–No son más que viejos cuentos, compréndelo, Yedik. Aquí se deciden cuestiones mundiales, cósmicas, y quieres que vayamos a quejarnos de no sé qué cementerio. ¿A quién le importa? Para ellos eso no importa nada. Y de todos modos, no nos dejarán pasar.
–Si no vamos, no nos dejarán pasar. Pero si lo exigimos, nos dejarán. Y en caso contrario, el propio jefe puede salir a nuestro encuentro. No es una montaña, que no pueda moverse de sitio.
Sabitzhán lanzó a Yediguéi una mirada de irritación.
–Deja, anciano, esta causa perdida. Y no cuentes conmigo. A mí eso no me importa nada.
–Podías haberlo dicho. Y se acabó la conversación. ¡Pero decías que eran cuentos!
–¿Pues qué te creías? ¿Que correría a ayudarte? ¿Por qué? Tengo familia, hijos, trabajo. ¿Para qué mear contra el viento?
–¿Para que desde aquí hagan una llamada y me den una patada en el culo? ¡No, gracias!
–Tu «gracias» quédatelo para ti –replicó Burani Yediguéi, y añadió iracundo–: ¡Una patada en el culo! ¡O sea, que sólo vives para tu culo!
–¿Pues qué creías? ¡Así es precisamente! Para ti es muy sencillo. ¿Quién eres tú? Nadie. Pero nosotros vivimos por el culo, para que nos caigan en la boca las cosas más dulces.
–¡Vaya, vaya! Antes temíais por vuestras cabezas y ahora, según se ve, por vuestros culos.
–Entiéndelo como quieras. Pero no me vengas con tonterías.
–Está claro. ¡Terminó la conversación! –cortó Burani Yediguéi–. Da el convite funerario, y después, si Dios quiere, no volveremos a vernos más.
–Lo que convenga –se crispó Sabitzhán.
Así se separaron. Mientras Burani Yediguéi montaba en el camello, los tractoristas le esperaban con los motores en marcha, pero él les dijo inmediatamente que no se entretuvieran, que siguieran adelante tan de prisa como pudieran, pues los estaban esperando para el convite funerario, mientras que él, montado, podía ir campo a través y viajaría por su cuenta.
Cuando los tractoristas hubieron partido, Yediguéi se quedó allí para decidir qué debía hacer.
Ahora estaba solo, en completa soledad en medio de SaryOzeki, con la excepción del fiel perro Zholbars, que al principio se había precipitado tras los tractores en marcha, pero después había vuelto corriendo al comprender que su amo ya no llevaba el mismo camino. Pero Yediguéi no le prestó atención. Si el perro se hubiera marchado a casa, él no se habría dado cuenta. No estaba para esas cosas. El mundo era áspero. No podía ahogar en su persona la quemazón espiritual, el vacío deprimente e inquietante que sentía después de la conversación con Sabitzhán. Este abrasador vacío se abría en él como un dolor incalmable, como una brecha de parte a parte, como el desfiladero, en el que sólo había frío y oscuridad. Burani Yediguéi se arrepentía, se arrepentía de verdad, de haber entablado aquella conversación, de haber arrojado en vano las palabras al viento. ¿Era acaso Sabitzhán un hombre al que valiera la pena acudir en demanda de consejo y de ayuda? Había alimentado esperanzas. «Es culto –se había dicho–, ilustrado, le será más fácil encontrar un lenguaje común con aquellos que son como él.» ¿No le habían educado en diferentes escuelas e institutos? Quizá le educaron para que se convirtiera en lo que era. Quizá en alguna parte había alguien muy astuto, como un diablo, que invirtió muchos esfuerzos en Sabitzhán para que éste se convirtiera en Sabitzhán y no en cualquier otro. En realidad, Sabitzhán mismo contaba y describía con todos los pelos y señales aquel absurdo de los hombres controlados por radio. «¡Se acerca –decía– esa época!» A lo mejor, ese ser invisible y todopoderoso ya le estaba controlando por radio a él...
Y cuanto más pensaba en ello el anciano Yediguéi más ofendido se sentía y menos solución encontraba ante esos pensamientos.
–¡Eres un mankurt! ¡El más auténtico mankurt! –murmuró encolerizado, odiando y compadeciendo a Sabitzhán.
