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El texto del serbio se le parecía mucho. El personaje rastreado, en este caso, no era Sade sino Archimboldi, y su artículo consistía en una minuciosa y a menudo frustrante indagación que partía de Alemania, seguía por Francia, Suiza, Italia, Grecia, otra vez Italia, y terminaba en una agencia de viajes en Palermo, en donde Archimboldi al parecer había comprado un billete de avión con destino a Marruecos. Un anciano alemán, decía el serbio. Las palabras anciano y alemán utilizadas indistintamente como varitas mágicas para develar un secreto y al mismo tiempo como ejemplo de literatura crítica ultraconcreta, una literatura no especulativa, sin ideas, sin afirmaciones ni negaciones, sin dudas, sin pretensiones de guía, ni a favor ni en contra, sólo un ojo que busca los elementos tangibles y no los juzga sino que los expone fríamente, arqueología del facsímil y por lo mismo arqueología de la fotocopiadora.

A Pelletier le pareció un texto curioso. Antes de publicarlo les envió una copia a Espinoza, Morini y Norton. Espinoza dijo que aquello podía llevar a algo, y aunque investigar y escribir de esa manera le parecía un trabajo de ratón de biblioteca, de subalterno de un subordinado, creía, y así lo dijo, que era bueno que la ola archimboldiana contara también con esa clase de fanáticos sin ideas. Norton dijo que ella siempre había tenido la intuición (femenina) de que Archimboldi tarde o temprano acabaría en algún lugar del Magreb, y que lo único que valía la pena del texto del serbio era el billete reservado a nombre de Benno von Archimboldi, una semana antes de que el avión italiano comenzara su singladura hacia Rabat. A partir de ahora podemos imaginarlo perdido en una cueva del Atlas, dijo. Morini, por el contrario, no dijo nada.

Llegados a este punto es necesario aclarar algo para el buen (o mal) entendimiento del texto. Es verdad que hubo una reserva a nombre de Benno von Archimboldi. Sin embargo esa reserva no llegó a concretarse y a la hora de salida no apareció ningún Benno von Archimboldi en el aeropuerto. Para el serbio la cuestión estaba más clara que el agua. En efecto, Archimboldi hizo personalmente una reserva. Lo podemos imaginar en su hotel, probablemente alterado por algo, tal vez borracho, incluso puede que medio dormido, en la hora abismal y no carente de cierto aroma nauseabundo en que se toman las decisiones trascendentales, hablando con la chica de Alitalia y dando por error su nom de plume en lugar de hacer la reserva con el nombre con el que figuraba en su pasaporte, un error que luego, al día siguiente, enmendaría yendo personalmente a la oficina aérea y comprando un billete con su propio nombre. Eso explicaba la ausencia de un Archimboldi en el vuelo a Marruecos.

Por supuesto, también cabían otras posibilidades: que a última hora y tras pensárselo dos veces (o cuatro) Archimboldi decidiera no emprender el viaje, o que a última hora decidiera viajar, pero no a Marruecos sino, por ejemplo, a los Estados Unidos, o que todo no fuera más que una broma o un malentendido.

En el texto del serbio se describía físicamente a Archimboldi.

Era fácil apreciar que esta descripción procedía del retrato del suavo. Por supuesto, en el retrato del suavo Archimboldi era un joven escritor de la posguerra. El serbio lo único que hacía al respecto era envejecer a ese mismo joven que había aparecido por Frisia en 1949, con un único libro publicado, dejándolo convertido en un viejo de entre setentaicinco y ochenta años, con una voluminosa bibliografía detrás de sí, aunque básicamente con los mismos atributos, como si Archimboldi, al contrario de lo que ocurre con la mayoría de las personas, siguiera siendo el mismo. Nuestro escritor, a juzgar por su obra, es, qué duda cabe, un hombre obstinado, decía el serbio, obstinado como una mula, obstinado como un paquidermo, y si durante las horas más melancólicas de una tarde siciliana se propuso viajar a Marruecos, aunque cometiendo el desliz de no hacer la reserva con su nombre legal sino a nombre de Archimboldi, nada nos puede hacer abrigar la esperanza de que al día siguiente cambiara de idea y no se dirigiera personalmente a la agencia de viajes a comprar el billete esta vez con su nombre legal y con su pasaporte legal y no se embarcara, como uno más de los miles de alemanes viejos y solteros que cada día cruzaban solitarios los cielos rumbo a cualquier país del norte de África.

