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No reparó en que se aproximaba el subdirector Irvin Irving hasta que el cadete que lo conducía a la tienda, dijo:

– Disculpe, señor.

Bosch levantó la mirada y vio que Irving iba a sentarse justo a su lado. Se enderezó y levantó su programa del asiento reservado a Irving.

– Que lo disfrute -dijo el cadete antes de virar con un taconazo y dirigirse hacia otro invitado.

Al principio, Irving no dijo nada. A Bosch le dio la sensación de que dedicaba mucho tiempo a acomodarse y mirar a su alrededor para ver quién podía estar observándolos. Estaban en la primera fila, eran dos de los mejores asientos del acto. Finalmente habló sin girar el cuello y sin mirar a Bosch.

– ¿Qué está pasando aquí, Bosch?

– Dígamelo usted, jefe.

Bosch se volvió y echó un vistazo para ver si alguien les estaba mirando. Obviamente no era casual que estuvieran sentados uno al lado del otro. Bosch no creía en las coincidencias de ese tipo.

– El jefe me dijo que quería que viniera -explicó-. Me invitó el lunes, cuando me devolvió la placa.

– Qué suerte.

Pasaron otros cinco minutos antes de que Irving volviera a hablar. Las sillas de debajo del entoldado estaban todas ocupadas, salvo el lugar reservado al jefe de policía y su esposa, en un extremo de la primera fila.

– Ha tenido Una semana infernal, detective -susurró Irving-. Aterrizó en mierda y se levantó oliendo a rosas. Felicidades.

Bosch asintió. Era una valoración precisa.

– ¿Y usted, jefe? ¿Sólo ha sido una semana más en la oficina para usted?

Irving no respondió. Bosch pensó en los lugares donde había buscado a Robert Verloren la noche anterior. Pensó en el rostro de Muriel Verloren cuando había visto al asesino de su hija conducido al coche patrulla. Bosch tuvo que darse prisa en meter a Stoddard en el asiento de atrás para que ella no se le echara encima.

– Fue todo culpa suya -dijo Bosch en voz baja. Irving lo miró por primera vez.

– ¿De qué está hablando?

– De diecisiete años, de eso estoy hablando. Tenía a su hombre comprobando las coartadas de los Ochos. Él no sabía que Gordon Stoddard era también el profesor de la chica. Si Green y García hubieran comprobado las coartadas, como debería haber sido, habrían encontrado a Stoddard y habrían resuelto el caso fácilmente. Hace diecisiete años. Todo ese tiempo pesa sobre usted.

Irving se volvió por completo en su asiento para mirar a Bosch.

– Teníamos un trato, detective. Si lo rompe, encontraré otras formas de llegar a usted. Espero que lo entienda.

– Sí, claro, lo que usted diga, jefe. Pero olvida una cosa. No soy el único que sabe de usted. ¿Qué pretende, hacer sus pequeños pactos con todo el mundo? ¿Con cada periodista, con cada poli? ¿Con cada padre y cada madre que ha tenido que vivir una vida hueca por lo que usted hizo?

– No levante la voz -dijo Irving entre dientes.

– Ya le he dicho todo lo que quería decide.

– Bueno, déjeme decirle algo. No he terminado de hablar con usted. Si descubro…

Dejó la frase a medias cuando el jefe de policía y su esposa llegaron escoltados por un cadete. Irving se enderezo en su asiento cuando sonó la música y empezó el espectáculo. Veinticuatro cadetes con placas nuevas y brillantes en sus pechos uniformados marcharon en la explanada del desfile y ocuparon sus posiciones delante de la tribuna de personalidades.

Hubo demasiados discursos preliminares y la revista de los nuevos oficiales se demoró en exceso. Sin embargo, finalmente, el programa llegó al momento principal, las tradicionales observaciones del jefe de policía. El hombre que había traído de nuevo a Bosch al departamento estaba relajado y preparado ante el atril. Habló de reconstruir el departamento de policía desde dentro, empezando por los veinticuatro nuevos agentes que tenía ante sí. Dijo que estaba hablando de reconstruir tanto la imagen como la práctica del departamento. Dijo muchas de las cosas que le había dicho a Bosch el lunes por la mañana. Instó a los nuevos agentes a no quebrantar nunca la ley para hacer cumplir la ley. A hacer su trabajo respetando la Constitución y de manera compasiva en todo momento.

