– ¿Puedo encenderla? -dijo.
– Claro -dijo Norton, y Pelletier, mientras se inclinaba sobre los botones del aparato la vio de reojo, luminosa, tan natural, preparando una taza de té o moviéndose de una habitación a otra, poniendo en su lugar un libro que le acababa de enseñar, contestando una llamada telefónica que no era de Espinoza.
Encendió la tele. Hizo un recorrido por diferentes canales.
Vio a un tipo barbudo y vestido con ropas pobres. Vio a un grupo de negros caminando por una pista de tierra. Vio a dos señores de traje y corbata hablando pausadamente, ambos con las piernas cruzadas, ambos mirando de tanto en tanto un mapa que aparecía y desaparecía a sus espaldas. Vio a una señora gordita que decía: hija… fábrica… reunión… médicos… inevitable, y luego sonreía con media sonrisa y bajaba la mirada.
Vio la cara de un ministro belga. Vio los restos de un avión humeante a un costado de una pista de aterrizaje, rodeado de ambulancias y coches de bomberos. Llamó de un grito a Norton.
Ésta aún hablaba por teléfono.
El avión de Espinoza se ha estrellado, dijo Pelletier sin volver a alzar la voz, y Norton en vez de mirar la pantalla del televisor lo miró a él. Le bastaron pocos segundos para darse cuenta de que el avión en llamas no era un avión español. Junto a los bomberos y los equipos de rescate se podía apreciar a pasajeros que se alejaban, algunos cojeando, otros cubiertos con mantas, los rostros demudados por el miedo o por el susto, pero aparentemente indemnes.
Veinte minutos después llegó Espinoza y durante la comida Norton le contó que Pelletier había creído que él viajaba en el avión siniestrado. Espinoza se rió pero miró a Pelletier de una forma extraña, que pasó desapercibida a Norton, pero que Pelletier captó al instante. La comida, por lo demás, fue triste, aunque la actitud de Norton era perfectamente normal, como si se los hubiera encontrado a ambos por casualidad y no los hubiera hecho ir expresamente a Londres. Lo que tenía que decirles lo adivinaron antes de que ella dijera nada: Norton quería suspender, al menos por un tiempo, las relaciones amorosas que sostenía con ambos. El motivo que adujo fue que necesitaba pensar y centrarse, luego dijo que no quería romper su amistad con ninguno de los dos. Necesitaba pensar, eso era todo.
Espinoza aceptó las explicaciones de Norton sin hacer ni una sola pregunta. A Pelletier, por el contrario, le habría gustado preguntarle si su ex marido tenía algo que ver con esta decisión, pero ante el ejemplo de Espinoza prefirió callarse. Después de comer salieron a pasear por Londres en el coche de Norton. Pelletier insistió en sentarse en el asiento de atrás, hasta que vio un relampagueo sarcástico en los ojos de Norton y entonces aceptó sentarse en donde fuera, que fue, precisamente, en el asiento posterior.
Mientras conducía por Cromwell Road Norton les dijo que tal vez lo más apropiado, aquella noche, sería acostarse con los dos. Espinoza se rió y dijo algo que pretendía ser gracioso, una continuación de la broma, pero Pelletier no estaba seguro de que Norton bromeara y aún estaba menos seguro de que él estuviera preparado para participar en un ménage à trois. Después fueron a esperar la caída del sol cerca de la estatua de Peter Pan en Kensington Gardens. Se sentaron en un banco al lado de un gran encino, el sitio preferido de Norton que desde pequeña sentía una gran atracción por aquel lugar. Al principio vieron a algunas personas tiradas en el césped pero poco a poco los alrededores se fueron quedando vacíos. Pasaban parejas o mujeres solas vestidas con cierta elegancia, aprisa, en dirección a la Serpentine Gallery o al Albert Memorial, y en dirección contraria hombres con periódicos arrugados o madres arrastrando el carrito de sus bebés se dirigían a Bayswater Road.
Cuando la penumbra comenzó a extenderse vieron a una pareja de jóvenes que hablaban en español y que se acercaron a la estatua de Peter Pan. La mujer tenía el pelo negro y era muy guapa y estiró la mano como si quisiera tocar la pierna de Peter Pan. El tipo que iba con ella era alto y tenía barba y bigote y sacó una libreta de un bolsillo y anotó algo en ella. Luego dijo en voz alta:
– Kensington Gardens.
