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Sesenta segundos para altitud cero, susurró el altavoz.

Instintivamente, los hombres se volvieron a mirarse unos a otros, para intercambiar sonrisas de despedida o muecas anticipadas de triunfo.

Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos... diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno... ¡cero!

Se produjo un silencio... el mayor silencio conocido hasta entonces. E inmovilidad. Luego, alivio.

Cuando las tres patas de araña entraron en contacto con la superficie lunar, el piloto automático de la nave sincronizó los deceleradores de los motores del cohete. Las delgadas patas se hundieron lentamente a través de un par de pulgadas de roca líquida, hasta encontrar la dura capa inferior. No hubo ningún choque, ninguna sacudida repentina, ninguna mareante oscilación. Únicamente el final de algo. El final del movimiento, de las aceleradoras fuerzas G, de las brillantes imágenes de las pantallas de observación, del temor y de todo malestar... el final de un breve pero colosal clima de tensión.

El capitán Harper fue el primero en recobrar el uso de la palabra.

—¡Altitud cero! —murmuró—. ¡Sólo los dioses mueren jóvenes!

El profesor Jantz abrió los ojos; Pegram, el navegante, soltó disimuladamente su pata de conejo; y Davis dejó de recitarse a sí mismo El Viaje Dorado. Todos empezaron a desabrochar los cinturones de seguridad de sus literas, y, apenas recobrados del tránsito a la gravedad l/6, se apresuraron a trepar a la cúpula de observación.

Veinticuatro horas más tarde, la nave reposaba como un esqueleto de tres patas, con la esfera habitable emergiendo como un vientre encima de su espinazo tubular. En la base de aquella nave de cien pies de altura, que había efectuado su primer y último viaje a través del espacio, había un tractor y un remolque, un montón de planchas curvadas de metal y un gran número de cestas de diversas formas y tamaños.

La temprana luz del sol dibujaba largas y fantásticas sombras detrás de todos los enseres y utensilios, de la expedición. En el cielo, la bola verde de la Tierra, grande y cercana destacaba de su telón de fondo, tachonado de estrellas.

Entretanto, en el cuarto de navegación de la esfera el capitán Harper dirigía la palabra a sus compañeros, antes de abandonar la nave.

—Dentro de cuatro semanas, caballeros —estaba diciendo—, llegará la nave Número Dos. Su cargamento, como ustedes saben, consistir principalmente en alimentos y en otros dos tractores lunares. Si por entonces podemos tener la base bien establecida, y si hemos procurado completar la exploración preliminar, habremos ahorrado una gran cantidad de tiempo; y la expedición podrá partir directamente. Como aquí no somos más que seis, es evidente que tendremos que trabajar de firme. Lo primero que hemos de hacer es montar un campamento. Hasta que no hayamos hecho esto, no podemos pensar en otros trabajos. Doctor Jackson, usted es geólogo... ¿Ha localizado algún rincón donde podamos montar el campamento en condiciones de seguridad?

—He encontrado un lugar ideal —respondió Jackson—. Está a cosa de una milla de distancia, prácticamente en línea recta con el Tycho y con la nave. Hay una grieta de unos treinta pies, con una protección de roca encima, que puede defendernos del peligro de los meteoritos. Pero tendremos que labrar una escalera en la roca, porque las paredes son casi verticales alrededor de toda la grieta.

—¿Cuántas unidades-vivienda podrá contener? —preguntó Harper.

—Por lo menos tres. No veo ningún motivo para que no pueda albergar tres unidades y el laboratorio. Y si, eventualmente, deciden aumentar la expedición, hay varias grietas contiguas en las cuales pueden instalarse perfectamente un par de unidades suplementarias.

—Doctor Holt, usted exploró el lugar con Jackson. ¿Cuál es su opinión?

El capitán miró al químico con aire interrogante. Holt, que sólo tenía treinta años, era el miembro más joven de la expedición.

—Por estos alrededores hay muchas grietas, pero ninguna de ellas me ha parecido tan adecuada como la señalada por el doctor Jackson. Estoy de acuerdo con él. Podía haber sido mucho peor.

