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– Nunca he tratado antes con ella -dijo-. ¿Era fiscal?

– No, del otro lado. Abogada defensora.

Bosch gimió. Según su experiencia, los abogados defensores que se convertían en jueces siempre conservaban al menos la sombra de su lealtad hacia el banquillo de los acusados.

– Tenemos problemas -dijo él.

– No. No pasará nada. Por favor, siéntate. Me estás poniendo nerviosa.

– ¿Judy Champagne aún lleva la toga? Quizá podamos llevárselo a ella.

Judy Champagne era una antigua fiscal casada con un ex policía. Solían decir que él los cazaba y ella los metía en el horno. Desde que se convirtió en jueza, era la favorita de Bosch para llevarle las órdenes. No porque tendiera hacia los polis. No lo hacía. Era justa y con eso podía contar Bosch.

– Sigue siendo jueza, pero no podemos ir paseando las órdenes por el edificio. Ya lo sabes, Harry. Ahora ¿puedes hacer el favor de sentarte? Tengo que enseñarte algo.

Bosch ocupó la silla que estaba junto a la de Rider.

– ¿Qué?

– Tengo el expediente de la condicional de Burkhart.

Rider sacó una carpeta de la bolsa, la abrió y la puso en la mesita, delante de Bosch. Señaló con la uña una línea del documento de excarcelación. Bosch se inclinó para leerlo.

– Excarcelado de Wayside el primero de julio de mil novecientos ochenta y ocho. Enviado a presentarse en las oficinas de libertad condicional el cinco de julio en Van Nuys. Se enderezó y miró a su compañera.

– Estaba en la calle.

– Eso es. Lo detuvieron por vandalismo en la sinagoga el veintiséis de enero. Nunca presentó fianza y, con la reducción de pena, salió de Wayside cinco meses después. Es un buen candidato.

Bosch sintió una inyección de excitación al ver que las cosas parecían encajar.

– Muy bien. ¿Has modificado la solicitud para incluirlo?

– Lo cito, pero no de manera prominente. Mackey sigue siendo el vínculo directo por la pistola.

Bosch asintió y miró al escritorio vacío que había al otro lado de la sala, donde normalmente se sentaba la ayudante de la jueza. La placa del escritorio decía «Kathy Chrzanowski», y Bosch se preguntó cómo se pronunciaría el apellido y dónde estaba, pero enseguida decidió tratar de no pensar en lo que estaba ocurriendo en el interior del despacho del juzgado.

– ¿Quieres saber lo último del inspector García? -preguntó.

Rider estaba guardándose la carpeta en el bolso.

– Claro.

Bosch pasó los siguientes diez minutos contando su visita a García, la entrevista del periódico, y las revelaciones del inspector al final.

– ¿Crees que te dijo todo? -preguntó ella.

– ¿Te refieres a cuánto sabía de lo que ocurrió entonces? No, pero me contó todo lo que estaba dispuesto a admitir.

– Creo que tuvo que estar metido en el trato. No se me ocurre que un compañero hiciera un trato sin que el otro lo supiera. No un trato así.

– Entonces ¿por qué iba a pedir a Pratt que enviara el ADN al Departamento de Justicia? ¿No se habría quedado sentado como había estado haciendo durante diecisiete años?

– No necesariamente. Una conciencia culposa funciona de maneras extrañas, Harry. Quizás ha estado carcomiendo a García todos esos años y decidió llamar a Pratt para sentirse mejor al respecto. Además, pongamos que él estuviera en el trato de entonces con Irving. Tal vez se animó a telefonear porque se sentía seguro después de que Irving hubiera sido apartado por el nuevo jefe.

Bosch pensó en la reacción de García al decirle que Green podría haber estado atormentado por los que dejó escapar. Quizá García se había enfurecido porque era él quien estaba atormentado.

– No lo sé -dijo Bosch-. Quizá…

El teléfono móvil de Bosch zumbó. Cuando éste lo sacó del bolsillo, Rider dijo:

– Será mejor que lo apagues antes de que entremos. A la jueza Demchak no le gusta nada que suenen esos chismes en su despacho. Oí que le confiscó el teléfono a un fiscal.

Bosch asintió con la cabeza. Abrió el móvil y dijo «hola».

