en algún viejo armario lleno de juguetes, detrás
de los animales y las máscaras, una puerta corrediza
(cuatro palabras fuertemente tachadas) un pasadizo secreto…
La comparación ha quedado en suspenso. Es posible que nuestro poeta planeara asociarla a alguna misteriosa verdad descubierta en los síncopes que sufrió en su infancia. No puedo decir cuánto siento que haya rechazado esos versos. Lo lamento no sólo por su belleza intrínseca, que es grande, sino también porque la imagen que contienen fue sugerida por algo que Shade había recibido de mí. Ya he aludido en el curso de estas notas a las aventuras de Charles Xavier, último rey de Zembla, y al vivo interés que manifestaba mi amigo por las muchas historias que le conté acerca de ese rey. La ficha en que se ha conservado la variante está fechada el 4 de julio y es un eco directo de nuestros paseos a la puesta del sol por los fragantes senderos de New Wye y Dulwich. -Siga contándome -me decía golpeando su pipa vacía contra el tronco de un haya, y mientras la coloreada nube pasaba lentamente, y más lejos, en la casa iluminada de la colina, la Sra. Shade gozaba tranquilamente de una pieza televisada, yo accedía gozoso al pedido de mi amigo.
Con palabras sencillas le describía la curiosa situación en que se encontró el Rey durante los primeros meses de la rebelión. Tenía la divertida impresión de que era la única pieza negra de lo que un inventor de problemas de ajedrez podría calificarse de rey bloqueado en el rincón, del tipo solus rex. Los realistas, o por lo menos los demmods(demócratas moderados), podían haber impedido que el Estado se convirtiera en una vulgar tiranía moderna, si hubiesen sido capaces de hacer frente al oro corrompido y a las tropas de robots que un poderoso Estado policíaco, desde su posición ventajosa, a unas pocas millas marinas, lanzaba en la Revolución Zemblana. A pesar de que la situación era desesperada, el Rey se negó a abdicar. Cautivo taciturno y altanero, estaba enjaulado en su palacio de piedra rosa desde una de cuyas torrecillas de ángulo podían verse con ayuda de un par de prismáticos a unos esbeltos jovencitos zambulléndose en la piscina de un club deportivo de cuento de hadas y al embajador inglés con traje de franela pasado de moda jugando al tenis con el entrenador vasco en un court de arcilla tan remoto como el paraíso. ¡Qué serenas eran las montañas, cuán tiernamente pintadas en la bóveda occidental del cielo!
En alguna parte de la bruma de la ciudad había todos los días desagradables estallidos de violencia, arrestos y ejecuciones, pero la gran ciudad seguía andando como sobre ruedas, como siempre, los cafés estaban llenos, en el Teatro Real se daban espléndidos espectáculos y era realmente en el palacio donde había la más fuerte concentración de tinieblas. Komizarsde cara pétrea, de hombros cuadrados, imponían una estricta disciplina entre las tropas de guardia, adentro y afuera. Una prudencia puritana había sellado las bodegas y suprimido todas las criadas del ala sur. Las damas de compañía hacía mucho que se habían ido, naturalmente, en el momento en que el Rey exilió a su Reina en su villa de la Riviera francesa. ¡Gracias al cielo, le habían sido ahorrados esos días atroces en el palacio mancillado!
Las puertas de todas las habitaciones estaban vigiladas. La sala de banquetes tenía tres guardianes y había no menos de cuatro holgazaneando en la biblioteca cuyos oscuros rincones parecían abrigar todas las sombras de la traición. Los dormitorios de los pocos criados que quedaban en el palacio tenían cada uno su parásito armado que bebía con un viejo lacayo ron prohibido o se tomaba libertades con un joven paje. Y en la gran Sala de los Heraldos se podía estar seguro de encontrar siempre algún bromista obsceno tratando de deslizarse en la panoplia de acero de sus huecos caballeros. ¡Y qué olor de cuero y de carnero en los espaciosos aposentos que antes embalsamaban el clavel y la lila!
