Si descontamos, como creo apropiado, tres alusiones casuales a la realeza (605, 822 y 894) y la "Zembla" a la manera de Pope en el verso 937, podemos concluir que el texto definitivo de Pálido Fuegoha sido deliberada y drásticamente limpiado de toda huella de los materiales que yo aporté; pero descubrimos también que a pesar del control ejercido sobre mi poeta por un censor doméstico y Dios sabe quién más, Shade dio refugio al fugitivo real en las bóvedas de las variantes que conservó pues en su borrador no menos de trece versos, magníficos versos cantantes (que doy en mis notas a los versos 70, 79 y 130, todos del Canto Primero, en el que el poeta evidentemente trabajó con mayor libertad creadora de la que gozó después), llevan el sello particular de mi tema, un menudo pero auténtico fantasma estelar de mis conversaciones sobre Zembla y su infortunado rey.
Versos 47-48: la casa de madera entre Goldsworth y Wordsmith
El primer nombre se refiere a la casa de Dulwich Road que le alquilé a Hugh Warren Goldsworth, autoridad en derecho romano y juez distinguido. Nunca tuve el gusto de encontrar a mi propietario pero llegué a conocer su letra tan bien como la de Shade. El segundo nombre se aplica, desde luego, a la Universidad Wordsmith. Mientras aparenta sugerir una situación intermedia entre esos dos lugares, nuestro poeta está menos preocupado por la exactitud espacial que por un ingenioso cambio de sílabas que evoca a los dos maestros del decasílabo pareado, entre los cuales abriga su propia musa. En realidad, la "casa de madera en su cuadrado de verde" estaba a cinco millas al oeste del campusde Wordsmith, pero sólo a unos cincuenta metros de mis ventanas del lado este.
En el prefacio de esta obra he tenido ocasión de decir algo de los encantos de mi casa. La encantadora, encantadoramente vaga señora (véase la nota al verso 691) que me la consiguió sin haberla visto, estaba llena de buenas intenciones, sin duda, especialmente porque esta casa era muy admirada en la vecindad por su "espaciosidad y gracia del viejo mundo". En realidad era una vieja casa triste, blanca y negra, en parte de madera, del tipo llamado wodnaggenen mi país, con gabletes esculpidos, ventanas salientes llenas de corrientes de aire y un pórtico de entrada presuntamente "seminoble", coronado por una horrible galería. El juez Goldsworth tenía una mujer y cuatro hijas. Las fotos de familia me acogieron en el vestíbulo y me persiguieron de cuarto en cuarto, y aunque estoy seguro de que Alphina (9 años), Betty (10), Cándida (12) y Dee (14) pronto dejarán de ser un horror de lindas y pequeñas escolares para transformarse en elegantes jóvenes y madres incomparables, debo confesar que sus retratos burlones me irritaron hasta tal punto que al fin los recogí uno por uno y los metí todos en un armario bajo la hilera patibularia de sus ropas de invierno cubiertas por fundas de celofán. En el escritorio encontré un gran retrato de los padres, con los sexos invertidos, pues la Sra. G. se parece a Malenkov, y el Sr. G. a una bruja con cabellera de Medusa, y lo sustituí por la reproducción de un Picasso de la primera época que me gusta mucho: un muchacho color tierra que lleva un caballo color lluvia. Pero no me preocupé mucho por los libros de la familia que estaban también desparramados en toda la casa: cuatro juegos diferentes de Enciclopedias para Niños y una, impávida, para adultos que subía de estante en estante a lo largo de una escalera para estallar en su apéndice en el desván. A juzgar por las novelas que había en el boudoirde la Sra. Goldsworth, sus intereses intelectuales eran muy amplios, pues iban del Ámbar al Zen. El jefe de esta familia alfabética tenía también una biblioteca, pero consistía sobre todo en obras de derecho y en un montón de legajos de títulos muy visibles. Todo lo que el profano podía encontrar de instructivo y entretenido era un álbum encuadernado en cuero marroquí donde el juez había pegado con amor las historias de la vida y las fotos de las gentes que había enviado a la cárcel o condenado a muerte: caras inolvidables de pillos imbéciles, últimos cigarrillos y últimas muecas, las manos de apariencia bastante común de un estrangulador, una mujer que se había hecho viuda por