—Entonces, será mejor que pongamos manos a la obra —dijo el capitán Harper, cogiendo el capuchón de su traje antipresión—. Cuanto antes montemos la primera unidad, mejor. —Miró a través de una mirilla de cristal plastificado—. Algo me dice que sentiremos grandes deseos de abandonar esta tierra muerta antes de que pase mucho tiempo... ¿Alguna pregunta?

—Ha llegado el momento de establecer contacto por radio con la Tierra —dijo Pegram—. ¿Desea usted enviar algún mensaje, señor?

El capitán Harper se dispuso a colocarse el capuchón de su traje antipresión, pero antes de hacerlo se alisó la poblada cabellera que empezaba a grisear.

—Dígales —respondió, sin la menor huella de humor en su rostro —que este lugar está tan muerto que lo más probable es que, si vemos una brizna de hierba, nos pongamos a gritar como conejos asustados.

Instalar la unidad-vivienda en la grieta que el doctor Jackson había escogido les llevó tres días terrestres en cuyo tiempo el sol se había alzado por detrás de las distantes cordilleras y colgaba como una brillante bola de fuego en el cielo negro, tachonado de estrellas.

El día lunar, cuya duración equivalía a una quincena terrestre, había alcanzado ahora el nivel de la media mañana.

Mientras estuvieron montando la primera unidad-vivienda, el capitán Harper y sus compañeros comieron y durmieron en el tractor, que estaba acondicionado de acuerdo con la presión terrestre, y era lo bastante grande para acoger cómodamente a los seis. Más tarde, cuando fuese utilizado para trabajos de reconocimiento a larga distancia, tendrían que vivir en él durante una semana sin interrupción. Esta primera experiencia de lo que era la vida en sus angostos compartimientos representaba un valioso entrenamiento.

De cuando en cuando, los hombres se tomaban unos minutos de descanso y contemplaban con ojos maravillados el paisaje áspero y desprovisto de vida bajo su bóveda de oscuridad.

Estaban impresionados por su propia pequeñez y, al mismo tiempo, por su colosal hazaña, por la idea de que probablemente eran la primera forma de vida orgánica que iba a establecerse en la luna.

A cincuenta millas de distancia, hacia el polo sur lunar, el cráter Tycho mostraba con perfecta claridad su aguzado anillo montañoso, parecido a una hilera de dientes que se recortaban contra la línea del horizonte. Allí no había ninguna clase de nieblas atmosféricas que suavizaran sus perfiles o cubrieran el fuego de sus picos bañados por el sol.

A ambos lados de la grieta donde había sido montada la Base Número Uno, las llanuras de lava aparecían cubiertas con una capa de polvo meteórico de dos pulgadas de espesor que conservaba las huellas de las pisadas como si fuera nieve recién caída. Cuando el tractor avanzaba por la llanura en medio de un fantasmagórico silencio, el polvo retenía la impronta de sus dentadas ruedas, formando un camino perfectamente visible. No había mucho peligro de perderse en la luna, ya que las huellas de las pisadas formaban un camino que, a no ser que alguien lo borrase, permanecería visible durante millares de años.

Al cuarto día terrestre, la expedición quedó instalada en su unidad-vivienda subterránea. La mayor parte del trabajo rutinario de transporte de material estaba hecho. Ahora podía empezar el período de experimentación y de exploración.

Fue decidido que los doctores Jackson y Holt, con el mecánico Davis, se llevaran el tractor y efectuaran un viaje de exploración en un radio de diez millas, manteniendo contacto por radio con la base. Podían regresar al cabo de seis horas.

Al capitán Harper le hubiera gustado unirse a ellos, pero el sentido del deber le mantuvo sujeto a un montón de trabajo rutinario en la base. Y el profesor Jantz, que había tomado unas muestras de polvo lunar, estaba completamente absorto en cálculos acerca de los bombardeos meteóricos. Pegram, el otro miembro de la expedición, tenía también su propio trabajo. Además de mantener contacto por radio con la Tierra, tendría que mantenerlo asimismo con el tractor.