La mujer ya no miraba la estatua sino el lago o más bien algo que se movía entre las hierbas y la maleza que separaban aquel caminito del lago.
– ¿Qué es lo que ella mira? -dijo Norton en alemán.
– Parece una serpiente -dijo Espinoza.
– ¡Aquí no hay serpientes! -dijo Norton.
Entonces la mujer llamó al tipo: Rodrigo, ven a ver esto, dijo. El joven no pareció oírla. Había guardado la libretita en un bolsillo de su chaqueta de cuero y contemplaba en silencio la estatua de Peter Pan. La mujer se inclinó y bajo las hojas algo reptó en dirección al lago.
– Pues parece, efectivamente, una serpiente -dijo Pelletier.
– Es lo que yo había dicho -dijo Espinoza.
Norton no les contestó pero se puso de pie para ver mejor.
Aquella noche Pelletier y Espinoza durmieron unas pocas horas en la sala de la casa de Norton. Aunque tenían a su disposición el sofá cama y la alfombra, no hubo manera de que pudieran conciliar el sueño. Pelletier trató de hablar, de explicarle a Espinoza lo del avión accidentado, pero Espinoza le dijo que no hacía falta que le explicara nada, que él lo comprendía todo.
A las cuatro de la mañana, de común acuerdo, encendieron la luz y se pusieron a leer. Pelletier abrió un libro sobre la obra de Berthe Morisot, la primera mujer que perteneció al grupo impresionista, pero al cabo de un rato le dieron ganas de estrellarlo contra la pared. Espinoza, por el contrario, sacó de su bolso de viaje La cabeza, la última novela que había publicado Archimboldi, y se puso a repasar las notas que había escrito en los márgenes de las hojas y que constituían el núcleo de un ensayo que pensaba publicar en la revista que dirigía Borchmeyer.
La tesis de Espinoza, tesis compartida por Pelletier, era que con esta novela Archimboldi daba por cerrada su aventura literaria.
Después de La cabeza, decía Espinoza, ya no hay más Archimboldi en el mercado del libro, opinión que otro ilustre archimboldista, Dieter Hellfeld, consideraba demasiado arriesgada, basada tan sólo en la edad del escritor, pues lo mismo se había dicho de Archimboldi cuando éste publicó La perfección ferroviaria e incluso lo mismo dijeron unos profesores berlineses cuando apareció Bitzius. A las cinco de la mañana Pelletier se dio una ducha y luego preparó café. A las seis Espinoza estaba dormido otra vez pero a las seis y media volvió a despertarse con un humor de perros. A las siete menos quince llamaron a un taxi y arreglaron la sala.
Espinoza escribió una nota de despedida. Pelletier la miró de pasada y tras pensarlo unos segundos decidió dejar él también otra nota de despedida. Antes de marcharse le preguntó a Espinoza si no se quería duchar. Me ducharé en Madrid, contestó el español. Allí el agua es mejor. Es verdad, dijo Pelletier, aunque su respuesta le pareció estúpida y conciliadora. Después los dos se fueron sin hacer ruido y desayunaron, como ya lo habían hecho tantas veces, en el aeropuerto.
Mientras el avión de Pelletier lo llevaba de vuelta a París, éste, incomprensiblemente, se puso a pensar en el libro sobre Berthe Morisot que la noche anterior había deseado estampar sobre la pared. ¿Por qué?, se preguntó Pelletier. ¿Es que no le gustaba Berthe Morisot o lo que ésta en un momento dado podía representar? En realidad a él le gustaba Berthe Morisot. De golpe se dio cuenta de que aquel libro no lo había comprado Norton sino él, de que había sido él quien había viajado de París a Londres con el libro envuelto en papel de regalo, que las primeras reproducciones de Berthe Morisot que Norton vio en su vida fueron las que aparecían en aquel libro, con Pelletier al lado, acariciándole la nuca y comentándole cada cuadro de Berthe Morisot. ¿Se arrepentía ahora de haberle regalado ese libro?
No, por supuesto que no. ¿Tenía algo que ver la pintora impresionista con su separación? Ésa era una idea ridícula. ¿Por qué entonces había deseado estampar el libro sobre la pared?