El Rey suspiró y empezó a desvestirse. Su catre de campaña y una mesita de luz se situaban frente a la ventana, en el ángulo nordeste. Al este estaba la puerta turquesa; al norte, la puerta de la galería; al oeste, la puerta de la alacena; al sur, la ventana. El ayudante de su antiguo ayuda de cámara le quitó el blazernegro y los pantalones blancos. El Rey se sentó en pijama en el borde de la cama. El hombre volvió con un par de pantuflas de cuero marroquí, las calzó en los pies indiferentes de su amo y salió con los escarpines que le había quitado. La mirada errante del Rey se detuvo en la ventana entreabierta. Se podía ver parte del patio débilmente iluminado donde, bajo un álamo rodeado por una verja, dos soldados jugaban al lansquenete sobre un banco de piedra. La noche de verano era sin estrellas e inmóvil, con distantes espasmos de relámpagos silenciosos. Alrededor de la linterna apoyada en el banco, una falena como un murciélago revoloteaba ciegamente, hasta que un jugador la bajó de un gorrazo. El Rey bostezó y los iluminados jugadores de naipes temblaron y se disolvieron en el prisma de sus lágrimas. Su mirada aburrida se paseaba de una pared a otra. La puerta de la galería estaba ligeramente entreabierta y podían oírse los pasos del guardia que iban y venían. Sobre la alacena, Iris Acht cuadraba los hombros y miraba a otra parte. Cantó un grillo. La luz de la mesa de noche era lo bastante fuerte como para poner un fulgor brillante en la llave dorada de la cerradura de la puerta de la alacena. Y de pronto esa chispa en aquella llave hizo que una maravillosa conflagración se difundiera en la mente del prisionero.
Remontémonos desde ahora, mediados de agosto de 1958, a una cierta tarde de mayo, tres decenios atrás, en que era un joven y oscuro muchacho de trece años con un anillo de plata en el índice de la bronceada mano. La Reina Blenda, su madre, acababa de partir a Viena y a Roma. Tenía varios compañeros de juegos favoritos, pero ninguno podía competir con Oleg, Duque de Rahl. En aquellos tiempos los adolescentes de familias distinguidas usaban los días de fiesta -había tantos durante nuestra larga primavera septentrional- suéters sin mangas, calcetines blancos, zapatos negros con hebilla y shorts muy ceñidos y muy cortos llamados hotinguens. Me gustaría poder proporcionar al lector figuras para recortar y prendas de vestir como en los libros de muñecas de papel para niños armados de tijeras. Iluminarían un poco estas oscuras noches que están destruyendo mi mente. Los dos muchachos eran especímenes bellos, piernilargos, de la adolescencia varangiana. A los doce años Oleg era el mejor centro delantero de la Escuela Ducal. Cuando estaba desvestido y reluciente en la niebla del establecimiento de baños, sus osados atributos viriles contrastaban violentamente con su gracia de niña. Era un verdadero faunito. Aquella tarde especial un chaparrón abundante laqueaba el follaje primaveral del jardín del palacio, y ¡oh, cómo se empujaban y balanceaban en tumultuoso florecimiento las lilas persas detrás de los vidrios empapados de verde, salpicados de amatista! Habría que jugar adentro. Oleg estaba retrasado. ¿Vendría?
Al joven Príncipe se le ocurrió desenterrar una colección de juguetes preciosos (regalo de un potentado extranjero recientemente asesinado con que se habían divertido Oleg y él durante una Pascua anterior, y luego quedaron abandonados como sucede con esos juguetes artísticos especiales que producen su burbuja de placer y sueltan de golpe todo su sabor antes de desaparecer en un olvido de museo. Lo que deseaba especialmente encontrar ahora era un circo de juguete muy complicado, metido en una caja grande como el estuche de un juego de croquet. Se moría de ganas de verlo; sus ojos, su cerebro y dentro del cerebro esa parte que correspondía a la yema del pulgar, recordaba vívidamente los jóvenes acróbatas morenos con sus nalgas de lentejuelas, un elegante y melancólico payaso con una golilla y sobre todo tres elefantes de madera pulida, grandes como perritos, con coyunturas tan flexibles que se podía hacer parar sobre una pata delantera al jumbo elegantemente vestido o mantenerlo firme en la tapa de un barrilito blanco bordeado de rojo. Habían pasado apenas quince días desde la última visita de Oleg, cuando por primera vez les había sido permitido a los dos muchachos compartir el mismo lecho, y el acicate de su inconducta y la perspectiva de otra noche parecida se mezclaban ahora en nuestro joven Príncipe con una perturbación que sugería el refugio en juegos más antiguos y más inocentes.
Su preceptor inglés, que estaba en cama por haberse torcido un tobillo durante una merienda en el bosque de Mandevil, no sabía dónde podía estar ese circo; le aconsejó que lo buscara en el cuarto de trastos viejos que había al final de la Galería Oeste. Allí se dirigió el Príncipe. ¿Ese baúl negro y polvoriento? Parecía lúgubremente negativo. La lluvia era más perceptible aquí debido a la proximidad de una prolija gotera. ¿Y la alacena? Su llave dorada giró con dificultad. Los tres estantes y el espacio inferior estaban atiborrados de objetos dispares: una paleta con las heces de muchos atardeceres; una taza llena de cospeles; un rascaespaldas; una edición in-treinta y dosde Timón de Atenastraducida al zemblano por su tío Conmal, el hermano de la Reina; una sítala de playa (cubo de juguete); y un diamante azul de sesenta y cinco quilates, accidentalmente añadido durante su infancia a los guijarros y conchillas del cubo, y procedente de la colección de chucherías de su difunto padre; un trozo de tiza y un tablero cuadrado con un dibujo de figuras entrelazadas destinado a un juego olvidado hacía mucho tiempo. Estaba a punto de buscar en otra parte de la alacena cuando al tratar de soltar un pedazo de terciopelo negro, una de cuyas puntas se había enganchado de una manera inexplicable detrás del estante, algo cedió, el estante se movió, resultó desmontable y reveló justo debajo de su borde interno, en el fondo de la alacena, el agujero de una cerradura a la cual se adaptaba la misma llave dorada.
Con impaciencia despejó los otros dos estantes de todo lo que contenían (sobre todo ropas y zapatos viejos), lo retiró como había hecho con el del medio y abrió la puerta corrediza que había en el fondo de la alacena. Los elefantes habían sido olvidados, el Príncipe estaba de pie en el umbral de un pasadizo secreto. Las tinieblas eran totales, pero algo en la cavernosa acústica del pasadizo, que se aclaraba la garganta con un sonido hueco, le anunció grandes cosas y volvió corriendo a sus habitaciones en busca de un par de linternas y un pedómetro. Cuando volvía, llegó Oleg. Traía un tulipán. Desde la última visita al palacio se había cortado las suaves guedejas rubias, y el joven Príncipe pensó: Sí, yo sabía que iba a ser diferente. Pero cuando Oleg frunció las doradas cejas y se acercó inclinado para enterarse del descubrimiento, el joven Príncipe supo por el aterciopelado calor de aquella oreja carmesí y por el vivaz gesto con que asintió a la investigación propuesta, que no había habido ningún cambio en su querido compañero de lecho.