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Algo cayó chapoteando desde arriba sobre la manga de Burani Yediguéi. Eran los excrementos del pájaro. ¿De dónde venían? Yediguéi se sacudió la porquería de la manga y miró hacia arriba. «Otra vez el mismo colablanca. Ha pasado sobre nuestras cabezas no sé cuántas veces. ¿Por qué lo hará? Y qué bien se lo pasa. Vuela y se balancea en el aire.» La voz de Dlínny Edilbái, desde el fondo de la zanja, interrumpió su pensamiento:

—¡Bueno, Yedik, ven a ver! ¿Es bastante o hay que cavar un poco más?

Yediguéi se inclinó con aire preocupado sobre el borde de la tumba.

—Apártate hacia el rincón —pidió a Dlínny Edilbái—, y tú, Kalibek, de momento podrías salir. Gracias. Bien, parece que la profundidad es suficiente. De todos modos, Edilbái, habría que ensanchar un poquito la cripta, para que sea más espaciosa.

Después de dar estas indicaciones, Burani Yediguéi tomó un pequeño bidón de agua, se apartó hasta la excavadora y llevó a cabo las abluciones como correspondía antes del rezo. Y entonces su alma comulgó más o menos con el lugar: ya que no habían conseguido enterrar a Kazangap en Ana-Beit, de todos modos habían evitado un gran deshonor: devolver a casa a un difunto sin enterrar. De no haber mostrado su insistencia, así habría sucedido. Ahora tendrían que aprovechar el tiempo para estar de regreso a Boranly-Buránny antes del oscurecer. En casa, naturalmente, los estaban esperando y estarían intranquilos por su retraso. En realidad, había prometido regresar antes de las seis y el convite funerario no se prepararía hasta esa hora. Pero eran ya las cuatro y media. Tenían todavía por delante el entierro y el camino por Sary-Ozeki. Aun viajando con rapidez, eso les llevaría un par de horas. No obstante, tampoco era conveniente apresurarse y acortar el entierro. En todo caso, el convite se haría al anochecer. No había otro remedio...

Después de las abluciones, Yediguéi se sintió investido para llevar a cabo el último ritual. Atornilló el tapón de la lata y se presentó por detrás de la excavadora con expresión grave, acariciándose majestuosamente la barba y los bigotes.

—Hijo del difunto siervo de Dios Kazangap, Sabitzhán, ponte a mi izquierda, y vosotros cuatro traed el cuerpo al borde de la tumba, depositad al difunto con la cabeza hacia la puesta del sol —dijo con voz algo solemne. Y cuando todo estuvo hecho, pronunció—: Y ahora volvámonos todos de cara a la sagrada Caaba. Abrid las palmas de las manos ante vosotros y pensad en Dios para que nuestras palabras y pensamientos sean escuchados por Él en este momento.

Por extraño que parezca, Yediguéi no captó ninguna risita ni ningún murmullo a su espalda. Y se sintió satisfecho, porque en realidad habrían podido decirle: «Deja ya de venirnos con cuentos, anciano, qué diablos de mulhaeres tú; será mejor que enterremos al muerto y nos volvamos cuanto antes a casa». Es más, Yediguéi tenía la osadía de ofrecer la oración del entierro de pie y no sentado, pues había oído de personas conocedoras que en los países árabes, de donde llegó la religión, en los cementerios se reza de pie, de cuerpo entero. Fuera así o no, el caso es que Yediguéi deseaba tener la cabeza lo más cerca posible del cielo.

Pero antes de empezar la ceremonia, en la introducción, al inclinarse a derecha e izquierda del mundo, y al inclinar la cabeza por igual ante el cielo y la tierra saludando con ello al Creador por la inmutable estructura del mundo, en el que el hombre surge por casualidad y desaparece con la misma invariabilidad con que aparecen el día y la noche, Burani Yediguéi vio de nuevo al milano colablanca. Planeaba moviendo apenas las alas, describiendo mesuradamente un círculo tras otro en las alturas del cielo. Pero el milano no turbó en absoluto su temple interior, sino que por el contrario le ayudó a concentrarse en un círculo de elevados pensamientos.

