—Desgraciadamente, sí. Pero esperemos que no sucederá nada desagradable. Ahora, será mejor que no perdamos tiempo.
El tractor avanzó lentamente hasta que estuvo a doscientos metros de la semiesfera metálica. Entonces se detuvo. Inmediatamente, el doctor Jackson descendió del vehículo y echó a andar con una granada en cada mano.
La lisa pared de la semiesfera tenía una sola abertura. Mientras avanzaba, el doctor Jackson pudo ver un brillo rojizo en el interior. Cuando estuvo a diez metros de distancia se paró, miró con cierta perplejidad a través del cristal plastificado del visor de su capuchón, y luego cubrió la distancia que faltaba casi de un salto. Los dos hombres que habían quedado en el tractor le vieron desaparecer en la oscuridad.
Inmediatamente, el capitán Harper habló a través de su radio individual.
—¿Ocurre algo? ¿Se encuentra usted bien?
Con un suspiro de alivio oyó la voz de Jackson perfectamente clara:
—No hay nadie en casa. Venga a echarle un vistazo a esto. ¡Estoy empezando a creer en los cuentos de hadas!
—¿Qué es lo que ha encontrado?
—Esto es la pesadilla de un técnico o una especie de laboratorio. ¡Diablos! ¡Ahora no sé qué pensar!
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Harper en tono apremiante.
—¡Acabo de descubrir algo que tiene aspecto de tres enormes ataúdes!
Tres horas más tarde, el tractor había regresado a la Base y el capitán Harper estaba haciendo un relato de la expedición al profesor Jantz, a Pegram y al doctor Holt, mientras Davis y el doctor Jackson montaban guardia en la superficie. En vista de la información recientemente adquirida habían creído necesario mantener siempre a dos hombres en servicio de patrulla.
—El lugar no estaba regulado para la presión —dijo Harper—, lo cual resulta muy significativo. Las paredes tenían unas tres pulgadas de espesor, con cavidades o capas de insolación, a lo que supongo. El brillo rojizo procedía de alguna especie de cristal ionizado suspendido sobre un banco circular a unos cinco pies de altura que daba la vuelta a la semiesfera. Sobre el banco había varios instrumentos mecánicos y unos grandes aparatos acerca de los cuales no pudimos obtener ninguna pista. Jackson cree que se trata de instrumentos y aparatos geológicos, y Davis jura que una caja llena de complicados instrumentos colocada debajo del banco era una emisora de radio. Pero, tratándose de cosas que nunca habíamos visto anteriormente no podemos estar seguros de su identidad.
—En lo que respecta a esas cajas que usted describe dramáticamente como ataúdes —dijo el profesor Jantz—, ¿puede usted darme más detalles?
—Tenían diez pies de longitud y estaban tendidas horizontalmente. Las tapaderas provistas de goznes, estaban abiertas y echamos una mirada al interior. Estaban hechas de metal negro y tapizadas con una especie de tela de plástico. Cuando el doctor Jackson tocó una de las cajas, se produjo un chispazo que le sacudió de los pies a la cabeza a través de su traje anti-presión. Desde luego, no repitió la experiencia. Al parecer, las cajas habían estado ocupadas.
—Muy divertido —dijo el doctor Holt, con una risa nerviosa—. Creíamos que la Luna estaba deshabitada, y ahora resulta que tenemos como vecinos a tres científicos resucitados.
—No es cosa de risa —dijo Harper secamente—. En estos momentos mi sentido del humor brilla por su ausencia. ¿Qué sucederá si esos seres no desean mostrarse amistosos... y si nos encontramos con ellos? No van a utilizar arcos y flecha...
—La posible ocupación de las... bueno, de los ataúdes ofrece amplias perspectivas a la especulación —dijo Jantz enigmáticamente—. Empiezo a formarme la idea de un bípedo inteligente, musculoso, de unos nueve pies de estatura, que se proporciona su propia atmósfera, lleva a cabo experimentos científicos, ignora la comodidad animal y es capaz de andar casi un centenar de millas a elevadas temperaturas.
