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Y más importante aún: ¿por qué pensaba en Berthe Morisot y en el libro y en la nuca de Norton y no en la posibilidad cierta de un ménage à trois que aquella noche había levitado como un brujo indio aullador en el piso de la inglesa sin llegar a materializarse jamás?

Mientras el avión de Espinoza lo llevaba de vuelta a Madrid, éste, al contrario que Pelletier, pensaba en lo que él creía la última novela de Archimboldi y en que si tenía razón, como creía tenerla, no iba a haber más novelas de Archimboldi, con todo lo que eso significaba, y también pensaba en un avión en llamas y en los deseos ocultos de Pelletier (muy moderno el jodido hijo de puta, pero sólo cuando le conviene), y de vez en cuando miraba por la ventanilla y les echaba un vistazo a los motores y se moría de ganas de estar de vuelta en Madrid.

Durante un tiempo Pelletier y Espinoza estuvieron sin llamarse por teléfono. Pelletier llamaba de vez en cuando a Norton, aunque las conversaciones con Norton cada vez eran más, ¿cómo decirlo?, afectadas, como si la relación se sostuviera únicamente gracias a los buenos modales, y tan a menudo como antes a Morini, con quien nada había cambiado.

Lo mismo le sucedía a Espinoza, aunque éste tardó un poco más en darse cuenta de que lo de Norton iba en serio.

Por supuesto, Morini percibió que algo había sucedido con sus amigos, pero por discreción o por pereza, una pereza torpe y al mismo tiempo dolorosa que a veces lo atenazaba, prefirió no darse por enterado, actitud que Pelletier y Espinoza agradecieron.

Incluso Borchmeyer, que en cierta manera temía al tándem que formaban el español y el francés, notó algo nuevo en la correspondencia que mantenía con ambos, insinuaciones veladas, ligeras retractaciones, mínimas dudas, pero elocuentísimas tratándose de ellos, sobre la metodología hasta entonces común.

Después vino una Asamblea de Germanistas en Berlín, un Congreso sobre Literatura Alemana del siglo XX en Sttutgart, un simposio sobre literatura alemana en Hamburgo y un encuentro sobre el futuro de la literatura alemana en Maguncia.

A la asamblea de Berlín asistieron Norton, Morini, Pelletier y Espinoza, pero por una razón o por otra sólo una vez pudieron verse los cuatro, durante un desayuno, rodeados, además, por otros germanistas que luchaban denodadamente por la mantequilla y la mermelada. Al congreso asistieron Pelletier, Espinoza y Norton, y si bien Pelletier pudo hablar con Norton a solas (mientras Espinoza intercambiaba puntos de vista con Schwarz), cuando le tocó el turno a Espinoza de hablar con Norton, Pelletier se marchó discretamente con Dieter Hellfeld.

Esta vez Norton se dio cuenta de que sus amigos no querían hablar entre sí, en ocasiones ni siquiera verse, lo que no dejó de afectarla pues de alguna manera se sentía culpable del distanciamiento experimentado entre ambos.

Al simposio asistieron únicamente Espinoza y Morini, y procuraron no aburrirse, y ya que estaban en Hamburgo fueron de visita a la editorial Bubis y cumplimentaron a Schnell, pero no pudieron ver a la señora Bubis, a quien habían comprado un ramo de rosas, pues ésta se encontraba de viaje por Moscú. Esta mujer, les dijo Schnell, no sé de dónde saca tanta vitalidad, y luego soltó una risa satisfecha que a Espinoza y a Morini les pareció excesiva. Antes de marcharse de la editorial le entregaron las rosas a Schnell.

Al encuentro sólo asistieron Pelletier y Espinoza y esta vez ya no les quedó más remedio que enfrentarse y poner las cartas sobre la mesa. Al principio, como es natural, ambos trataron de evitarse de forma cortés la mayor parte de las veces, o de forma abrupta en algunas contadas ocasiones, pero al final no les quedó más remedio que hablar. El acontecimiento tuvo lugar en el bar del hotel, a altas horas de la noche, cuando ya sólo quedaba un camarero, el más joven de todos los camareros, un chico alto y rubio y soñoliento.

Pelletier estaba sentado en un extremo de la barra y Espinoza en el otro. Después el bar empezó a vaciarse paulatinamente y cuando ya sólo quedaban ellos el francés se levantó y se acomodó al lado del español. Intentaron hablar del encuentro, pero al cabo de pocos minutos se dieron cuenta de que resultaba ridículo avanzar o fingir que avanzaban en esa dirección.