Pero entonces sorprendió a Bosch con su conclusión.

– También quiero llamar su atención sobre dos agentes que están hoy aquí presentes como invitados míos. Uno llega, y el otro se va. El detective Harry Bosch ha regresado al departamento esta semana, después de varios años de retiro. Supongo que durante sus largas vacaciones ha aprendido que no se pueden enseñar nuevos trucos a un perro viejo.

Hubo risas educadas entre la multitud situada al otro lado de la explanada del desfile. Allí era donde se sentaban los familiares y amigos de los cadetes. El jefe continuó.

– Así que volvió a la familia del Departamento de Policía de Los Ángeles y ya ha actuado de manera admirable. Se ha puesto en peligro por el bien de la comunidad. Ayer, él y su compañera resolvieron un asesinato cometido hace diecisiete años, un crimen que ha estado clavado como una espina en el costado de esta comunidad. Damos de nuevo la bienvenida al redil al detective Bosch.

Hubo un rumor de aplausos de la multitud. Bosch sintió que se ruborizaba. Bajó la mirada a su regazo.

– También quiero dar las gracias al subdirector Irvin Irving por estar aquí hoy -continuó el jefe-. El jefe Irving ha servido a este departamento durante casi cuarenta y cinco años. No hay actualmente ningún agente que lo haya hecho durante más tiempo. Su decisión de retirarse hoy y hacer de esta graduación su último acto llevando placa es un buen broche a su carrera. Le damos las gracias por ese servicio a este departamento y a esta ciudad.

El aplauso para Irving fue mucho más alto y sostenido. La gente empezó a levantarse en honor del hombre que había servido al departamento y a la ciudad durante tanto tiempo. Bosch se volvió ligeramente a su derecha para ver el rostro de Irving y en los ojos del sub director advirtió que no lo había visto venir. Le habían engañado.

Pronto todos estuvieron de pie y aplaudiendo, y Bosch se sintió obligado a hacer lo mismo por el hombre al que despreciaba. Sabía exactamente quién había proyectado la caída de Irving. Si Irving protestaba, o maniobraba para recuperar su posición, se enfrentaría a una acusación interna construida por Kizmin Rider. No había duda de quién perdería el caso. Ni la menor duda.

Lo que Bosch no sabía era cuándo se había planeado. Recordó a Rider sentada en su escritorio en la sala 503, esperándole con café, solo, como a él le gustaba. ¿Ya sabía entonces de qué caso era el resultado ciego y adónde conduciría? Recordó la fecha en el informe del Departamento de Justicia. Tenía diez días cuando él lo había leído. ¿Qué había ocurrido durante esos diez días? ¿Qué estaba planeado para su llegada?

Bosch no lo sabía y tampoco estaba seguro de que le importara. La política del departamento se dirimía en la sexta planta. Bosch trabajaba en la sala 503, Y allí se mantendría firme. Sin lugar a dudas.

El jefe terminó su discurso y se alejó del micrófono. Uno a uno, les dio a los cadetes un certificado que acreditaba que habían completado la formación en la academia, y posó para una foto con el receptor. Todo fue muy rápido y limpio y estuvo perfectamente coreografiado. Tres helicópteros de la policía sobrevolaron en formación la explanada del desfile y los cadetes terminaron la ceremonia lanzando sus gorras al aire.

Bosch se acordó de la ocasión, hacía más de treinta años, en que él había lanzado su gorra al aire. Sonrió ante el recuerdo. No quedaba nadie más de su promoción. Estaban muertos, o retirados o expulsados. Sabía que dependía de él cargar con el estandarte y la tradición. Elegir la buena pelea.