las hizo enmarcar para la oficina -dijo.

Kizmin Rider lo condujo en torno a una mampara que dividía la sala en dos y le hizo pasar a un espacio donde habían juntado dos mesas de acero grises para que los detectives se sentaran uno enfrente de otro. Rider dejó su café en una de ellas. Ya había carpetas apiladas y objetos personales como una taza llena de bolígrafos y un marco situado en un ángulo que impedía ver la foto que contenía. Había asimismo un ordenador portátil abierto y zumbando en la mesa. Ella se había trasladado a la brigada la semana anterior, mientras Bosch todavía estaba solucionando trámites como la revisión médica y el papeleo final que lo llevó de nuevo al trabajo.

La otra mesa estaba limpia y vacía. Esperándole. Bosch se colocó detrás de ella y dejó su café. Contuvo la sonrisa lo mejor que pudo.

– Bienvenido otra vez, Roy -dijo Rider.

El comentario suscitó la sonrisa. A Bosch le hizo sentir bien que lo llamaran Roy otra vez. Era una tradición que seguían muchos detectives de Homicidios de la ciudad. Muchos años atrás había trabajado en la División de Hollywood un legendario agente de Homicidios llamado Russell Kuster. Era el profesional por excelencia, y muchos de los detectives que ahora investigaban los homicidios cometidos en Los Ángeles habían estado bajo su tutela en uno u otro momento. Murió a consecuencia de un tiroteo cuando estaba fuera de servicio en 1990, pero su costumbre de llamar a la gente Roy -al margen de cuál fuera el nombre real continuó. Su origen era oscuro. Algunos decían que era porque Kuster tuvo una vez un compañero al que le encantaba Roy Acuff y que la manía había empezado con él. Otros decían que era porque a Kuster le gustaba la idea de que un poli de Homicidios fuera del estilo de Roy Rogers, acudiendo al rescate con sombrero blanco y solucionando la situación. Ya no importaba. Bosch sabía que era un honor que volvieran a llamarlo Roy.