Yediguéi vivió muchos días bajo la impresión de esa carta. Y se admiraba de lo mucho que él mismo había cambiado, había ganado mucho, como si algo se hubiera clarificado en él. Entonces pensó por primera vez que seguramente había llegado el momento de prepararse para una vejez que no estaba ya tan lejos...
La carta de Elizárov fue para él como un hito: la vida antes y después de la carta. Todo lo que hubo antes de ésta quedaba atrás, se cubría de neblina al alejarse como la orilla del mar, y todo lo que hubo después discurría tranquilamente día a día como recordando que duraría mucho tiempo, pero no infinitamente. Sin embargo, lo principal era que gracias a aquella carta se había enterado de que Zaripa se había casado. Esa noticia le obligó una vez más a pasar dolorosos momentos. Se tranquilizaba diciéndose que ya lo sabía, que en cierto modo presentía que se había casado, aunque no sabía dónde estaba, ni qué era de los niños, ni cómo se las arreglaba ella entre otras personas. Esa sensación la había experimentado, aguda e incesantemente, durante el camino de regreso a su casa, en el tren. Resultaría difícil decir por qué se le ocurrirían tales ideas. No porque tuviera pesar alguno en el alma. Al contrario, Yediguéi partió de Alma-Atá eufórico y de buen humor. En todos los lugares donde había estado con Elizárov los habían recibido con comprensión y buena disposición. Y eso ya les infundía una seguridad en la justicia de su empresa y una esperanza en la feliz solución del caso. Y así había sido. Y el día que Yediguéi partió de Alma-Atá, Elizárov le llevó a comer al restaurante de la estación. Quedaba tiempo más que suficiente antes de la salida del tren y estuvieron beatíficamente sentados, bebiendo y hablando de forma confidencial como despedida. En aquella conversación, según comprendía Yediguéi, Afanasi Ivánovich había manifestado sus pensamientos más íntimos. Él, que había sido un komsomol de Moscú, que había estado en los años veinte en el Turquestán luchando con los basmachi [34]y que había acabado asentándose allí para toda la vida ocupado en su ciencia geológica, consideraba que no en vano había depositado todo el mundo tantas esperanzas en aquello que empezara con la Revolución de Octubre. Por duro que resultara haber de pagar los errores y fallos, el avance por este camino inexplorado no se detenía, y en eso estaba la esencia de la historia. También le dijo que el avance seguía ahora con nueva fuerza. Prueba de ello era la autocorrección, la autolimpieza de la sociedad. «Mientras podamos decirnos esas cosas a la cara, habrá en nosotros fuerza para el futuro», afirmaba Elizárov. Sí, habían tenido una buena conversación entonces, después de la comida.
En ese estado de ánimo regresaba Burani Yediguéi a su SaryOzeki.
Y de nuevo se movieron ante su vista los Alatau de nieve azulada que extendían hacia la lejanía la gruesa cadena montañosa acompañándole a través de todo Semirech. Y fue entonces, al rememorar durante el camino toda su estancia en Alma-Atá, cuando comprendió, cuando una voz interior le sugirió que Zaripa seguramente estaría ya casada.
Al contemplar las montañas, al contemplar las primaverales lejanías, Yediguéi pensaba que en este mundo hay personas fieles a la palabra y al hecho, hombres como Elizárov, y que sin personas como él la vida en la tierra sería muchísimo más difícil para el hombre. Y ya, al culminar todas sus gestiones en el asunto de Abutalip, pensó en la volubilidad de una época cambiante y de rápido curso: si Abutalip viviera, ahora le habrían exonerado de la calumniosa acusación y seguramente habría conseguido de nuevo la felicidad y la calma con sus hijos.
