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Al repasar el catálogo de horrores de la ciudad, Bosch sintió que una energía familiar se apoderaba de él y corría de nuevo por sus venas. Sólo llevaba una hora en el trabajo y ya estaba persiguiendo a un asesino. No importaba cuánto tiempo atrás se había derramado la sangre. Había un asesino suelto, y Bosch iba a por él. Supo que había vuelto a casa como el hijo pródigo. Se sintió bautizado de nuevo en las aguas de la única Iglesia verdadera. La Iglesia de la religión azul. Y sabía que encontraría su salvación en aquellos que se habían perdido hacía tanto tiempo, en aquellas biblias con olor a humedad donde los muertos se alineaban en columnas y los fantasmas poblaban cada página.

– ¡Harry Bosch!

Enervado por la intromisión, Bosch cerró de golpe el libro y levantó la cabeza. El capitán Gabe Norona estaba de pie en el umbral de la oficina.

– Capitán.

– ¡Bienvenido a casa! -Se acercó y estrechó vigorosamente la mano de Bosch.

– Es un placer haber vuelto.

– Veo que ya le han puesto a trabajar.

Bosch asintió.

– Sólo me estaba familiarizando.

– Nueva esperanza para los muertos. Harry Bosch está de nuevo en el caso.

Bosch no dijo nada. No sabía si el capitán estaba siendo sarcástico o no.

– Es el título de un libro que leí una vez.

– Ah.

– En fin, buena suerte. ¡Salga y enciérrelos!

– Ése es el plan.

El capitán le estrechó otra vez la mano y después desapareció en su despacho y cerró la puerta.

Después de que la intromisión del capitán arruinara su momento sagrado, Bosch se levantó. Empezó a colocar los pesados catálogos de casos de asesinato en sus lugares en el estante. Cuando hubo terminado, salió del despacho hacia la cafetería.

4

Kiz Rider iba casi por la mitad del expediente cuando Bosch volvió con la segunda tanda de cafés. Le cogió una taza de las manos antes de que Harry las dejara en la mesa.

– Gracias, necesito algo para mantenerme despierta.

– ¿Qué? ¿Vas a quedarte ahí sentada y vas a decirme que esto es aburrido comparado con el papeleo de la oficina del jefe?

– No, no es eso. Es sólo por la puesta al día, la lectura. Hemos de conocer este expediente de cabo a rabo. Hemos de estar alerta a las posibilidades.

Bosch se fijó en que ella tenía un bloc junto al expediente del caso y que la página superior estaba prácticamente llena de notas. No podía leerlas, pero vio que la mayoría de las líneas terminaban con un signo de interrogación.

– Además -agregó Rider-, ahora uso unos músculos diferentes. Músculos que no usaba en la sexta planta.

– Entiendo -dijo él-. ¿Está bien si empiezo ahora detrás de ti?

– Adelante.

Rider abrió las anillas de la carpeta y sacó un fajo de documentos de cinco centímetros de grosor que ella ya había leído. Se lo pasó a Bosch, que se había sentado a su escritorio.

– ¿Tienes otro bloc como ése? -preguntó-. Yo sólo tengo una libretita.

Rider suspiró de manera exagerada. Bosch sabía que sólo era una actuación y que estaba contenta de que volvieran a trabajar juntos. Rider había pasado la mayor parte de los últimos dos años evaluando políticas de actuación y problemas para el nuevo jefe. Ése no era el trabajo real de policía en el que ella destacaba realmente. Éste sí.

Kiz deslizó un bloc por la mesa hacia Bosch.

– ¿También necesitas un boli?

– No, creo que de eso puedo ocuparme.

Bosch colocó los documentos delante de él y empezó a leer. Estaba listo para empezar y no necesitaba café para estar bien despierto.

