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¡Alto! ¡Deténte en la puerta! ¡Ponte de rodillas! –oyó Raimaly-agá la orden.

–¿Qué significa eso? Todavía soy el dueño de esta casa.

No, ¡no eres el dueño! ¡No puede ser dueño un anciano que ha perdido el juicio!

–¿De qué estáis hablando?

De que nos jures que a partir de hoy nunca volverás a cantar en ninguna parte, ni a rondar por los festines, y que te sacarás de la cabeza a la muchacha con la cual has cantado hoy canciones deshonrosas olvidando, en tu desvergüenza, la barba blanca, nuestra honra y la tuya. ¡ Júralo! ¡Que no volverá a presentarse jamás ante tus ojos!

–En vano malgastáis vuestras palabras. Pasado mañana, en la feria, voy a cantar con ella ante todo el mundo. Se levantó un grito de protesta:

–¡Nos está cubriendo de vergüenza!

–¡Renuncia, antes de que sea tarde!

–¡Efectivamente, se ha vuelto loco!

–¡Vamos, silencio! ¡Callaos! –impuso orden el juez principal–. Así, Raimaly, ¿has dicho cuanto tenías que decir?

Sí, todo.

–¿Habéis oído, descendientes del linaje de Barakbái, lo que nuestro hermano de tribu, el pecador Raimaly, acaba de decir?

–Lo hemos oído.

Entonces, escuchad lo que voy a decir. Primero me dirigiré a ti, desgraciado Raimaly. Has pasado toda tu vida en la pobreza, poseedor de un solo caballo, en orgías, cantando en los festines, pulsando la dombra, haciendo el payaso. Has empleado tu vida en divertir a los demás. Te perdonamos tu desorden en la época en que eras joven. Ahora eres viejo y resultas ridículo. Te despreciamos. Tendrías que pensar ya en la muerte, en la sumisión. Y tú, para regocijo y maledicencia de los demás pueblos te has liado con esa muchacha como el último de los botarates, has pisoteado nuestras costumbres, nuestras leyes y no deseas someterte a nuestro consejo, de manera que, ya te castigará Dios, arréglatelas como puedas. Y ahora, mi segunda palabra. Levántate, Abdilján, tú eres su hermano de sangre, de un mismo padre y de una misma madre, tú eres nuestro sostén y nuestra esperanza. Queríamos verte convertido en jefe del distrito, en nombre de todos los barakbái. Pero tu hermano acaba de volverse loco, no razona lo que dice y puede ser un estorbo en este asunto. Por lo tanto, tienes derecho a obrar de modo que el alienado Raimaly no nos avergüence ante la gente, para que nadie se atreva a escupirnos en los ojos ni ose hacer burla de los barakbái.

–Nadie es para mí profeta ni juez –dijo Raimaly-agá adelantándose a Abdilján–. Me dais lástima los que os sentáis aquí, y otros que no se sientan, estáis en un craso error, estáis juzgando algo que no se puede nunca juzgar en una asamblea. No sabéis dónde está la verdad en este mundo, ni dónde la felicidad. ¿Acaso es vergonzoso cantar cuando se tienen ganas, acaso es vergonzoso amar cuando el amor viene al mundo enviado por Dios? En realidad, la alegría más grande de la tierra es la de los enamorados. Pero ya que me consideráis loco sólo porque canto y no rechazo un amor que me llega fuera de tiempo, sino que me alegro con él, entonces os abandonaré. Me iré, no es éste el único lugar sobre la tierra. Montaré en seguida en Sarala, iré a verla y partiremos juntos para otras tierras, para no trastornaros ni con nuestras canciones ni con nuestra conducta.

No, ¡no te irás! –estalló en amenazador ronquido Abdilján, hasta entonces callado–. No saldrás de aquí para ninguna parte. No tienes salida para ir a ninguna feria. Aquí te curaremos hasta que la razón vuelva a ti.

Y con estas palabras, el hermano arrebató la dombraque el bardo tenía en las manos.

–¡Así! –Y arrojó al suelo el frágil instrumento y lo pisoteó como el toro enfurecido pisotea al pastor–. ¡A partir de ahora olvidarás el canto! ¡A ver, traedme este rocín, traedme a Sarala! –E hizo señal de que así fuera.