¡Si viviera! Con eso quedaba dicho todo. Si viviera, naturalmente, Zaripa le habría esperado hasta el último día. ¡Eso con toda seguridad! Una mujer como ella habría esperado a su marido costara lo que costase. Pero si no había nadie a quien esperar y no había por qué esperar, una mujer joven no tenía que vivir en soledad. Y si eso era así, si encontraba a un hombre conveniente, pues entonces se casaba, ¿por qué no? Yediguéi estaba muy consternado con esos pensamientos. Intentaba concentrar su atención en otros asuntos, intentaba no pensar, no dejar libre su imaginación. Pero no lo conseguía. Entonces se fue al vagón restaurante.
Había poca gente y estaba aún limpio e impoluto por ser el principio del viaje. Se sentó junto a la ventanilla, solo. Al principio tomó una botella de cerveza para entretenerse con algo. La amplia vista panorámica que se divisaba desde el vagón restaurante le permitía contemplar al mismo tiempo las montañas, la estepa, y el cielo que las cubría. Aquel gran espacio verde manchado de efímero color amapola, por una parte, y la solemnidad de las cumbres nevadas de las montañas, por otra, elevaban y trasladaban el alma hasta deseos imposibles y llevaban a amargas angustias. La pena le provocó el deseo de beber algo más fuerte. Y pidió vodka. Tomó algunas copas sin sentir sus efectos. Entonces encargó más cerveza y se entregó a sus reflexiones. El día tocaba a su fin. La tierra corría a ambos lados del ferrocarril en la transparencia del atardecer primaveral. Pasaban fugazmente aldeas, jardines, carreteras, puentes, personas, rebaños, pero esto conmovía muy poco a Yediguéi, pues una pesada melancolía, que llegaba con nueva fuerza, ensombrecía y oprimía su alma con el vago presentimiento del fin de un pasado.
Y de nuevo le vinieron a la memoria las palabras de despedida de Raimaly-agá:
Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, cuando lleguen los nómadas de las azules montañas, no me esperes en la feria, Beguimái...
En aquel estado, a Burani Yediguéi le parecía que era él quien estaba atado con cuerdas al abedul, como lo estuviera en otro tiempo Raimaly-agá, que era él a quien habían rechazado y separado de sí mismo...
Así estuvo sentado hasta que oscureció, hasta que el vagón se llenó de gente y el humo del tabaco hizo difícil la respiración. No comprendía por qué aquella gente estaba tan despreocupada, por qué eran tan insignificantes las conversaciones que les inquietaban en la mesa, ni por qué encontraban gusto en el vodka y en el tabaco. También le resultaban desagradables las mujeres que se presentaban allí con sus maridos. Lo más desagradable era su risa. Se levantó tambaleándose, encontró al camarero, que jadeaba con su bandeja en medio de las alborotadas mesas del restaurante ferroviario, y después de pagar su consumición se fue a su departamento. Tenía que atravesar varios vagones. Por el camino, balanceándose con el tren, se sentía aún más afligido y huérfano con la sensación de su completa soledad y alienación.
Para qué vivir, para qué viajar a cualquier parte...
Ahora le era indiferente saber de dónde venía, adónde y para qué iba, adónde acudía tan de prisa, en la noche, el tren rápido. Se detuvo en una de las plataformas, aplicó su ardorosa frente a la fría puerta vidriada y permaneció allí de pie sin volver la cabeza, sin prestar atención a los que iban y venían junto a él.
Y el tren corría, balanceándose. Y podía abrir la puerta, pues Yediguéi, como todos los ferroviarios, tenía su llave. Podía abrirla y atravesar la línea límite... En un lugar desierto, Yediguéi distinguió en la oscuridad dos lejanas luces que atrajeron su atención. Estuvieron mucho rato sin desaparecer de su vista. O eran las luces de una vivienda solitaria, o bien dos pequeñas hogueras. Seguramente, habría algunas personas alrededor de aquellas luces. ¿Quiénes serían? ¿Por qué estarían allí? ¡Ah, si estuviera allí Zaripa con los niños! Él habría saltado al instante del tren y habría corrido hacia ella, y al llegar, sin tomar aliento, habría caído a sus pies y derramado sus lágrimas sin avergonzarse, para llorar toda la tristeza y melancolía acumuladas...