Pero no estaba en absoluto dispuesto a aceptar lo sucedido, comprendía que debía hacer algo, emprender alguna acción, para no quedar reducido al más triste sometimiento. Burani Yediguéi comprendía que si cedía, aquello sería una derrota ante sus propios ojos. Presintiendo que habría que hacer algo a despecho del evidente resultado del día, de momento no podía decirse con exactitud cómo había de empezar y cómo había de enfocar el asunto para que sus pensamientos y sentimientos con respecto a Ana-Beit llegaran a oídos de aquellos que efectivamente podían cambiar la orden. Para que llegaran y tuvieran algún efecto, para que los convencieran... Pero ¿cómo conseguirlo? ¿Adónde ir? ¿Qué emprender?
Sumido en esas reflexiones, Yediguéi miró a su alrededor, montado en Karanar. Le rodeaba una estepa silenciosa. Las sombras precrepusculares se introducían subrepticiamente en los barrancos de arena roja de Malakumdychap. Hacía tiempo que los tractores habían desaparecido en la lejanía y habían dejado de oírse. La juventud había partido. El último de los que conocían y conservaban en la memoria el pasado de Sary-Ozeki, el anciano Kazangap, yacía ahora en el despeñadero, bajo el fresco montículo de tierra de una tumba solitaria, en medio de la inabarcable estepa. Yediguéi imaginó que, poco a poco, aquel montículo se iría aplanando y extendiendo, que se fundiría con el color de ajenjo de la estepa y sería difícil, si no imposible, distinguirlo en aquel lugar. Así resulta ser: nadie sobrevive a la tierra, nadie escapa a la tierra...
El sol se hinchó y aumentó de peso al final del día, descendiendo bajo su insoportable peso cada vez más cerca del horizonte. La luz del astro que se iba cambiaba de minuto a minuto. En el seno de la puesta de sol se engendraba imperceptiblemente una oscuridad teñida con el azul crepuscular y con el brillo dorado del espacio iluminado.
Después de reflexionar y estudiar la situación, Burani Yediguéi se decidió a regresar de nuevo a la barrera, al paso hacia la zona. No se le ocurrió ningún otro medio. Ahora, cuando el entierro quedaba atrás, cuando ya nadie ni nada le ataba y podía confiar en sí mismo en plena medida, hasta donde alcanzaran las fuerzas que le habían concedido la naturaleza y la experiencia, podía permitirse actuar por su cuenta y riesgo como considerara necesario. Ante todo quería conseguir, obligando al servicio de guardia, que le llevaran aunque fuera bajo escolta ante el jefe máximo, y si era necesario, obligar a éste a acudir a la barrera a escucharle, a escuchar a Burani Yediguéi. Entonces se lo contaría todo cara a cara...
Todo estaba ya pensado y Burani Yediguéi decidió actuar sin dilaciones. Tenía intención de presentar, como motivo directo, el deplorable caso del entierro de Kazangap. Decidió con firmeza mostrarse insistente en la barrera, exigir un pase o una audiencia, empezar por ahí, obligando a los guardas a comprender que insistiría en su petición hasta que le escuchara el jefe más alto y no un Tansykbáyev cualquiera...
Hizo acopio de ánimo.
–¡Taubakel! ¡Si el perro tiene un amo, el lobo tiene un dios! –se animó a sí mismo, y arreó con firmeza a Karanardirigiéndose hacia la barrera.
Mientras, el sol se había puesto y empezaba a oscurecer rápidamente. Cuando se aproximó a la zona, reinaba ya una completa oscuridad. Faltaba media versta hasta la barrera cuando, enfrente, aparecieron claramente visibles los faroles del puesto de guardia. Allí, sin llegar hasta el centinela, Yediguéi se apeó. Bajó deslizándose desde la silla. El camello no tenía papel en aquel asunto. ¿Para qué aquel estorbo? Además, según qué jefe fuera podría no querer hablar con él diciendo: «Anda, lárgate de aquí con tu camello. ¡De dónde habrá salido ése! No vas a tener ninguna audiencia», y no le permitiría entrar en el despacho. Sobre todo, Yediguéi no sabía cómo terminaría su empresa, si tendría que esperar mucho tiempo el resultado, de manera que lo mejor era presentarse solo y dejar de momento a Karanartrabado en la estepa. Podría pastar.