sus propios medios, los ojos juntos e implacables de un maníaco homicida (un poco parecido, lo admito, al finado Jacques d'Argus), un brillante parricida de siete años ("Ahora, hijito, queremos que nos cuentes…") y un viejo pederasta triste y regordete que había bajado de un tiro a su extorsionador. Lo que más me sorprendió es que fuera él, mi erudito propietario, y no su "patrona", quien dirigiese la casa. No sólo me había dejado un inventario detallado de todos esos objetos que se apiñan alrededor de un nuevo inquilino como un tropel de indígenas amenazadores, sino que se había tomado un trabajo prodigioso para escribir en pedacitos de papel recomendaciones, explicaciones, requerimientos y listas complementarias. Todo lo que toqué el día de mi llegada me proporcionó un ejemplo de goldsworthianismo. Abrí el botiquín del segundo cuarto de baño y se escapó un mensaje anunciándome que el depósito de las hojas de afeitar usadas estaba demasiado lleno para utilizarlo. Abrí la refrigeradora y me advirtió con un ladrido que "ninguna especialidad nacional con olor difícil de suprimir" debía ser guardada en ella. Abrí el cajón del escritorio y descubrí un catalogue raisonnéde su magro contenido, que incluía una colección de ceniceros, un cortapapel damasquinado (descripto como "una daga antigua traída de Oriente por el padre de la Sra. Goldsworth"), y una vieja agenda de bolsillo sin usar, que maduraba con optimismo a la espera de que volvieran las correspondencias de su calendario. Entre otras notas detalladas sujetas en un tablero especial en la despensa, tales como instrucciones sobre las cañerías, disertaciones sobre electricidad, discursos sobre cactos, etc., etc., encontré el régimen del gato negro que venía con la casa:
Lun., mier., vier.: Hígado
Mar., juev., sáb.: Pescado
Dom.: Carne picada
(Todo lo que consiguió de mí fue leche y sardinas; era una criaturita agradable pero al cabo de un rato sus movimientos empezaron a atacarme los nervios y lo confié a la Sra. Finley, la asistenta). Pero la más divertida de las notas fue quizá la relativa a la manipulación de las cortinas de las ventanas que había que correr de diferentes maneras y a distintas horas para impedir que el sol llegara al tapizado de los muebles. Había una descripción de la posición del sol, diaria y estacional, con respecto a las diversas ventanas y de haber tenido en cuenta todo eso, hubiera estado tan ocupado como un participante en una regata. No obstante, una nota al pie sugería generosamente que en lugar de manejar las cortinas, quizá prefiriera correr los muebles más preciosos para que no quedaran expuestos al sol (dos sillones bordados y una pesada "consola real"), devolviéndolos luego a su sitio, pero que debía hacerlo con cuidado para no rayar las molduras de las paredes. Me es imposible, ay, reproducir el meticuloso horario de esas transposiciones, pero creo recordar que debía enrocar haciendo el gran desvío a la izquierda antes de acostarme, y el pequeño a la derecha apenas me levantaba. Mi querido Shade se moría de risa cuando le hice dar una vuelta de inspección y encontró él mismo alguno de esos huevos de Pascua. Gracias a Dios, su robusta hilaridad disipó la atmósfera de damnum infectumen la que se suponía que yo debía vivir. Por su parte, me regaló con varias anécdotas relacionadas con el ingenio cáustico y los manierismos tribunalicios del juez; la mayoría de esas anécdotas eran sin duda exageraciones folklóricas, algunas evidentemente inventadas y todas inofensivas. No aludió -mi amable y viejo amigo nunca lo hacía- a las ridículas historias acerca de las sombras aterradoras que la toga del juez Goldsworth proyectaba sobre el mundo del hampa, o acerca de esta o aquella bestia enterrada en la cárcel y muriéndose positivamente de raghdirst(sed de venganza) -groseras trivialidades difundidas por seres viles y sin corazón-, obra de todos aquellos para quienes lo novelesco, lo remoto, los cielos escarlata forrados de piel de lutre, las dunas anochecidas de un reino fabuloso simplemente no existen. Pero basta. Volvámonos hacia las ventanas del poeta. No tengo ningún deseo de retorcer y maltratar un apparatus críticussin ambigüedad para convertirlo en el monstruoso simulacro de una novela.