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—¡Santo cielo! —exclamó Harper, señalando los restos de la nave—. ¡Miren eso!

La nave había sido destruida a conciencia. Las largas patas de araña y el espinazo tubular estaban retorcidos como alambres. La esfera había quedado reducida a una masa de metal derretido. Ningún explosivo conocido podía haber producido aquella enorme cantidad de calor. Lo único que podía haberlo generado —hablando en términos terrestres desde luego— era la energía atómica.

El doctor Jackson fue el primero en romper el silencio.

—Me pregunto —dijo en voz baja—, si nuestro Viernes estará merodeando por aquí.

—No existen muchos lugares para ocultar a un personaje de nueve pies de estatura —dijo Holt—. Ni a su medio de transporte, si es que tiene alguno.

El capitán Harper puso de nuevo el motor en marcha.

—Será mejor que tratemos de encontrar alguna huella —dijo.

El tractor empezó a girar lentamente alrededor de los restos de la nave, en círculos cada vez mayores.

El consejo de guerra, reunido en la unidad-vivienda, fue breve y conciso. Los cinco hombres estaban sentados alrededor de la mesa, fumando y bebiendo café en cantidades superiores a la ración que les correspondía.

—Bien, se ha recibido ya la respuesta de la Tierra —anunció Harper con una mueca—. Lo siento, pero no van a enviar ninguna otra nave hasta que sepan lo que sucede aquí realmente.

—Apuesto lo que quieran a que están ideando ya un bonito epitafio para nosotros —dijo Holt cínicamente.

—Era la respuesta lógica —observó Jackson—. ¿Por qué habrían de poner en peligro a toda la expedición?

—El aspecto ético del problema puede ser dejado para más tarde —dijo el profesor Jantz con una débil sonrisa—. De momento, lo más importante es decidir lo que vamos a hacer.

—Devolver el cumplido —sugirió Holt—. Podemos dirigirnos a su refugio y hacerlo volar. Esto les servirá de aviso, y tal vez les haga meditar sobre la inconveniencia de utilizar medios demasiado expeditivos, a base de energía atómica.

—Si es que era atómica —dijo el profesor Jantz.

—Desde luego, no era H.E. —intervino Jackson—. La esfera quedó medio desintegrada.

—Creo que, en estos momentos. nos estamos mostrando demasiado... belicosos —dijo el profesor—. Después de todo, si nuestros desconocidos amigos llevan algún tiempo en la luna, tienen derecho a sentirse molestos por la presencia de unos intrusos. Pero si permaneciéramos ocultos e inactivos, podrían suponer que nos han destruido a todos.

—Nosotros seguimos sus huellas —replicó Harper—. Evidentemente, ellos siguieron las nuestras. No creo descabellada la suposición de que estén preparando otro obsequio atómico, esta vez tomando como objetivo esta base. En vista del hecho de que han ganado el primer asalto, creo que deberíamos tomar las medidas pertinentes para que no ganen el próximo. Además, uno de nuestros compañeros está muerto, y el doctor Jackson ha sobrevivido por verdadero milagro. Si llegamos un minuto más tarde, estaría tan muerto como el pobre Davis. Cuanto más tiempo permanezcamos inactivos, más posibilidades tendrán esos seres de acabar con nosotros.

—Creo que el capitán Harper tiene razón —dijo Jackson—. Tenemos que hacer algo que sirva para destruirlos o para desanimarlos.

—Vamos a someterlo a votación —dijo el capitán—. Los que estén de acuerdo conmigo. que levanten el brazo.

El único que no levantó el brazo fue el profesor Jantz.

Un par de horas más tarde quedaron terminados los preparativos. Alrededor de la entrada de la base colocaron un campo de minas controladas por radio; los hombres hicieron prácticas de lanzamiento de granadas, y quedaron recompensados al descubrir que la escasa gravedad existente en la luna les permitía lanzar uno de aquellos artefactos con relativa exactitud a más de doscientos metros de distancia. El improvisado cohete de lanzamiento, les permitía enviar cincuenta libras de explosivo de gran potencia a un blanco situado a más de una milla de distancia.

