Morini pensó que la palabra reflotar no era la indicada, pese a su aire marinero. Al contrario, mientras comían los postres tuvo deseos, otra vez, de llorar o, aún mejor, de desmayarse, de dejarse desvanecer, caer de su silla suavemente, con los ojos fijos en el rostro de Norton, y no volver nunca más en sí.
Pero ahora Norton contaba una historia sobre un pintor, el primero que había venido a vivir al barrio.
Era un tipo joven, de unos treintaitrés años, conocido en el ambiente pero no lo que se suele llamar famoso. En realidad se vino a vivir aquí porque el alquiler del estudio le salía más barato que en otras partes. En aquella época el barrio no era tan alegre como ahora. Aún vivían viejos obreros que cobraban de la Seguridad Social, pero ya no había gente joven ni niños. Las mujeres brillaban por su ausencia: o bien se habían muerto o bien se la pasaban dentro de sus casas sin salir nunca a la calle.
Sólo había un pub, tan en ruinas como el resto del barrio. En suma, se trataba de un lugar solitario y decadente. Pero esto parece ser que aguijoneó la imaginación y las ganas de trabajar del pintor. Éste también era un tipo más o menos solitario. O que se sentía bien en la soledad.
Así que el barrio no lo asustó, al contrario, se enamoró de él. Le gustaba volver por la noche y caminar calles y calles sin encontrar a nadie. Le gustaba el color de las farolas y la luz que se desparramaba por las fachadas de las casas. Las sombras que se desplazaban a medida que él se desplazaba. Las madrugadas de color ceniza y hollín. La gente de pocas palabras que se reunía en el pub, del que se hizo parroquiano. El dolor, o el recuerdo del dolor, que en ese barrio era literalmente chupado por algo sin nombre y que se convertía, tras este proceso, en vacío. La conciencia de que esta ecuación era posible: dolor que finalmente deviene vacío. La conciencia de que esta ecuación era aplicable a todo o casi todo.
El caso es que se puso a trabajar con más ganas que nunca.
Un año después realizó una exposición en la galería Emma Waterson, una galería alternativa de Wapping, y su éxito fue tremendo.
Inauguró algo que luego se conocería como nuevo decadentismo o animalismo inglés. Los cuadros de la exposición inaugural de esta escuela eran grandes, de tres metros por dos, y mostraban, entre una amalgama de grises, los restos del naufragio de su barrio. Como si entre el pintor y el barrio se hubiera producido una simbiosis total. Es decir que a veces parecía que el pintor pintaba el barrio y otras que el barrio pintaba al pintor con sus lúgubres trazos salvajes. Los cuadros no eran malos. Pese a todo, la exposición no hubiera tenido ni el éxito ni la repercusión que tuvo de no ser por el cuadro estrella, mucho más pequeño que los otros, la obra maestra que empujó a tantos artistas británicos, años después, por la senda del nuevo decadentismo. Éste, de dos metros por uno, era, bien mirado (aunque nadie podía estar seguro de mirarlo bien), una elipsis de autorretratos, en ocasiones una espiral de autorretratos (depende del lugar desde donde fuera contemplado), en cuyo centro, momificada, pendía la mano derecha del pintor.
Los hechos habían sucedido así. Una mañana, despues de dos días de dedicación febril a los autorretratos, el pintor se había cortado la mano con la que pintaba. Acto seguido se había hecho un torniquete en el brazo y le había llevado la mano a un taxidermista a quien conocía y quien ya estaba al tanto de la naturaleza del nuevo trabajo que le esperaba. Luego se había dirigido al hospital, en donde cortaron la hemorragia y procedieron a suturar el brazo. En algún momento alguien le preguntó cómo sucedió el accidente. Él contestó que sin querer, mientras trabajaba, se había cortado la mano de un machetazo.
Los médicos le preguntaron dónde estaba la mano cortada, pues siempre cabía la posibilidad de reimplantársela. Él dijo que de pura rabia y dolor, mientras se dirigía al hospital, la había arrojado al río.
