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Un Problema De Tiempo

Edmond Cooper

Una delgada franja de luz descendió silenciosamente del negro cielo hacia la llanura de lava casi sin forma y la zona de aterrizaje marcada por un amplio círculo. El cohete permaneció como en suspenso durante un momento, apoyándose en su cola de llama verde. Luego, se cerró el contacto y la llama se apagó.

Los pasajeros y la tripulación, vistiendo trajes especiales contra la presión, descendieron del cohete por una escalerilla de nylon. El tractor les estaba esperando. Cuando se hubieron instalado cómodamente en su largo remolque a prueba de presión, el tractor dio media vuelta y avanzó por encima de un racimo de burbujas de plástico de una milla de extensión.

Cinco minutos después, en el espaciopuerto, ante unas tazas de humeante café, los pasajeros entregaban sus permisos de entrada al oficial de control para ser enviados a sus definitivos destinos.

Entre los pasajeros había un hombre alto, de pelo blanco, cuyo aspecto y edad parecían en desacuerdo con la fotografía y los datos que figuraban en su pasaporte. El oficial de control estaba francamente intrigado.

—Un momento, profesor Reigner. Aquí dice que tiene usted cuarenta y cinco años. Esto...

—Es absolutamente cierto —respondió Otto Reigner con una leve sonrisa—. Anticipándome al posible escepticismo, me he traído también mi partida de nacimiento y una carta que acredita mi personalidad. Aquí están.

El oficial de control cogió los documentos y los examinó cuidadosamente. No cabía duda de que eran auténticos, pero el oficial no quedó satisfecho.

—¿Es reciente esta fotografía?

—Me la hicieron hace tres meses.

—Sin embargo, en ella parece usted veinte años más joven.

—Es cierto —convino Reigner tranquilamente, mientras volvía a introducir los documentos en su cartera de mano. No parecía dispuesto a ofrecer ninguna explicación.

—Pero...

—Si cree usted que soy un impostor, le recomiendo que establezca comunicación con la Tierra. Le sugiero que se ponga en contacto con el Departamento de Cultivos sin Tierra Sección Polar.

El oficial de control no las tenía todas consigo. El nombre de Reigner era bastante conocido en el mundo científico, y no tenía el menor deseo de cometer una torpeza.

—No creo que sea usted un impostor —protestó con evidente apuro—. Pero tengo la obligación de comprobar que los hechos coinciden con los datos.

—Entonces, hágalo rápidamente —dijo Reigner—. Debo presentarme con urgencia en Lunar City.

El oficial de control vio un camino abierto.

—¿Quién le espera allí?

—El Coordinador de Investigaciones Espaciales.

—¿El C.I.E.? Permítame un momento Voy a comunicar con él para decirle que está usted en camino.

Se volvió hacia un pequeño despacho.

—Quedarán muy sorprendidos —dijo Reigner secamente, mientras la sonrisa desaparecía de su rostro— al oír que soy un viejo.

El oficial de control desapareció con un encogimiento de hombros con el cual parecía disculparse. Un par de minutos después salió del despacho con un aire más confiado.

—Le están esperando, profesor Reigner. Hay un taxi lunar aguardándole en la cámara reguladora de la presión ¿Quiere usted acompañarme, por favor?

El cohete-taxi aterrizó en la cámara reguladora oriental de Lunar City. Había recorrido las cincuenta millas que la separaban del espaciopuerto en seis minutos, exactamente.

Al descender del vehículo, Reigner encontró un enviado que le estaba esperando. Fue conducido al cuartel general administrativo por una ancha avenida bordeada de edificios de hiduminio. De pronto se encontró en un vestíbulo, mirando a una puerta que indicaba COORDINADOR INVESTIGACIONES ESPACIALES, mientras su acompañante hablaba con el hombre que había al otro lado.

No tuvo que esperar mucho tiempo.

Reigner oyó que despedían a su acompañante, y luego vio aparecer por la puerta la cabeza del Coordinador.

—¿Quiere usted pasar, profesor?

Tomó asiento en frente de la mesa escritorio del Coordinador y rechazó el cigarrillo que le ofrecía. Reigner se dio cuenta de que estaba siendo sometido a un minucioso escrutinio, y observó al mismo tiempo que el Coordinador Jansen disimulaba admirablemente su sorpresa.

—Es un placer recibir a tan distinguido bioquímico —dijo Jansen amablemente—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Reigner fue directamente al grano.

—Probablemente, está usted tan ocupado como lo estaba yo antes de considerar absolutamente necesario venir a verle. De modo que no voy a perder tiempo en circunloquios ¿Cuándo oyó usted hablar por última vez a la Base Estrella Número Tres?

Jansen frunció el ceño.

—¿La Base Estrella Número Tres? En realidad, estamos esperando una llamada en cualquier momento. No hemos recibido noticias en los últimos tres días... cosa nada extraña, desde luego, en período de pruebas. Espero...

—¿Ha tratado usted de establecer contacto desde esta terminal? —le interrumpió Reigner.

—Sí, aunque sin ninguna urgencia. Que yo sepa, no hay ningún motivo para alarmarse. Copérnico tiene cincuenta y seis millas de anchura, y existen instalaciones alrededor de todo el cráter, con una docena de hombres —incluyendo a su hermano—, para manejarlo todo... Ahora, dígame: ¿qué le preocupa?

El profesor Reigner se echó hacia atrás en su asiento.

—Ya no existe la Base Estrella Número Tres —dijo—. No hay allí ningún vehículo espacial... No me pregunte cómo lo sé. Se lo diré a usted cuando hayamos inspeccionado los restos del naufragio.

Jansen no era hombre que reaccionara lentamente. Pulsó un dictáfono y dio órdenes de que prepararan un cohete de inspección. Luego se encaró de nuevo con Reigner.

—¿Qué hay acerca del personal?

—Muerto —respondió Reigner sin la menor emoción—. Han muerto todos. Le mostraré a usted dónde están los cadáveres.

—¿Y su hermano?

—Sí, Max está muerto. Pero no le encontraremos... todavía.

Lo que más impresionó a Jansen fue el tono de absoluta seguridad con que hablaba Reigner. Sin embargo, el Coordinador estaba enterado de que era la primera vez que el profesor visitaba la Luna. ¿Qué podía saber de esta catástrofe de la cual no sabían absolutamente nada en Lunar City?

A pesar de todo, Jansen no dudó ni un solo momento del profesor. Y repentinamente recordó un hecho muy interesante acerca de los hermanos Reigner: eran gemelos idénticos.

El Coordinador tuvo una súbita imagen mental de Max Reigner, un hombre alto, vigoroso, de pelo negro, que aparentaba menos de cuarenta y cinco años. Luego miró con expresión de incredulidad al hombre que estaba sentado al otro lado de su mesa, un hombre de pelo blanco y rostro arrugado; alto, desde luego, pero muy delgado.

Otto Reigner pareció adivinar sus pensamientos.

—Hace tres días —dijo—, yo era veinte años más joven. Le hablaré también de eso. Pero más tarde.

A través del dictáfono llegó una voz:

—El cohete de inspección está listo.

—Gracias. —Súbitamente, Jansen pensó que no se estaba mostrando demasiado hospitalario con un hombre que había recorrido doscientas cuarenta mil millas para verle—. ¿Desea usted descansar un poco antes de que emprendamos la marcha, profesor? ¿Quiere comer algo? Copérnico se encuentra a unas mil doscientas millas de aquí...

Reigner sacudió la cabeza.

—¿Cuánto tardaremos en llegar? —preguntó.