- Van a tener una sorpresa -murmuró Odón en su lengua materna, mientras en un rincón el guardián gordo, cumpliendo por deber algunas formalidades más bien solitarias, daba culatazos con el rifle.
Se podía disculpar que los dos profesionales soviéticos hubiesen supuesto que encontrarían un receptáculo real detrás del metal real. En ese preciso momento estaban por decidir si arrancarían la placa o bajarían el cuadro; pero podemos anticiparnos un poco y asegurar al lector que el receptáculo, un agujero redondo en la pared, estaba efectivamente allí, pero no contenía nada, salvo los pedazos de una cáscara de nuez.
Una cortina de hierro se había levantado en alguna parte, descubriendo otra pintada, con ninfas y nenúfares. -Mañana le traeré su flauta -exclamó Odón significativamente en la lengua vernácula y sonrió, agitó la mano desapareciendo ya, hundiéndose ya en su lejano mundo de Tespis.
El guardián gordo llevó al Rey de vuelta a su cuarto y lo dejó en manos del bello Hal. Eran las nueve y media. El Rey se acostó. El ayuda de cámara, un bribón taciturno, le sirvió su vaso habitual de leche y coñac y se llevó las pantuflas y la bata. El hombre estaba prácticamente fuera de la habitación cuando el Rey le ordenó que apagara la luz; un brazo volvió a meterse y una mano enguantada buscó el conmutador y lo hizo girar. Relámpagos distantes aún latían de vez en cuando en la ventana. El Rey terminó de beber en la oscuridad y puso el vaso vacío en la mesa de luz donde chocó repicando sordamente contra una linterna de acero preparada por las solícitas autoridades para el caso de que hubiera un corte de electricidad como últimamente solía suceder.
No podía dormir. Volviendo la cabeza, observaba la línea de luz debajo de la puerta. En ese momento se abrió suavemente y apareció su apuesto y joven carcelero. Una idea extraña danzó en la cabeza del Rey; pero todo lo que el joven quería era avisar al prisionero que tenía intención de juntarse con su compañero en el patio de al lado y que la puerta quedaría cerrada con llave hasta que volviera. Pero si el ex Rey necesitaba algo, podía llamarlo por la ventana. -¿Cuánto tiempo estarás ausente? -preguntó el Rey. - Yeg ved ik(no sé) -respondió el guardia. -Buenas noches, picarón -dijo el Rey.
Esperó a que la silueta del guardián apareciera en la luz del patio donde otros thuleanos lo invitaron a su juego. Entonces, en la oscuridad tranquilizadora, el Rey revolvió el fondo de la alacena en busca de ropas y se puso sobre el pijama lo que tomó por unos pantalones de esquiar y algo que olía a suéter viejo. Tanteando otro poco consiguió un par de zapatillas y un gorro de lana con visera. Después ejecutó los gestos que mentalmente había ensayado antes. Cuando estaba quitando el segundo estante, un objeto cayó con un ruidito sordo; adivinó lo que era y lo tomó como talismán.
No se atrevió a apretar el botón de la linterna hasta haberse engolfado suficientemente en el pasadizo, ni podía permitirse un tropezón ruidoso y por lo tanto se las arregló con los dieciocho peldaños invisibles en posición más o menos sentada como un novicio tímido que baja arrastrando el trasero por las rocas musgosas del Monte Kron. La pálida luz que proyectó al fin era ahora su más caro compañero, el fantasma de Oleg, el fantasma de la libertad. Experimentaba una mezcla de angustia y exaltación, una especie de alegría amorosa, como no había vuelto a sentir desde el día de su coronación cuando, mientras avanzaba hacia el trono, unos pocos compases de una música increíblemente rica, profunda, abundante (cuyos autor y fuente física nunca había podido averiguar) habían sorprendido su oído, y aspiró la brillantina del lindo paje que se había inclinado para sacar un pétalo de rosa del taburete, y a la luz de su linterna el Rey vio ahora que estaba horriblemente vestido de colorado.
El pasaje secreto parecía haberse vuelto más sórdido. La intrusión de sus alrededores era aún más evidente que el día en que dos muchachos, temblando con sus delgados sué-ters y sus paptalones cortos, lo habían explorado. El charco opalescente de agua estancada se había agrandado; por su orilla caminaba un murciélago enfermo como un tullido con un paraguas roto. La capa de arena que recordaba tenía la marca impresa treinta años antes por el zapato de Oleg, tan inmortal como las huellas de la gacela domesticada de un niño egipcio grabadas treinta siglos antes en ladrillos azules del Nilo secos al sol. Y en el lugar donde el pasaje atravesaba los cimientos de un museo, extraviadas no se sabe cómo, en exilio y tiradas, había una estatua decapitada de Mercurio, conductor de las almas al Mundo Inferior, y una crátera rajada con dos figuras negras jugando a los dados bajo una palmera negra.
El último recodo del pasadizo que terminaba en la puerta verde, contenía una acumulación de tablas sueltas por encima de las cuales el fugitivo pasó no sin tropezar. Abrió el cerrojo y al empujar la puerta lo detuvo un pesado cortinaje negro. Cuando empezaba a tantear entre sus pliegues verticales en busca de alguna clase de entrada, la débil luz de su linterna agitó un ojo desesperado y se apagó. La dejó caer: la linterna se deslizó en una nada sorda. El Rey hundió los dos brazos en los profundos pliegues de la tela que olía a chocolate y a pesar de la incertidumbre y el peligro del momento, su propio movimiento le recordó físicamente, en cierto modo, las cómicas ondulaciones, primero controladas, después frenéticas, de un telón de teatro que un actor nervioso trata en vano de atravesar. Esta sensación grotesca en ese diabólico instante, resolvió el misterio del pasaje aun antes de que se escurriera a través del cortinado para encontrarse en la lumbarkamerdébilmente iluminada, confusamente iluminada, confusamente desordenada que había sido alguna vez el camarín de Iris Acht en el Teatro Real. Todavía era lo que había llegado a ser después de su muerte: un agujero polvoriento que daba a una especie de sala donde los actores se paseaban durante los ensayos. Los elementos de un decorado mitológico apoyados contra la pared ocultaban a medias una gran fotografía polvorienta del Rey Thurgus con marco de terciopelo -bigote tupido, pince-nez, medallas- tal como era en la época en que el pasadizo de una milla de largo le proporcionaba un medio extravagante para acudir a sus citas con Iris.