La respuesta de Otto fue afirmativa. Entonces empezó a construir otra imagen. Pero la imagen se negaba a tomar forma en el cerebro de Max. Se alejaba, irreconocible. Esperó que Otto efectuara otra tentativa. Pero ésta no se produjo.
Vagamente, Max dirigió una mirada circular al cuarto de navegación. Allí no había nada que ver. Sólo aquel extraño resplandor. Sólo la grisácea luz de amanecer de la transición.
El cohete de inspección estaba dando vueltas alrededor de Copérnico a cinco mil pies de altitud. La claridad verdosa hacía que el lecho de lava pareciera un verde lago.
Las miradas inexpresivas del Coordinador se repartían entre el cráter y el firmamento.
—Esta es la vuelta número catorce —dijo—. Ni rastro de nave espacial. Si hay un error de tiempo, ¿cuál cree usted que debe ser la probable magnitud?
El profesor Reigner ignoró la pregunta.
—Llegará —dijo.
Pero Jansen no compartía su fe. Después de tres horas de ansiosa espera, empezaba a sentirse un poco defraudado.
Con un suspiro, el piloto del cohete se aprestó a iniciar la vuelta número quince, preguntándose hasta cuándo duraría aquello.
Y entonces llegó. Todos lo vieron en el mismo instante: una flecha luminosa curvándose suavemente en el espacio. Visible a más de cien mil pies, tardó casi dos minutos en llegar a la altura del cohete de inspección. La nave espacial pasó a una distancia de cinco o seis millas, en un lento arco que se extendía hacia el segmento septentrional de Copérnico.
—¡Santo cielo! ¡Va a aterrizar! —gritó el Coordinador—. ¡Sígale! —le ordenó al piloto—. Aterrice lo más cerca que pueda de él.
Mientras el cohete cambiaba de rumbo, la nave espacial llevaba a cabo un perfecto aterrizaje.
Al mismo tiempo, el profesor se había puesto mortalmente pálido y sus ojos mostraban un repentino vacío. Luego habló. La voz le resultaba familiar a Jansen. Pero no era la voz de Otto Reigner.
El futuro del hombre está en el espacio, pero su pasado pertenece a la jungla terrestre. Algún día aprender a alcanzar los astros sin avaricia. Pero sólo cuando no vea ninguna jungla en el firmamento. Por eso es por lo que este primer viaje debe terminar en...
La voz se convirtió en un murmullo apenas audible y luego enmudeció.
Simultáneamente, se produjo un brillante resplandor.
Jansen se dirigió rápidamente a la mirilla de observación y miró hacia abajo. A unos mil pies de distancia, la nave espacial colgaba suspendida. Luego pareció deshacerse en grandes pétalos de fuego. Y por un momento el cráter quedó inundado de luz. Después, los restos incandescentes cayeron lentamente a través del silencio lunar.
Cuando no hubo ya nada que ver, el Coordinador se volvió furiosamente hacia Reigner.
—Bien. Espero que estará usted satisfecho con...
Se interrumpió. Le estaba hablando a un hombre muerto.
O, como se dijo a sí mismo ceñudamente, a dos hombres muertos.
Miró a la encogida figura, al rostro cansado y gris, y pensó que lo que había llevado a Otto Reigner a la muerte era lo que había tenido que soportar durante los últimos tres días.
Al cabo de unos instantes, el piloto dijo:
—¿Desea aún que aterrice?
—No, ahora ya no importa.
El piloto, un joven de veintiún años, estaba lleno de curiosidad. Ajustó la dirección del cohete y conectó el piloto automático. Entonces se acercó a echarle una mirada al cadáver.
—Coordinador, ¿qué quiso decir el profesor al hablar de una jungla en el cielo?
El Coordinador Jansen se rió amargamente.
—¿No lo sabes? Entonces, yo te lo diré, hijo. Quiso decir que todos nosotros somos un montón de simios educados; que la civilización es sólo superficial en nosotros; y que no estamos preparados para poner nuestros dedos peludos en los profundos espacios.