– ¿Detective Bosch?

– Sí.

– Soy Tara Wood. Creía que teníamos una cita.

Antes de que ella terminara la frase, Bosch recordó de repente que se había olvidado de la reunión en la CBS y del plato de gumbo que había planeado comerse antes. Ni siquiera había tenido tiempo de almorzar.

– Tara, lo lamento profundamente. Ha surgido algo y hemos tenido que salir corriendo. Debería haber llamado, pero se me olvidó. Voy a necesitar reprogramar la entrevista, si todavía quiere hablar conmigo después de esto.

– Oh, claro, no hay problema. Sólo que tenía a un par de los guionistas del programa por aquí. Iban a intentar hablar con usted.

– ¿Qué programa?

– Caso Abierto. Recuerda, le dije que tenía un…

– Ah, sí, el programa. Bueno, lo lamento.

Bosch ya no se sentía tan mal. Ella había estado intentando usar la entrevista con algún interés publicitario. Se preguntó si a Tara Wood le quedaba algún sentimiento por Rebecca Verloren. Como si adivinara sus pensamientos, ella preguntó por el caso.

– ¿Está ocurriendo algo en el caso? ¿Por eso no ha venido?

– Más o menos. Estamos haciendo progresos, pero ahora mismo no puedo decirle…, bueno, de hecho, hay algo. ¿Ha pensado en el nombre que le mencioné anoche? ¿Roland Mackey? ¿Le suena de algo?

– No, todavía no.

– Tengo otro. ¿Qué me dice de William Burkhart? ¿Quizá Bill Burkhart?

Hubo un largo silencio mientras Wood hacía un escaneo de memoria.

– No, lo siento. No creo que lo conozca.

– ¿Y el nombre Billy Blitzkrieg?

– ¿Billy Blitzkrieg?¿Está de broma?

– No, ¿lo reconoce?

– No, en absoluto. Me suena a estrella del heavy metal.

– No, no lo es. Pero ¿está segura de que no reconoce ninguno de los nombres?

– Lo siento, detective.

Bosch levantó la mirada y vio a una mujer que los llamaba desde la puerta abierta del despacho de la jueza. Rider lo miró y se pasó un dedo por el cuello.

– Mire, Tara, he de colgar. La llamaré para concertar la entrevista lo antes que pueda. Le pido disculpas otra vez y la llamaré pronto. Gracias.

Bosch cerró el teléfono antes de que ella pudiera responder e inmediatamente lo apagó. Siguió a Rider por la puerta que le sostenía una mujer que Bosch supuso que era Kathy Chrzanowski.

En el otro extremo de la sala, las cortinas estaban corridas en las ventanas de suelo a techo. Una única lámpara de escritorio iluminaba el despacho. Detrás de la mesa, Bosch vio a una mujer que aparentaba estar cercana a los setenta. Parecía menuda detrás de la enorme mesa de madera oscura. Tenía un rostro amable que a Bosch le dio esperanzas de poder salir del despacho con una aprobación de las escuchas telefónicas.

– Detectives, pasen y siéntense -dijo ella-. Lamento haberles hecho esperar.

– No hay problema, señoría -dijo Rider-. Le agradecemos que lo haya estudiado a fondo.

Bosch y Rider ocuparon sendas sillas delante del escritorio. La jueza no llevaba su toga negra; Bosch la vio en un colgador de la esquina. Junto a la pared había una fotografía enmarcada de Demchak con un magistrado del tribunal supremo notoriamente liberal. Bosch sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Luego vio otras dos fotografías enmarcadas en el escritorio. Una era de un anciano y un niño con palos de golf. Su marido y un nieto, quizá. La otra foto mostraba a una niña de unos nueve años en un columpio. Pero los colores se estaban desvaneciendo. Era una foto vieja. Quizás era su hija. Bosch empezó a pensar que la conexión con los niños podría establecer la diferencia.

– Parece que tienen prisa con esto -dijo la jueza-. ¿Hay alguna razón que la justifique?

Bosch miró a Rider y ella se inclinó hacia delante para responder. Era su jugada. Él sólo estaba como refuerzo y para enviar a la jueza el mensaje de que se trataba de algo importante. Los polis tenían que ser corporativistas en alguna ocasión.