—Un tipo de enemigo muy desagradable —dijo Harper.
—¿Había huellas alrededor de la semiesfera? —preguntó el profesor.
—A docenas.
—¿Las siguieron ustedes?
—Creímos preferible regresar con la información adquirida antes de vernos metidos en algún jaleo. ¿Insinúa usted que debemos tratar de establecer contacto?
—Tan pronto como sea posible —dijo Jantz—. De momento, estamos asustados de ellos —a pesar de no haberlos visto—, y ellos, supongo, estarán asustados de nosotros. Una situación muy poco satisfactoria. Tenemos que hacer algo que desvanezca o confirme nuestros temores, de modo que podamos planear nuestra futura actuación.
—He construido una cantidad de minas suficientes para establecer un cinturón de seguridad alrededor de esta base —dijo Holt—. Por lo menos, podremos tener la certeza de que este lugar está relativamente seguro.
Repentinamente la mesa se bamboleó y una taza vacía cayó al suelo. Aleccionados por años de experiencia, los hombres aguzaron instintivamente el oído, esperando escuchar el sonido de una explosión. Pero no oyeron nada.
—¿Qué diablos es eso? —exclamó Harper.
Pegram se abalanzó hacia el transmisor.
—¡Atención, patrulla de superficie! ¿Qué ha sucedido? Cambio.
No hubo ninguna respuesta. Mientras Pegram repetía la llamada, el capitán Harper y el doctor Holt se colocaron los capuchones y corrieron hacia la cámara reguladora de presión.
—¡Atención, patrulla de superficie! ¡Atención, patrulla de superficie! ¿Qué ha sucedido? Cambio.
Al cabo de unos instantes, llegó la voz de Jackson, muy débiclass="underline"
—¡Por el amor de Dios, salgan rápidamente! La nave ha sido... destruida. Yo tengo un escape en mi traje anti-presión...
Tres minutos después, el capitán Harper y el doctor Holt estaban en la superficie. Durante unos instantes quedaron paralizados, contemplando las retorcidas ruinas de la nave a una milla de distancia. Luego corrieron hacia el tractor, subieron a él de un salto y se dirigieron a toda velocidad hacia el lugar del desastre.
Habían recorrido tres cuartas partes del camino cuando vieron a Jackson. Estaba tendido sobre las duras rocas, completamente inmóvil. El doctor Holt descendió rápidamente del tractor, cargó con el cuerpo de su compañero y lo transportó al compartimiento regulado para la presión.
—¿Está vivo? —preguntó Harper en tono inquieto, mientras volvía a poner el motor en marcha.
—Creo que sí. Es un escape muy lento, y ha tenido la precaución de abrir del todo la espita del oxigeno.
Empezó a desenroscar el capuchón de Jackson.
El geólogo se estremeció. Sus labios temblaron, y abrió los ojos.
—Davis... —murmuró débilmente—. Estaba a unos cincuenta metros de la nave.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Harper, sin apartar la mirada de la llanura de lava, en la dirección en que se encontraban los restos de la nave.
A la presión atmosférica normal, el doctor Jackson se recobró rápidamente. El color volvió a su rostro e incluso consiguió sentarse.
—No he visto nada —murmuró—. De repente, la nave pareció desintegrarse. Luego, la onda expansiva me lanzó contra una roca, y me di cuenta de que mi traje anti-presión tenía un escape. Abrí del todo la espita del oxígeno y del helio, y recé para que me recogieran ustedes antes de que sucediera lo irremediable.
—¡Miren, allí está! —exclamó Holt.
Señalaba a una figura tendida en el suelo, a unos sesenta metros de distancia. El tractor avanzó en aquella dirección y sus ocupantes pudieron ver que Davis no llevaba el capuchón. Más tarde, cuando el tractor se detuvo, hicieron un horrible descubrimiento: a Davis le faltaba la cabeza.
—¡Pobre diablo! —dijo Harper—. Estaba demasiado cerca.
—Ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta —murmuró el doctor Holt, con voz estrangulada.