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4

Entonces, por primera vez y como estaba predicho, tuvieron que acercarse a nosotros. En mitad de una mañana el hombre llegó al estudio de Guiñazú, recién bañado y oliendo a colonia, envolviéndose los dedos con un billete de cincuenta pesos doblado a lo largo.

– No puedo pagar más, por lo menos al contado. Dígame si alcanza como precio de una consulta.

“Lo hice sentar mientras pensaba en ustedes, inseguro de que fuera él. Me recosté en el sillón y le ofrecí un café, sin contestarle, exigiéndole permiso para firmar unos escritos. Pero cuando sentí que mi antipatía sin causa no podía sostenerse y que la iban sustituyendo la curiosidad y una forma casi impersonal de la envidia; cuando admití que lo que cualquiera hubiera llamado insolencia o descaro podía ser otra cosa, extraordinaria y casi mágica por lo rara, comprendí sin dudas que mi visitante era el tipo de la camisa amarilla y la rosita en el ojal que habíamos visto aquella noche de lluvia en la vereda del Universal. Quiero decir, aunque me empecine en la antipatía: un hombre congénitamente convencido de que lo único que importa es estar vivo y, en consecuencia, convencido de que cualquier cosa que le toque vivir es importante y buena y digna de ser sentida. Le dije que sí, que por cincuenta pesos, tarifa de amigo, podía decirle, con aproximación de meses, qué pena estaba autorizado a esperar de códigos, fiscales y jueces. Y qué podía intentarse para que la pena no se cumpliera. Quería escucharlo y quería, sobre todo, sacarle el billete verde que enredaba distraído en los dedos como si estuviera seguro de que conmigo bastaba mostrarlo.

“Desplegó por fin el billete y lo puso encima del escritorio; lo guardé en mi cartera y hablamos un minuto de Santa María, panoramas y clima. Me contó una historia sobre la carta que había traído para Latorre y me preguntó si le era posible quedarse a vivir en el chalet de la playa -él y ella, claro, tan joven y esperando un niño- a pesar del distanciamiento con Specht, a pesar de que no existía otra cosa que lo que él llamaba un contrato verbal de alquiler. Lo pensé un rato y elegí decirle que sí; le expliqué lentamente cuáles eran sus derechos, citando números y fechas de leyes, anécdotas que sentaban jurisprudencia. Aconsejé depositar en el juzgado una suma razonable en concepto de alquiler y emplazar a Specht para el perfeccionamiento del contrato existente, verbal y de hecho.

“Vi que estas palabras le gustaban; movía la cabeza asintiendo, con una media sonrisa placentera, como si escuchara una música preferida, distante, bien ejecutada. Me pidió, acusándose por no haber entendido, que le repitiera una o dos frases. Pero nada más, no exhibió ningún verdadero entusiasmo o alivio, desgraciadamente. Porque cuando di por terminada la pausa y le dije con voz soñolienta que todo lo anterior correspondía fielmente a la teoría de derecho aplicable al caso, pero que, en la sucia práctica sanmariana, sería suficiente que Specht hablara por teléfono con el jefe del Destacamento para que él y la joven señora que esperaba un niño fueran trasladados desde el chalet a un punto cualquiera situado a dos leguas del límite de la ciudad, se puso a reír y me miró como si yo fuera su amigo y acabara de hacer una broma memorable. Parecía tan entusiasmado, que saqué la cartera para devolverle los cincuenta pesos. Pero no cayó en la trampa. Extrajo del bolsillo delantero del pantalón un relojito de oro que en algún tiempo se había llamado chatelaine, lamentó tener compromisos y la inseguridad de que aquella charla de negocios pudiera convertirse algún día en el diálogo de la verdadera amistad. Le apreté la mano con fuerza, sospechando que estaba en deuda con él por cosas de mayor importancia que los cincuenta pesos que acababa de estafarle.”

5

Entonces desaparecieron, fueron vistos mezclados con viajantes en los sábados del Club Comercial, otra vez no se supo de ellos, y surgieron de golpe, instalados en Las Casuarinas.

Muy cerca de nosotros y del escándalo, esta vez. Porque Guiñazú era abogado de doña Mina Fraga, la dueña de Las Casuarinas; yo la visitaba cuando el doctor Ramírez no estaba en Santa María, y Lanza había terminado de pulir, el invierno anterior, una pieza necrológica titulada Doña Herminia Fraga, de siete exactos centímetros de columna, quejosa aunque ambigua y que aludía principalmente a las virtudes colonizadoras del difundo padre de doña Mina.

