Yediguéi guardó silencio. ¿Qué podía responder? Kazangap decía, en general, la verdad. Sólo que éste no comprendía que había cosas que no estaban a su alcance. Y Yediguéi adoptó una actitud de franca grosería.
–¡De acuerdo! –dijo escupiendo desdeñosamente hacia un lado–. Ya te he escuchado, sabihondo. Sólo que tú vas por la vida sin cambiar nunca, veintitrés años en este mismo lugar, sin tropiezos, como un zoquete. ¡Qué has de saber tú de esas cosas! ¡De acuerdo! No tengo tiempo para escucharte. –Y se fue sin entablar conversación.
–Ten cuidado, es cosa tuya –oyó a sus espaldas.
Después de esta conversación, Yediguéi pensó en abandonar el aborrecido apartadero de Boranly-Buránny. Lo pensó en serio porque no encontraba la paz, no tenía fuerzas para olvidar, no podía superar la tristeza que le roía el alma. Sin Zaripa y sin sus hijos, todo se había apagado a su alrededor, todo estaba vacío, empobrecido. Y entonces, para librarse de esos sufrimientos, Yediguéi Zhangueldín decidió presentar una instancia oficial al jefe del apartadero pidiendo abandonar el trabajo para irse de allí. Todo con tal de no quedarse. En realidad, no estaba aherrojado con cadenas a aquel apartadero olvidado de Dios, la mayoría de la gente vive en otros lugares, en ciudades y aldeas, y no aceptaría vivir allí ni una hora. ¿Por qué debería él lanzar su canto de cuclillo en Sary-Ozeki toda la vida? ¿Qué pecado había cometido? No, basta, se marcharía, volvería al mar de Aral o se iría a Karagandá, a Alma-Atá, no había pocos otros lugares en el mundo. Era un buen trabajador, tenía los brazos y las piernas en su sitio, tenía salud, la cabeza todavía sobre los hombros, lo despreciaría todo y se iría, a qué pensarlo más. Yediguéi reflexionaba cómo presentar esta cuestión a Ukubala, cómo convencerla, lo demás era de poca importancia. Y mientras hacía sus preparativos y elegía el momento más adecuado para la conversación, pasó una semana y apareció de pronto Burani Karanar, al que su amo había echado para que viviera libre.
Yediguéi advirtió que el perro ladraba sin parar en la parte trasera, se mostraba inquieto, corría, ladraba y otra vez volvía. Yediguéi salió a ver qué pasaba y vio, no lejos del vallado, a un animal desconocido, a un camello muy extraño que estaba allí sin moverse. Yediguéi se acercó un poco más y sólo entonces reconoció a su Karanar.
–¿Conque eres tú? ¡A qué extremo has llegado, bechara [32]! ¡Qué maltratado estás! –exclamó asombrado Yediguéi.
Del anterior Karanarno quedaba más que la piel y el hueso. La enorme cabeza, de tristes y hundidos ojos se bamboleaba sobre el enflaquecido cuello; las guedejas no parecían suyas sino postizas, para provocar la risa, y colgaban más abajo de las rodillas. De las antiguas gibas de Karanarque se levantaban como dos torres negras, no quedaba ni el recuerdo: ambas gibas estaban ahora caídas y ladeadas como los pechos marchitos de una anciana. El semental estaba tan débil que no podía llegar ni hasta el cercado. Y se había detenido allí para descansar. Había agotado en el celo hasta la última gota de sangre, hasta la última célula, y ahora volvía como un saco vacío, llegaba a duras penas, arrastrándose.
–¡Eh! ¡Je, je! –se asombró no sin malevolencia Yediguéi, contemplando a Karanarpor todos lados–. ¡Ya ves qué bajo has caído! ¡Y eras un semental! ¡Vaya, vaya! ¿Y aún te presentas aquí? ¡No tienes vergüenza ni conciencia! ¿Tienes los huevos en su sitio, han aguantado, o los has perdido por el camino? ¡Y qué mal olor despides! Te has meado en las patas, te faltaban fuerzas. Fíjate cómo se te han helado los orines en el culo. ¡Bechara! ¡Te has convertido en un completo desperdicio!