Ante él, en el borde de la zanja, yacía sobre unas angarillas el difunto Kazangap envuelto en blanco fieltro. Al pronunciar a media voz unas fúnebres palabras, previamente destinadas a todos y cada uno, a todos en todos los tiempos hasta el fin de los siglos, palabras que desde su origen hablan de la predestinación inevitable e igual para todos, para cualquier persona, sea quien sea y cual sea la época en que viva, y también inevitable en igual grado para los que están destinados a nacer, al pronunciar estas universales fórmulas de la existencia, comprendidas y legadas por los profetas, Burani Yediguéi intentaba al mismo tiempo completarlas con sus propios pensamientos, que salían de su alma y de su experiencia personal. Porque no en vano vive el hombre sobre la tierra.

—Si en verdad oyes, oh Dios, mi oración, la oración de mis antepasados, aprendida en los libros, entonces escúchame. Pienso que una cosa no perjudicará a la otra.

»Estamos aquí, en el despeñadero de Malakumdychap, frente a la tumba de Kazangap, en un lugar desierto y salvaje, porque no hemos conseguido enterrarle en el cementerio ancestral. Y un milano del cielo nos contempla y ve cómo nos despedimos de Kazangap con las palmas de las manos abiertas. Tú, Majestad, si existes, perdónanos y acepta el entierro de tu siervo Kazangap con misericordia y, si lo merece, dale a su alma el descanso eterno. Hemos procurado hacer todo cuanto dependía de nosotros. ¡Lo demás te toca a Ti!

»Y ahora, puesto que me dirijo a Ti en este momento, escúchame en tanto viva y pueda pensar. Está claro que la gente sólo sabe pedir para sí: ¡compadéceme, ayúdame, prémiame! Esperan demasiado de Ti en cada caso, en el justo y en el injusto. Incluso el asesino en el fondo de su corazón desea que Tú estés de su parte. Y Tú permaneces siempre callado. Nosotros, la gente, creemos, especialmente cuando lo pasamos mal, que Tú sólo existes para eso en los cielos. Comprendo que ha de ser duro para Ti, pues nuestras plegarias no tienen fin. Y Tú estás solo. Pero yo no te pido nada. Sólo quiero decir en este momento lo que estoy pensando.

»Me aflige mucho que nuestro querido cementerio, donde descansa Naiman-Ana, no sea en adelante accesible para nosotros. Y por ello deseo descansar yo también en este lugar, en Malakumdychap, que pisaron los pies de Naiman-Ana. Y que pueda estar al lado de Kazangap, que ahora entregamos a la tierra. Y si es verdad que después de la muerte el alma transmigra a otro ser, para qué quiero yo ser hormiga; me gustaría convertirme en un milano colablanca. Para poder volar como éste sobre Sary-Ozeki y contemplar sin cansarme, desde las alturas, esta tierra mía. Eso es todo.

»Por lo que hace a mi testamento, lo encargo a los jóvenes que han venido aquí conmigo. Les digo que deposito en ellos mis instrucciones: que me entierren aquí. Pero lo único que no veo es quién va a rezar sobre mí. No creen en Dios, no conocen ninguna oración. En realidad, nadie sabe ni sabrá nunca si hay Dios en este mundo. Unos dicen que sí, otros dicen que no. Yo quiero creer que existes y que diriges mis designios. Y cuando acudo a Ti con plegarias, en realidad me estoy dirigiendo a mí mismo a través de Ti, y en este momento tengo el don de pensar como si lo pensaras Tú, Creador nuestro. ¡Así es todo eso! Pero ellos, los jóvenes, no piensan en ello y desprecian las oraciones. Pero ¿qué podrán decirse a sí mismos y a los demás en la solemne hora de la muerte? Me dan lástima. ¿Cómo van a comprender su tesoro humano si no tienen un camino para elevar el pensamiento de forma que cada uno de ellos se convierta de pronto en un dios? Perdóname esta blasfemia. Ninguno de nosotros se convertirá en Dios, pero de otro modo también Tú dejarías de existir. Si el hombre no puede presumir en secreto de ser un dios que lucha por todo, como Tú debes luchar por los hombres, tampoco Tú, Dios mío, existirías... Y yo no quisiera que desaparecieras sin dejar rastro...