El piloto meditó lo que acababa de oír. Luego dijo:
—Personalmente, prefiero ser un simio educado que un humano imbécil.
A través de la mirilla de observación, Jansen contempló los duros perfiles de Copérnico, cada vez más lejanos. Dejó oír otra amarga risa.
—¿Tienes alguna idea de la diferencia existente?
El Cerebro Infantil
Edmund Cooper
Aunque el doctor Thomas Merrinoe deploraba en su fuero interno el hecho de que su hijo, de diez años de edad, no diera señales de ser un genio, estaba agradecido a Dios por ciertos pequeños favores. El chiquillo no tenía dos cabezas, ni era un idiota congénito en el sentido clínico. Objetivamente, casi podía decirse que Timothy era un ejemplar normal... con una cantidad crecida de rasgos atávicos.
Esto era una fuente de continuas preocupaciones para el doctor Merrinoe. Como director de un equipo ocupado en proyectar y construir cerebros electrónicos, estaba profesionalmente disgustado por la idea de que un calculador de capacidad equivalente a la de un ser humano podía ser manufacturado por medio de un trabajo inhábil. Afortunadamente, esto no le impidió engendrar a Timothy.
Pero, como padre comprensivo, el doctor Merrinoe quedaba algo por debajo del nivel habitual. Su esposa, Mary, una rubia sensible que consideraba a la trigonometría como una grave operación abdominal, tenía muchas dificultades en convencerle de que la infancia era, no sólo deseable, sino necesaria. Con su característica impaciencia, el doctor Merrinoe había tratado de enseñar a Timothy a jugar al ajedrez a la edad de tres años, y el cálculo diferencial a los cuatro años y medio.
Después de todo, argüía, ¿de qué servía la ciencia si no podía ser aplicada a la vida? Si era posible adaptar un cerebro electrónico a todos los procesos del razonamiento matemático, ¿por qué no podía hacerse lo mismo con un chiquillo? Encontró la respuesta con mucha rapidez. Era trágicamente sencilla. En materia de enseñanza, la máquina no tenía opción. ¡Y el chiquillo la tenía!
Cuando cumplió los diez años, Timothy se las había arreglado no sólo para destruir la fe del doctor Merrinoe en todos los métodos educativos conocidos, conduciéndole a buscar consuelo en unos mayores y más perfeccionados cerebros electrónicos, sino también para ignorar la ciencia de las matemáticas completamente.
De modo que cuando, en el ápice de su carrera, el doctor Merrinoe, después de tres años de ímprobos trabajos, consiguió terminar el cerebro electrónico llamado Peeping Tom, los frutos de su victoria tuvieron para él un gusto ligeramente amargo.
Había construido un cerebro que podía ver, oír, hablar y en un sentido limitado, sentir. Había construido un cerebro al lado del cual las jaulas electrónicas del mundo occidental parecerían simples juguetes. Había preparado a Peeping Tom para contestar preguntas que nadie sería lo bastante sabio para formular. Sin embargo, no podía enseñar a su propio hijo que dos y dos eran cuatro.
Una tarde, sentado en frente del cromado rostro de Peeping Tom, contemplando sus ojos de pantalla televisiva y el altavoz que tenía por boca, el doctor Merrinoe no experimentó el menor júbilo: sólo una leve amargura. Era lamentable, pensó, que uno pudiera imprimir las huellas de su trabajo en todas las cosas... excepto en los niños.
Poco tiempo atrás había adquirido la costumbre de hablar consigo mismo, por fortuna únicamente cuando estaba solo. Pero, aunque su presente abstracción no era más que un monólogo murmurado en voz baja, no tardaron en recordarle que no estaba completamente solo.
—Perdone, señor —dijo Peeping Tom—. ¿Tendría usted la bondad de facilitarme los datos exactos del problema?