Y los del patio, que estaban preparados, destrabaron a Saralay lo llevaron rápidamente.

–¡Arrancadle la silla! ¡Arrojadla aquí! –ordenó Abdilján agarrando un hacha que llevaba escondida.

Con ella destrozó la silla haciéndola astillas.

–¡Ya está! ¡No irás a ninguna parte! ¡A ninguna feria!

Y en su furia cortó en pedazos los arreos, a trozos cortó las correas de los estribos, y éstos los arrojó a unas matas, uno hacia un lado, otro hacia el otro. Saralase agitaba asustado, doblaba las patas traseras, resoplaba, roía la brida como si supiera que había de correr la misma suerte.

–¿O sea, que ibas a la feria, eh? ¿Montado en Sarala? ¡Pues mira! –continuó furioso Abdilján.

Y entonces, los parientes derribaron a Saralay en un abrir y cerrar de ojos ataron las patas del caballo con un lazo. Y Abdilján agarró con su poderosa mano al caballo por el morro, le hizo levantar la cabeza y blandió un cuchillo sobre la indefensa garganta.

Raimaly-agá tiraba con todas sus fuerzas de las manos que lo sujetaban.

–¡Deténte! ¡No mates al caballo!

Pero ya no llegó a tiempo. Y ya la sangre en ardiente chorro manó bajo el cuchillo fustigando los ojos como una oscuridad en pleno día. Y lleno de humeante sangre, bañado en la sangre de Sarala, se levantó Raimaly-agá tambaleándose.

–¡Es inútil! Me iré a pie. ¡Me arrastraré de rodillas! –dijo el humillado cantor enjugándose con la cortina.

–¡No, tampoco te irás a pie! –levantó Abdilján la vista de la garganta degollada de Saralay bruscamente enseñó los dientes–. ¡No darás un paso para alejarte de aquí! –dijo en voz baja, y de pronto gritó–: ¡Cogedle! ¡Tened cuidado, está loco! ¡Atadle, os mataría!

Hubo unos gritos. Todos andaban revueltos, enzarzados con él.

–¡Traed una cuerda!

–¡Dobladle los brazos!

–¡Aprieta más!

–¡Está loco! ¡Cosas de Dios!

–¡Fijaos qué ojos pone!

–Ha perdido el juicio.

–Arrastradlo para acá, al abedul.

–¡Arrastrémosle!

–¡Traedlo de prisa!

Ya la luna aparecía muy alta sobre sus cabezas. El cielo y la tierra estaban en absoluta tranquilidad. Llegaron unos chamanes, encendieron una hoguera, y con salvajes danzas exorcizaron a los espíritus que oscurecían la razón del gran bardo.

Él estaba atado a un abedul con las manos estrechamente sujetas a la espalda.

Luego llegó un mulha [33]. Éste leyó versículos del Corán. El aleccionamiento del mulha versaba sobre el camino esencial.

Y él continuaba de pie, atado al abedul, con las manos sujetas a la espalda.

Y dirigiéndose a su hermano Abdilján, Raimaly-agá cantó:

«Se va la noche, llevándose consigo las últimas tinieblas, y el próximo día amanecerá de nuevo por la mañana. Pero para mí ya no habrá luz en adelante. Me has quitado el sol, desgraciado hermano Abdilján. Estás satisfecho, triunfas sombrío por haberme separado del amor que Dios me enviaba en el declive de mis años. Pero deberías saber qué felicidad me embarga y me embargará mientras respire, mientras no se pare mi corazón. Me has atado, me has sujetado con cuerdas a un árbol, desgraciado hermano Abdilján, pero ahora yo no estoy aquí. Aquí no hay más que mi frágil cuerpo, pero mi espíritu, como el aire, recorre las distancias, y como la lluvia, se une con la tierra. Yo estoy inseparablemente unido a Beguimái en todo instante, como sus propios cabellos, como su propia respiración. Cuando ella despierte al amanecer, yo acudiré como una cabra montesa y esperaré sobre un pétreo peñasco a que salga de su casa por la mañana. Cuando encienda fuego, yo seré el dulce humo y la sahumaré toda. Cuando galope en su caballo y vaya a atravesar el vado del río, yo volaré en salpicaduras de los cascos y mojaré su cara y sus brazos. Y cuando ella cante, yo seré su canción...»