Aunque los precios eran desorbitadamente altos, vendió toda la exposición. La obra maestra, se decía, se la quedó un árabe que trabajaba en la Bolsa, así como también cuatro de los cuadros grandes. Poco después el pintor enloqueció y su mujer, pues entonces ya se había casado, no tuvo más remedio que internarlo en una casa de reposo en los alrededores de Lausana o Montreaux.
Todavía está allí.
Los pintores, en cambio, comenzaron a instalarse en el barrio.
Sobre todo porque era barato, pero también atraídos por la leyenda de aquel que había pintado el autorretrato más radical de los últimos años. Después llegaron los arquitectos y después algunas familias que compraron casas remodeladas y reconvertidas. Después aparecieron las tiendas de ropa, los talleres teatrales, los restaurantes alternativos, hasta convertirse en uno de los barrios más engañosamente baratos y a la moda de Londres.
– ¿Qué te parece la historia?
– No sé qué pensar -dijo Morini.
El deseo de llorar o, en su defecto, de desmayarse proseguía, pero se aguantó.
El té lo tomaron en casa de Norton. Sólo en ese momento ésta se puso a hablar de Espinoza y Pelletier, pero de una manera casual, como si la historia con el francés y el español, de tan sabida, no fuera interesante ni conveniente para Morini (cuyo estado nervioso no le pasó inadvertido, aunque se cuidó de preguntarle nada, sabedora de que con preguntas rara vez se alivia la angustia), e incluso ni siquiera para ella.
La tarde fue muy agradable. Morini, sentado en un sillón desde donde se podía apreciar la sala de Norton con sus libros y sus reproducciones enmarcadas que colgaban de paredes blancas, con sus fotos y souvenirs misteriosos, con su voluntad expresada en cosas tan sencillas como escoger los muebles, de buen gusto, acogedores y nada ostentosos, e incluso con la visión de un trozo de la calle arbolada que la inglesa seguramente veía cada mañana antes de salir de casa, empezó a sentirse bien, como si una presencia múltiple de su amiga lo arropara, como si esa presencia fuera también una afirmación cuyas palabras, como un bebé, no entendía pero lo reconfortaban.
Poco antes de irse le preguntó por el nombre del pintor cuya historia acababa de oír y si tenía el catálogo de aquella dichosa y espantosa exposición. Se llama Edwin Johns, dijo Norton.
Luego se levantó y buscó en una de las estanterías llenas de libros. Encontró un voluminoso catálogo y se lo tendió al italiano.
Antes de abrirlo éste se preguntó si hacía bien al insistir con esa historia, precisamente ahora que se encontraba tan bien. Pero si no lo hago me moriré, se dijo, y abrió el catálogo que más que un catálogo era un libro de arte que cubría o intentaba cubrir toda la trayectoria profesional de Johns, cuya foto estaba en la primera página, una foto anterior a su automutilación, que mostraba a un joven de unos veinticinco años que miraba directamente a la cámara y sonreía con una media sonrisa que podía ser de timidez o burla. Tenía el pelo oscuro y lacio.
– Te lo regalo -oyó que decía Norton.
– Muchas gracias -se oyó contestar.
Una hora después marcharon juntos al aeropuerto y una hora después Morini volaba rumbo a Italia.
Por aquella época un crítico serbio hasta entonces insignificante, profesor de alemán en la Universidad de Belgrado, publicó en la revista que animaba Pelletier un curioso artículo que recordaba en cierta manera los hallazgos minúsculos que, muchos años atrás, había dado a la imprenta un crítico francés sobre el marqués de Sade y que consistían en un muestrario facsimilar de papeles sueltos que vagamente atestiguaban el paso del divino marqués por una lavandería, los aide-mémoire de su relación con cierto hombre de teatro, las minutas de un médico con los nombres de los medicamentos recetados, la compra de un jubón, en donde se especificaba la abotonadura y el color, etc., todo ello provisto de un gran aparato de notas de las cuales sólo podía extraerse una conclusión: Sade había existido, Sade había lavado sus ropas y había comprado ropas nuevas y había sostenido correspondencia con seres ya definitivamente borrados por el tiempo.