La estrategia del capitán Harper era sumamente sencilla; tenía que serlo, ya que sus recursos eran extremadamente limitados. El cohete de lanzamiento podía ser montado en la torreta del tractor, y tres hombres se harían cargo del vehículo para su misión destructora, en tanto que los otros dos permanecían en la base.

Si el tractor no conseguía regresar de su viaje de cincuenta millas a la semiesfera de metal cerca de la falda de las colinas de Tycho, los supervivientes se encargarían de radiar a la Tierra toda la información posible, mientras permanecían ocultos.

Pegram y el profesor Jantz se quedarían en la base, en tanto que los otros se encargarían de la misión más peligrosa.

Cada uno de los cinco hombres se daba cuenta con amarga claridad de que la suerte de la primera expedición del hombre a la luna pendía de un hilo. Si fracasaban en su intento, pasarían varias décadas antes de que se llevara a cabo otro viaje a aquel planeta.

El tractor quedó cargado con las armas y suministros. Había llegado el momento de emprender la aventura. Los tres hombres montaron en el vehículo, mientras Pegram y Jatz comprobaban que no olvidaban nada.

—A partir de este momento —dijo el capitán Harper por su radio individual—, no estableceremos contacto por radio, a menos que se trate de un caso de vida o muerte. Nuestros amigos pueden disponer de algún aparato detector, y no conviene que les facilitemos las cosas.

—Como científico no estoy de acuerdo con su decisión —dijo el profesor Jantz con ironía—. Pero como hombre... bueno, buena suerte, amigos. Les deseo el mayor de los éxitos.

—Eso espero —murmuró Harper.

—Y si no es así —dijo Holt con una risa nerviosa—, dígales a los de la Tierra que mi último pensamiento se lo dediqué a mamá.

—Estamos luchando por la raza humana —declaró melodramáticamente el doctor Jackson.

Todos estallaron en una carcajada, dando la impresión de que iniciaban la aventura con el corazón alegre y lleno de confianza. El capitán Harper puso en marcha el tractor. Levantando detrás de él una leve nube de polvo lunar, el vehículo se deslizó silenciosamente a través de las cegadoras llanuras de lava.

Era el sexto día terrestre de la expedición en la Luna, pero los cinco hombres experimentaban la sensación de no haber conocido otra existencia. La propia Tierra se había convertido en una ilusión, en un sueño lejano. Las únicas realidades, ahora, eran las desoladas llanuras de lava, los cráteres distantes, y el siniestro poder de unos seres invisibles... la amenaza de aquellos huidizos y aparentemente incansables seres descritos sarcásticamente por el profesor Jantz como nuestros desconocidos amigos.

Pegram y el profesor se quedaron contemplando el tractor hasta que no fue más que un diminuto punto negro moviéndose en la distancia.

Desde un cielo negro, tachonado de estrellas, el sol dejaba caer sus implacables rayos, creando el increíble calor de un mediodía lunar.

A lo lejos, las montañas de Tycho se erguían repulsivas y horrendas, bañadas por el. ardiente sol. El paisaje entero, sumido en su peculiar inmovilidad, parecía un desierto pintado... el telón de fondo de un drama de suspense y de peligro, como en realidad lo era.

El capitán Harper detuvo el tractor a una milla de distancia de la semiesfera metálica, y después de una breve confirmación del plan de ataque, Holt y Jackson descendieron del vehículo. Holt tomó posición a doscientos metros del tractor por el flanco izquierdo, y Jackson a doscientos metros por el derecho, a fin de evitar que una posible acción enemiga destrozara toda la fuerza de ataque.

Armados con granadas, los dos hombres debían avanzar hasta ponerse en posición de tiro, o encontrar resistencia. Si podían destruir la edificación sin entrar en contacto con el enemigo, debían hacerlo y retroceder; en caso contrario, debían establecer una especie de línea defensiva mientras el capitán Harper conducía el tractor lo más cerca posible y utilizaba el cohete de lanzamiento.

En cuanto hubieron alcanzado sus posiciones de flanco, Harper agitó su mano desde la torreta y los dos hombres avanzaron valientemente al trote.