Karanarse mantenía de pie, sin fuerzas para moverse; no tenía ni la fuerza ni la grandeza de antes. Triste y miserable, no hacía más que mover la cabeza y procuraba sólo resistir, mantenerse de pie.
Yediguéi sintió lástima del semental. Fue a la casa y volvió con una cazoleta llena de trigo de primera calidad. Lo saló por encima con medio puñado de sal.
–Toma, come –puso el pienso delante del camello–. Puede que te recuperes. Luego te conduciré al cercado. Te tenderás y te recuperarás.
Aquel día tuvo una conversación con Kazangap. Fue a su casa y le dijo lo siguiente:
–Vengo a verte, Kazangap, y te diré por qué. No te sorprendas: ayer te dije que no quería charlar, te dije esto, aquello y lo de más allá, pero hoy me presento aquí. Se trata de algo serio. Quiero devolverte a Karanar. He venido a darte las gracias. En otro tiempo me regalaste una cría de camello. Gracias. Me ha servido bien. No hace mucho lo eché de casa, se acabó mi paciencia, pero hoy ha vuelto. Apenas podía mover las patas. Ahora yace en el cercado. Dentro de un par de semanas recuperará su anterior aspecto. Será fuerte y sano. Sólo es preciso alimentarlo.
–Espera —le interrumpió Kazangap—. ¿Adónde quieres ir a parar? ¿Por qué de pronto has decidido devolverme a Karanar? ¿Te lo había pedido?
Y entonces Yediguéi le expuso todo lo que quería hacer. Que si esto, que si aquello, que si pienso marcharme con la familia. Me fastidia Sary-Ozeki, ya es hora de cambiar de residencia. Quizá todo sea para bien.
Kazangap le escuchó atentamente, y esto fue lo que le respondió:
–Ten cuidado, es cosa tuya. Sólo que, me parece a mí, ni tú mismo sabes lo que quieres. Bien, supongamos que te vas; pero no podrás huir de ti mismo. Vayas a donde vayas, no huirás de tu desgracia. Siempre estará contigo. No, Yediguéi, si eres un hombre bravo, prueba aquí a vencerte a ti mismo. Huir no es señal de valentía. Todo el mundo puede huir, pero no todo el mundo puede vencerse a sí mismo.
Yediguéi no estuvo de acuerdo con él, aunque tampoco quiso discutir.
Se sumió en meditaciones y se sentó suspirando profundamente. «¿Y si de todos modos me fuera y me lanzara por otras tierras? —pensaba—. Pero ¿podré olvidar? ¿Y por qué tengo que olvidar? ¿Y qué hacer ahora? Es imposible no pensar, y hacerlo es penoso. ¿Y qué hará ella? ¿Dónde estará con esos inocentes niños? ¿Habrá alguien que pueda comprenderla y ayudarla si llega el caso? Tampoco es fácil para Ukubala, hace muchos días que soporta en silencio mi frialdad, mi aire sombrío... ¿Y por qué?»
Kazangap comprendió lo que pasaba por la mente de Burani Yediguéi y, para facilitar su situación, le dijo unas palabras. Carraspeó para llamar su atención, y cuando él levantó los ojos le dijo:
–Por lo demás, Yediguéi, no sé por qué habría de intentar convencerte, parece como si quisiera sacar algún provecho de ello. Tú mismo lo comprenderás todo. Y puestos en el caso, tú no eres Raimaly-agá ni yo soy Abdilján. Y sobre todo, a cien verstas a la redonda no hay aquí ningún abedul al que pueda atarte. Eres libre, obra como te parezca. Pero piénsalo bien antes de ponerte en camino.