Fue Pelletier, más ducho en el arte de las aproximaciones y de las confidencias, quien dio otra vez el primer paso. Preguntó por Norton. Espinoza confesó que no sabía nada. Luego dijo que a veces la llamaba por teléfono y que era como hablar con una desconocida. Esto último lo infirió Pelletier, pues Espinoza, que en ocasiones se expresaba mediante elipsis ininteligibles, no llamó desconocida a Norton sino que mencionó la palabra ocupada y después la palabra ausente. El teléfono en el departamento de Norton, durante un rato, los acompañó en la conversación. Un teléfono blanco que sostenía la mano blanca, el antebrazo blanco de una desconocida. Pero no era una desconocida.

No en la medida en que ambos se habían acostado con ella. Oh cierva blanca, cervatilla, blanca cierva, susurró Espinoza.

Pelletier supuso que citaba a un clásico, pero no hizo ningún comentario y le preguntó si iban a convertirse definitivamente en enemigos. La pregunta pareció sorprender a Espinoza, como si nunca hubiera pensado en esa posibilidad.

– Eso es absurdo, Jean-Claude -dijo, aunque Pelletier notó que lo decía tras pensarlo durante mucho tiempo.

Terminaron la noche borrachos y el camarero joven tuvo que ayudarlos a ambos a abandonar el bar. Del final de aquella velada Pelletier recordaba, sobre todo, la fuerza del camarero, que cargó con uno a cada lado hasta los ascensores del lobby, como si Espinoza y él fueran adolescentes de no más de quince años, dos adolescentes alfeñiques atrapados entre los brazos poderosos de aquel joven camarero alemán que se quedaba hasta la última hora, cuando todos los demás camareros veteranos ya se habían marchado a sus casas, un chico de campo a juzgar por su cara y su complexión física, o un obrero, y también recordaba algo así como un susurro que luego se dio cuenta de que era una especie de risa, la risa de Espinoza mientras era transportado por el camarero campesino, una risa bajita, una risa discreta, como si la situación no sólo fuera ridícula sino también una válvula de escape para sus inconfesadas penas.

Un día, cuando ya llevaban más de tres meses sin visitar a Norton, uno de ellos llamó por teléfono al otro y le sugirió un fin de semana en Londres. No se sabe si fue Pelletier quien llamó o si fue Espinoza. En teoría el autor de la llamada debería haber sido aquel que tenía el más alto sentido de la fidelidad, o el que tenía el más alto sentido de la amistad, que esencialmente es lo mismo, pero la verdad es que ni Pelletier ni Espinoza tenían un concepto muy grande de dicha virtud. Verbalmente, por descontado, la aceptaban, aunque con matices. En la práctica, por el contrario, ninguno de los dos creía en la amistad ni en la fidelidad. Creían en la pasión, creían en un híbrido de felicidad social o pública -ambos votaban socialista, aunque de tanto en tanto se abstenían-, creían en la posibilidad de la autorrealización.

Pero lo cierto es que uno de los dos llamó y el otro aceptó y un viernes por la tarde se encontraron en el aeropuerto de Londres, en donde tomaron un taxi que primero los llevó a un hotel y luego otro taxi, ya muy cercana la hora de la cena (habían reservado previamente una mesa para tres en Jane amp; Chloe), que los llevó al departamento de Norton.

Desde la acera, tras pagarle al taxista, contemplaron las ventanas iluminadas. Después, mientras el taxi se alejaba, vieron la sombra de Liz, la sombra adorada, y luego, como si un soplo de aire fétido irrumpiera en un anuncio de compresas, la sombra de un hombre que los dejó paralizados, Espinoza con un ramo de flores en la mano, Pelletier con un libro de Sir Jacob Epstein envuelto en un finísimo papel de regalo. Pero el teatro chinesco aéreo no acabó allí. En una ventana, la sombra de Norton movió los brazos, como si intentara explicar algo que su interlocutor no quería entender. En la otra ventana, la sombra del hombre, para horror de sus dos únicos y boquiabiertos espectadores, hizo un movimiento como de hulla-hop, o algo que a Pelletier y a Espinoza les pareció un movimiento de hulla-hop, primero las caderas, luego las piernas, el tronco, ¡incluso el cuello!, un movimiento en donde se dejaba entrever sarcasmo y burla, a menos que tras las cortinas el hombre se estuviera desnudando o derritiendo, lo que ciertamente no parecía ser el caso, un movimiento o una serie de movimientos, más bien, que denotaba no sólo sarcasmo sino también maldad, seguridad y maldad, una seguridad obvia, pues en el departamento él era el más fuerte, él era el más alto y el más musculoso y el que podía jugar al hulla-hop.