La primera página del expediente del caso era una fotografía en color protegida por una funda de plástico con tres agujeros. La foto era un retrato de anuario de una joven de exótico atractivo, con ojos almendrados que eran sorprendentemente verdes en contraste con su tez de color moca. Tenía un cabello de rizos apretados de color castaño, con lo que parecían mechas de rubio natural que captaban el flash de la cámara. Los ojos brillantes y la sonrisa genuina. Era una sonrisa que decía que conocía cosas que nadie más conocía. Bosch no creía que fuera hermosa. Todavía no. Sus rasgos parecían competir unos con otros de manera descoordinada, pero, Bosch sabía que esa singularidad adolescente con frecuencia se suavizaba y después se convertía en belleza.

Sin embargo, para la joven de dieciséis años Rebecca Verloren no habría después. Mil novecientos ochenta y ocho sería su último año. El resultado ciego de la muestra de ADN correspondía a su asesinato.

Becky, como la conocían su familia y amigos, era la única hija de Robert y Muriel Verloren. Muriel era ama de casa. Robert era el chef y propietario de un popular restaurante de Malibú llamado Island House Grill. Vivían en Red Mesa Way, cerca de Santa Susana Pass Road, en Chatsworth, en la esquina noroeste de la expansión urbana que formaba Los Ángeles. El patio trasero de su casa se hallaba en la pendiente boscosa de Oat Mountain, que se alzaba sobre Chatsworth y formaba el límite noroeste de la ciudad. Ese verano, Becky había terminado el segundo curso en la Hill side Preparatory School, una escuela secundaria privada situada en las proximidades de Porter Ranch, donde ella estaba entre los mejores alumnos y su madre era voluntaria en la cafetería y con frecuencia llevaba pollo jamaicano y otras especialidades del restaurante de su marido al comedor del claustro de profesores.

La mañana del 6 de julio de 1988 los Verloren descubrieron que su hija no estaba en casa. Encontraron la puerta de atrás abierta, pese a que estaban seguros de haberla cerrado con llave la noche anterior. Pensando que la chica podía haber salido a pasear esperaron con preocupación durante dos horas, pero Becky no regresó. Ese día estaba previsto que fuera a trabajar con su padre para hacer el turno de mediodía como ayudante de camarera, y ya hacía rato que había pasado la hora para salir hacia Malibú. Mientras la madre llamaba a las amigas de su hija con la esperanza de localizarla, el padre subió la colina de detrás de la casa, buscándola. Cuando Robert Verloren bajó de la colina sin haber encontrado ninguna señal de la joven, él y su esposa decidieron que era el momento de llamar a la policía.

Los agentes de la División de Devonshire que acudieron al domicilio no hallaron signos de una entrada ilegal en la casa. Teniendo en cuenta esto y el hecho de que la chica estaba en el rango de edad en el cual se daba un mayor índice de fugas, la desaparición fue contemplada como una posible fuga y manejada como un caso rutinario de personas desaparecidas, a pesar de las protestas de los padres, que no creían que Becky hubiera huido o abandonado la casa por voluntad propia.

Por desgracia, dos días después se comprobó que los padres tenían razón al hallarse el cuerpo en descomposición de Becky Verloren oculto tras el tronco caído de un roble, a unos diez metros de una senda ecuestre en Oat Mountain. Una mujer que cabalgaba su Appaloosa se había apartado de la senda para investigar un mal olor y se encontró con el cadáver. La jinete podría no haber hecho caso del olor, pero antes había visto carteles en los postes telefónicos que informaban de la desaparición en la zona de una joven.

Becky Verloren había muerto a menos de medio kilómetro de su casa. Era probable que su padre hubiera pasado a escasos metros de su cadáver cuando subía la colina gritando su nombre, pero esa mañana todavía no había olor que atrajera su atención.

Bosch era padre de una niña pequeña. Aunque ésta vivía lejos, con su madre, nunca estaba alejada de sus pensamientos. Pensó en un padre subiendo una empinada colina llamando a una hija que nunca volvería a casa.