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Pratt se detuvo, pero Bosch y Rider no hicieron preguntas.

– De manera coincidente -empezó de nuevo Pratt-, las huellas dactilares de Robert Light fueron introducidas finalmente en la base de datos aproximadamente al mismo tiempo en que estaba matando a Stoddard. El ordenador reveló que el custodiado había dado un nombre falso. El nombre real, como estoy seguro de que ya habéis adivinado, era Robert Verloren.

Bosch miró a Rider, pero no pudo sostenerle la mirada mucho tiempo. Bajó la cabeza. Se sentía como si le hubieran dado un puñetazo. Cerró los ojos y se frotó la cara con las manos. Creía que en cierto modo era culpa suya. Robert Verloren había sido de su responsabilidad en la investigación. Debería haberlo encontrado.

– ¿Qué tal esto como cierre? -dijo Pratt.

Bosch bajó la mirada a sus manos y se levantó. Miró a Pratt.

– ¿Dónde está? -preguntó.

– ¿Verloren? Todavía lo tenían allí. Lo llevan en Homicidios de Van Nuys.

– Voy para allí.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Rider.

– No lo sé. Lo que pueda.

Salió de la 503, dejando atrás a Rider y Pratt. En el pasillo pulsó el botón del ascensor y esperó. La opresión en el pecho no remitía. Sabía que era la sensación de culpa, la sensación de que no había estado preparado para este caso y que sus errores habían sido muy costosos.

– No es culpa tuya, Harry. L1evaba diecisiete años esperando hacer esto.

Bosch se volvió. Rider había ido tras él.

– Debería haberlo encontradó antes.

– No quería que lo encontraran. Tenía un plan.

La puerta del ascensor se abrió. Estaba vacío.

– Hagas lo que hagas -dijo Rider-. Voy contigo.

Bosch asintió. Estar con ella lo haría más soportable. Le cedió el paso en el ascensor y la siguió. En el camino de bajada sintió que la determinación crecía en su interior. La determinación de continuar en la misión. La determinación de no olvidar nunca a Robert y Muriel y Rebecca Verloren. Y una promesa de hablar siempre por los muertos.

Agradecimientos

El autor quiere dar las gracias a todos aquellos que le ayudaron en la preparación y redacción de esta novela. Entre ellos: Michael Pietsch, Asya Muchnick, Jane Wood y Peggy Leith Anderson, así como Jane Davis, Linda Connelly, Terrill Lee Lankford, Mary Capps, Judy Couwels, John Houghton, Jerry Hooten y Ken Delavigne. Mi especial agradecimiento a los detectives Tim Marcia, Rick Jackson y David Lambkin, del Departamento de Policía de Los Ángeles, así como al sargento Bob McDonald y al jefe de policía William Bratton.

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