Hemos comprado un poco de tiempo —pensaba—. Un poco de tiempo para desarrollarnos.
Hemos comprado un poco de tiempo a los fanáticos y a sus estadistas, a los cabezas de chorlito y a sus políticos, a los militares y a los industriales...
Nosotros, la gente de la calle, tenemos hoy un poco más de tiempo del que disponíamos ayer.
¿Cuánto tiempo?
Bill Howard lo ignoraba.
En aquella ocasión, hubo tiempo para actuar. En aquella ocasión, habían transcurrido unas semanas, mientras la crisis iba en aumento y el mundo se enfrentaba a una muerte horrible. La crisis había sido larga. Dio tiempo para que un hombre utilizara su cerebro y encontrara una solución.
La próxima vez podría ser distinto. Podía haber un satélite esperando, con un botón dispuesto para ser pulsado. Había una terrible cantidad de botones que esperaban ser pulsados, se dijo Bill a sí mismo, botones por todo el mundo, proyectiles teledirigidos apuntando a... sí, a todos los pueblos del mundo.
La próxima vez podía suceder todo en el espacio de unas horas, incluso de unos minutos. La próxima vez, las bombas podían estar en el aire antes incluso de que la gente supiera que los botones iban a ser pulsados.
Bill Howard sacó su máquina de escribir.
Cuando uno tiene un problema lo mejor que puede hacer es hablarle a la máquina de escribir, si es la única cosa que puede escucharle.
¿Cuál es el problema?, se preguntó a sí mismo. E inmediatamente lo escribió. Empezó por el principio y le contó toda la historia a su máquina de escribir. Le contó cómo había sucedido todo.
Ahora, pensó, hay que encontrarle un final a la historia.
Si se deja con la indicación Continuar, continuar, desde luego. Alguien pulsará un día un botón, y, con ello, escribirá la última palabra de la historia: FIN.
El problema era, en esencia, bastante sencillo explicado en términos de milagro.
Del modo que iban las cosas, se necesitaba un milagro para que el mundo se mantuviera unido el tiempo suficiente para disipar todos los malentendidos. Se necesitaba un milagro para que se impusiera el sentido común, que era el único sustituto posible contra las impuestas apetencias de guerra.
El poder de las brujas era, evidentemente, un poder para el pueblo: para el pueblo que necesitaba aquella protección, que necesitaba aquellos milagros.
Nunca sabremos quién hizo el trabajo —se dijo a sí mismo Bill Howard—. Es mejor así. Es como cambiar de sitio un mueble muy pesado. Uno puede decir "Yo no lo he hecho" pues a pesar de haberlo empujado, no ha conseguido que se mueva. Uno puede incluso estar seguro de no haberlo hecho. Pero el mueble se mueve si se coloca a su alrededor a la gente necesaria.
¿Quiénes son las brujas? Son el pueblo, y el pueblo no es para quemarlo. Para quemarlos son los fanáticos y sus estadistas, los cabezas de chorlito y sus políticos, los cerebros y los trusts de cerebros... pero las brujas, no.
Una hora más tarde, Bill Howard se sentaba de nuevo ante su máquina de escribir. Había expuesto el problema general... pero ahora tenía un problema específico, y para un hombre de su categoría profesional, era un problema completamente sincero.
Necesitaba otra ocasión para invocar a aquel poder. Sólo una ocasión. Lo suficiente para eliminar aquella violenta arraigada resistencia a la idea de que el pueblo tenía poderes... ¡y podía hacer milagros!
Los Intrusos
Edmond Cooper
Fue como si el universo hubiera empezado a dar vueltas repentinamente. De un modo lento, impresionante, miríadas de puntitas de diamante, flotando a través de un océano de absoluta oscuridad, empezaron a oscilar en ordenado ritmo alrededor de la nave lunar. Súbitamente, la Tierra se balanceó como una linterna en la víspera de Todos los Santos, y la propia luna se hizo invisible por la popa del vehículo espacial.
Hacía seis horas que la nave había cruzado la frontera neutral en su prolongado descenso a través de un cuarto de millón de millas de silencio. Ahora, después de cinco días de gravedad cero, el momento de la acción había llegado.
Las estrellas dejaron de girar y la verde linterna de la Tierra quedó colgada de algún invisible garfio. El universo estaba inmóvil otra vez: la nave lunar se había colocado en posición para su dificultoso aterrizaje.
A quinientas millas de distancia, los profundos cráteres de la Luna abrían amenazadoramente sus fauces a la nave en descenso. Iban ensanchándose, mostrando sus ocultos perfiles, sus desolados espolones rocosos, y toda la inmovilidad de pesadilla de un mundo petrificado.
Seis ansiosos pares de ojos miraban a través de los paneles de observación. Vieron al cráter Tycho, rodeado de resquebrajaduras y arrugadas llanuras de lava, abalanzarse a su encuentro como si estuviera ávido por tragarse a la nave.
Pasados diez minutos seis hombres habrían realizado un sueño de conquista imaginado desde hacía siglos: pisar la superficie de la Luna.
El capitán Harper contempló, como hipnotizado, la pantalla situada en frente de su litera, y se preguntó si Dios les ayudaría. El profesor Jantz, matemático y astrónomo, intentaba librarse del temor elemental que empezaba a invadirle, calculando el cubo de 789. Los doctores Jackson y Holt, geólogo y químico, respectivamente, intercambiaban instrucciones en voz baja previendo la difícil posibilidad de que uno de ellos sobreviviera al otro. Pegram, el navegante, acariciaba una pata de conejo; y Davis, el mecánico, recitaba mentalmente El Viaje Dorado a Samarkanda, mientras contemplaba una manoseada fotografía de la muchacha con la cual podía haberse casado.
¡ Sesenta segundos para el punto encendido-susurró el altavoz —. Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos... diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno... cero!
Una repentina sacudida hizo que los hombres se hundieran más en las colchonetas de sus literas. Los paneles de observación permitieron ver un chorro de fuego amarillo verdoso descendiendo hacia la Luna desde la popa de la nave.
Después de varios días de gravedad cero, la repentina fuerza G desarrolló una implacable presión hasta el punto de que las venas humanas parecieron estar llenas de mercurio, y los huesos y tejidos transformados en plomo.
En la pantalla de observación aparecieron unas largas hileras de espolones montañosos que parecían eludir sólo por pulgadas el choque con las ahora extendidas patas de araña de la nave. Luego se hizo visible una zona lisa constituida por un lecho de lava, que fue creciendo con aterradora velocidad hasta que cada detalle, cada fragmento de roca, quedó claramente perfilado.
Ahora, los motores del cohete desarrollaban toda su potencia. A bordo de la nave no había ningún sonido al que pudiera darse el nombre de tal, aunque parecía que aquella enorme liberación de energía química hubiera creado un silencioso gemido sobrenatural que atormentaba a cada vigueta, a cada plancha de metal, a cada fibra humana, con su penetrante mensaje.
El profesor Jantz había dejado de preocuparse por el cubo de 789: estaba inconsciente. Sus compañeros, más o menos indispuestos, contemplaban a través de las nieblas de una semiinconsciencia las brillantes imágenes que se reflejaban en las pantallas de observación.
Todo el cosmos parecía reflejarse en aquellas pantallas, distribuidas por toda la nave. Los segundos palpitaban incansables, registrados por la roja aguja del electrocrono, que martilleaba su mensaje como un lejano crepitar de ametralladora.