Esta espantosa compañía estaba formada por dos grupos principales: uno de conscriptos de Thulé, ignorantes, de aspecto feroz pero realmente inofensivos, y otro de extremistas muy corteses y taciturnos, de la famosa Fábrica de Vidrio donde habían temblado los primeros fuegos de la revolución. Ahora se puede revelar (puesto que está sano y salvo en París) que en este contingente había por lo menos un realista heroico disfrazado con tanto virtuosismo que a su lado sus camaradas de la guardia, confiados, parecían mediocres imitadores. En realidad Odón era uno de los actores más destacados de Zembla y se hacía aplaudir en el Teatro Real las noches que no estaba de servicio. Por su intermedio el Rey se mantenía en contacto con numerosos partidarios, jóvenes nobles, artistas, atletas de la Universidad, jugadores, Paladines de la Rosa Negra, miembros de clubes de esgrima y otros hombres de rango y audacia. Corrían rumores. Se decía que el cautivo pronto sería juzgado por un tribunal especial; pero también se decía que sería asesinado durante un aparente traslado a otro lugar de confinamiento. Aunque la fuga se discutía diariamente, los planes de los conspiradores tenían más valor estético que práctico. Una poderosa lancha a motor estaba preparada en una gruta costera de Blaick (Caleta Azul) en Zembla occidental, más allá de la cadena de altas montañas que separaba a la ciudad del mar; las imágenes del agua transparente y trémula reflejadas en la pared rocosa y en la lancha eran tentadoras, pero ninguno de los conjurados era capaz de indicar cómo podía el Rey escapar de su castillo y atravesar sano y salvo las fortificaciones.
Un día de agosto, al comienzo de su tercer mes de lujoso cautiverio en la Torre del Sudoeste, fue acusado de utilizar el espejo de mano de un petimetre y los rayos cooperativos del sol para emitir señales desde su alto ventanal. La vastedad de la vista que dominaba fue acusada no sólo de inducir a la traición sino de producir en el observador un altanero sentimiento de superioridad con respecto a sus carceleros instalados abajo. Por ese motivo una noche el Rey fue trasladado con sus bártulos a una lúgubre leonera situada en el mismo lado del palacio pero en el primer piso. Muchos años antes había sido el cuarto de tocador de su padre, Thurgus III. Después de la muerte de Thurgus (en 1900) su adornado dormitorio se transformó en una especie de capilla y la habitación adyacente, despojada de sus múltiples espejos de pie y de su sofá de seda verde, pronto degeneró en lo que siguió siendo durante medio siglo: un agujero con un baúl cerrado en un rincón y una máquina de coser anticuada en el otro. Se llegaba allí por una galería con piso de mármol, que pasaba por el lado norte y doblaba bruscamente hacia el oeste para formar un vestíbulo en el ángulo sudoeste del Palacio. La única ventana daba a un patio interior del lado sur. Esta ventana había sido alguna vez una aspillera con una maravillosa vidriera de colores donde había un pájaro de fuego y un cazador deslumbrado, pero una pelota había hecho añicos poco antes la fabulosa escena del bosque y ahora el nuevo vidrio ordinario tenía una reja por fuera. En la pared oeste, sobre una alacena blanqueada con cal, colgaba una gran fotografía en un marco de terciopelo negro. La acción débil y fugitiva pero mil veces repetida del sol acusado de transmitir mensajes desde la torre, había patinado gradualmente esa fotografía que mostraba el perfil romántico y los anchos hombros desnudos de Iris Acht, actriz olvidada de quien se decía que había sido varios años, hasta su súbita muerte en 1888, la amante de Thurgus. En la pared opuesta, al este, una puerta de aspecto frívolo, análoga por su coloración turquesa a la única otra puerta de la habitación (que daba a la galería), pero con un candado seguro, comunicaba en un tiempo con el dormitorio del viejo calavera; ahora había perdido su falleba de cristal, y estaba flanqueada en la pared este por dos grabados allí desterrados en la época de decadencia de la habitación. Eran de los que se supone que no son para mirar, imágenes que existen simplemente como idea general de lo que se destina a satisfacer las humildes necesidades ornamentales de algún corredor o sala de espera: uno era una fea y lúgubre Fête Flamande, según Teniers; el otro había estado colgado alguna vez en la nursery, cuyos habitantes somnolientos la habían tomado siempre por la representación de unas olas espumosas en primer plano, en lugar de las formas borrosas de ovejas melancólicas que ahora revelaba.