Viejo y soltero, pensó Pelletier. Uno más de los miles de alemanes viejos y solteros. Como la máquina soltera. Como el célibe que envejece de pronto o como el célibe que al volver de un viaje a la velocidad de la luz encuentra a los otros célibes envejecidos o convertidos en estatuas de sal. Miles, cientos de miles de máquinas solteras cruzando a diario un mar amniótico, en Alitalia, comiendo spaghetti al pomodoro y bebiendo chianti o licor de manzana, con los ojos semicerrados y la certeza de que el paraíso de los jubilados no está en Italia (y por lo tanto no puede estar en ningún lugar de Europa) y volando a los aeropuertos caóticos de África o de América, en donde yacen los elefantes. Los grandes cementerios a la velocidad de la luz. No sé por qué pienso esto, pensó Pelletier. Manchas en la pared y manchas en las manos, pensó Pelletier mirándose las manos.

Jodido serbio de mierda.

Al final Espinoza y Pelletier tuvieron que admitir, cuando ya estaba publicado el artículo, que lo del serbio no se sostenía.

Hay que hacer investigación, crítica literaria, ensayos de interpretación, panfletos divulgativos si así la ocasión lo requiriera, pero no este híbrido entre fantaciencia y novela negra inconclusa, dijo Espinoza, y Pelletier estuvo en todo de acuerdo con su amigo.

Por aquellos días, principios de 1997, Norton experimentó un deseo de cambio. Tener vacaciones. Visitar Irlanda o Nueva York. Alejarse perentoriamente de Espinoza y Pelletier. Los citó a ambos en Londres. Pelletier, de alguna forma, intuyó que nada grave o bien nada irreversible ocurría y acudió a la cita con aire tranquilo, dispuesto a escuchar y hablar poco. Espinoza, por el contrario, se temió lo peor (que Norton los citara para decirles que prefería a Pelletier, pero asegurándole a él que su amistad seguiría incólume, incluso puede que invitándolo como padrino a su inminente boda).

El primero en aparecer por el piso de Norton fue Pelletier.

Le preguntó si ocurría algo grave. Norton le dijo que prefería hablar del asunto cuando llegara Espinoza y así se ahorraría tener que repetir el mismo discurso dos veces. Como no tenían nada más importante que decirse, se pusieron a hablar del tiempo. Pelletier no tardó en rebelarse y cambió de tema. Norton entonces se puso a hablar de Archimboldi. El nuevo tema de conversación casi descompuso a Pelletier. Volvió a pensar en el serbio, volvió a pensar en ese pobre escritor viejo y solitario y posiblemente misántropo (Archimboldi), volvió a pensar en los años perdidos de su propia vida hasta que apareció Norton.

Espinoza se retrasaba. La vida entera es una mierda, pensó Pelletier con asombro. Y luego: si no hubiéramos formado un equipo ahora sería mía. Y luego: si no hubiera habido afinidad y amistad y almas gemelas y alianza ahora sería mía. Y un poco después: si no hubiera habido nada ni siquiera la habría conocido.

Y: puede que la hubiera conocido pues nuestros intereses archimboldianos son de cada uno y no nacieron del conjunto de nuestra amistad. Y: puede también que ella me hubiera odiado, que me hubiera encontrado pedante, demasiado frío, arrogante, narcisista, un intelectual excluyente. El término intelectual excluyente le divirtió. Espinoza se retrasaba. Norton parecía muy tranquila. En realidad Pelletier también parecía muy tranquilo, pero distaba de estarlo.

Norton dijo que era normal que Espinoza llegara tarde. Los aviones sufren retrasos, dijo. Pelletier imaginó el avión de Espinoza envuelto en llamas derrumbándose sobre una pista del aeropuerto de Madrid con un estrépito de hierros retorcidos.

– Tal vez deberíamos poner la tele -dijo.

Norton lo miró y le sonrió. Nunca enciendo la tele, dijo sonriendo, extrañada de que Pelletier aún no lo supiera. Por supuesto, Pelletier lo sabía. Pero no había tenido suficiente presencia de ánimo para decir: veamos las noticias, veamos si no aparece en la pantalla algún avión siniestrado.