Cerca del escándalo porque doña Mina, entre la pubertad y los veinte años, se había escapado tres veces. Se fue con un peón de estancia y la trajo el viejo Fraga a rebencazos, según la leyenda, que agrega la muerte del seductor, su entierro furtivo y un acuerdo económico con el comisario de 1911. Se fue, no con, sino detrás del mago de un circo que era apropiadamente feliz con su vocación y su mujer. La trajo la policía, a instancias del mago. Se fue, en los días de la casi revolución del 16, con un vendedor de medicinas para animales, un hombre bigotudo, afectado y resuelto que había hecho buenos negocios con el viejo Fraga. Esta fue la más larga de sus ausencias y volvió sin ser llamada ni traída. En esta época Fraga estaba terminando Las Casuarinas, un caserón en la ciudad, para dote de su hija o porque estaba harto de vivir en la estancia. Se habló entonces de una crisis religiosa de la muchacha, de su entrada en un convento y de un cura inverosímil que se negó a propiciar el plan porque no creía en la sinceridad de doña Mina. Lo cierto es que Fraga, que recordaba sin jactancia no haber pisado nunca una iglesia, hizo levantar una capilla en Las Casuarinas antes de que estuviera terminada la casa. Y cuando murió Fraga la muchacha arrendó a los precios más altos posibles la estancia y todos los campos heredados, se instaló en Las Casuarinas y convirtió la capilla en habitaciones para huéspedes o jardineros. Durante cuarenta años, fue pasando de un nombre a otro, de Herminia a doña Herminita y a doña Mina. Terminó en la vejez, en la soledad y en la arterioesclerosis, ni vencida ni añorante.

Allí estaban, entonces, los amantes caídos sobre nosotros desde el cielo de una tarde de tormenta. Instalados como para siempre en la capilla de Las Casuarinas, repitiendo ahora, día y noche, en condiciones ideales respecto a decorados, público y taquilla, la obra cuyo ensayo general habían hecho en casa de Specht.

Las Casuarinas está bastante alejada de la ciudad, hacia el norte, sobre el camino que lleva a la costa. Allí los vio Ferragut, el escribano asociado con Guiñazú, una mañana de domingo. A los tres y al perro.

– Había estado lloviendo en la madrugada; un par de horas de agua y viento. De manera que a las nueve el aire estaba limpio y la tierra un poco húmeda, retinta y olorosa. Dejé el coche en la parte alta del camino y los vi casi en seguida, como en un cuadro pequeño, de esos de marco ancho y dorado, inmóviles y sorprendentes mientras yo iba bajando hacia ellos. El en último plano, con un traje azul de jardinero, hecho de medida, juraría; arrodillado frente a un rosal, mirándolo sin tocarlo, haciendo sonrisas de probada eficacia contra hormigas y pulgones; rodeado, en beneficio del autor del cuadro, por los atributos de su condición: la pala, el rastrillo, la tijera, la máquina de cortar pasto. La muchacha estaba sentada sobre una colchoneta de jardín, con un sombrero de paja que casi le tocaba los hombros, con una gran barriga en punta, las piernas a la turca cubiertas por una amplia pollera de colores, leyendo una revista. Y junto a ella, en un sillón de mimbre con toldo, doña Mina sonreía a la gloria matutina de Dios, el asqueroso perro lanudo en la falda. Todos estaban en paz y eran graciosos; cada uno cumplía con inocencia su papel en el recién creado paraíso de Las Casuarinas. Me detuve intimidado en el portoncito de madera, sabiéndome indigno e intruso; pero la vieja me había hecho llamar y ya estaba moviendo una mano y arrugando la cara para distinguirme. Estaba disfrazada con un vestido sin mangas, abierto sobre el pecho. Me presentó a la muchacha -“una hijita”-, y cuando el tipo terminó de amenazar a las hormigas y vino balanceándose y armando la sonrisa, doña Mina se puso a reír, remilgada, como si le hubiera dicho una galantería lúbrica. Ricardo era el nombre del tipo. Había estado arañando la tierra hasta ensuciarse las uñas y ahora se las miraba preocupado pero sin perder la confianza: “Vamos a salvar casi todo, doña Mina. Como le había dicho, los plantaron demasiado juntos. Pero no importa”. No importaba, todo era fácil; resucitar rosales secos o cambiar agua en vino.