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El fugitivo vestido de escarlata parpadeó y se dirigió hacia la sala. Encontró una cantidad de camarines. En alguna parte, a lo lejos, una tempestad de aplausos se agrandó antes de desvanecerse. Otros sonidos distantes señalaron el comienzo del intervalo. Varios actores disfrazados pasaron delante del Rey y en uno de ellos reconoció a Odón. Llevaba una chaqueta de terciopelo con botones de bronce, calzones cortos y medias rayadas, el traje dominguero de los pescadores gutnish, apretando todavía en el puño el cuchillo de cartón con el que acababa de despachar a su bienamada. -Santo Dios -dijo al ver al Rey.

Tomando un par de capas de un montón de trajes fantásticos, Odón empujó al Rey hacia una escalera que conducía a la calle. Al mismo tiempo se produjo una conmoción en un grupo de personas que fumaban en el vestíbulo. Un viejo intrigante que había conseguido el cargo de director de escena a fuerza de adular a varios funcionarios extremistas, apuntó de pronto con un dedo vibrante al Rey, pero como padecía de un serio tartamudeo no pudo proferir las palabras de reconocimiento indignado que le hacían castañetear los dientes postizos. El Rey trató de bajar sobre su cara la visera de la gorra y estuvo a punto de perder pie al final de las estrechas escaleras. Afuera llovía. Un charco reflejó su silueta escarlata. Había varios vehículos en una calle transversal. Allí es donde Odón solía dejar su coche de carrera. Durante un minuto espantoso pensó que había desaparecido, pero luego recordó con delicioso alivio que lo había estacionado aquella noche en un pasaje contiguo. (Véase la interesante nota al verso 149.)

Versos 131-132: Yo era la sombra del picotero asesinado por la ficticia lejanía del cristal de la ventana.

La exquisita melodía de los dos versos que abren el poema se reitera aquí. La repetición de esa nota prolongada se salva de la monotonía gracias a la sutil variante del verso 132 en que la asonancia entre la segunda palabra y la rima proporciona al oído una especie de lánguido placer como el eco de una canción triste semiolvidada cuyos acentos tienen más sentido que las palabras. Hoy, en que la "ficticia lejanía" ha cumplido en efecto su temible deber y el poema que tenemos es la única "sombra" que queda, no podemos menos que leer en esos versos algo más que un juego de espejos y el temblor de un espejismo. Sentimos un destino funesto en la imagen de Gradus devorando las millas y millas de "ficticia lejanía" que lo separan del pobre Shade. Él también ha de encontrar en su vuelo urgente y ciego un reflejo que lo hará polvo.

Aunque Gradus utilizara toda clase de medios de locomoción -coches alquilados, trenes locales, escaleras mecánicas, aviones- en cierto modo el ojo del espíritu lo ve, y los músculos del espíritu lo sienten atravesando el cielo con un bolso negro de viaje en una mano y un paraguas mal cerrado en la otra, en un vuelo sostenido por encima del mar y de la tierra. La fuerza que lo impulsa es la acción mágica del poema de Shade, el mecanismo y el movimiento del verso, el poderoso motor yámbico. Nunca hasta ahora el inexorable avance del destino había recibido una forma tan sensual (para otras imágenes del enfoque trascendental de este vagabundo, véase la nota al verso 17).

Verso 137: lemniscata

"Una curva única y bicircular de cuarto grado" dice mi viejo diccionario fatigado. No alcanzo a entender qué tiene que ver esto con una bicicleta y sospecho que la frase de Shade no tiene un verdadero significado. Como otros poetas antes que él, parece haber sido víctima aquí del embrujo de una eufonía falaz.

Para dar un ejemplo patente: ¿qué puede ser más resonante, más resplandeciente, qué puede sugerir más belleza plástica y coral que la palabra coramen? Sin embargo en realidad designa simplemente la ruda correa con que el pastor zemblano sujeta sus humildes provisiones y su raída manta al lomo de la más apacible de sus vacas cuando las lleva al vebodar(pastizales de montaña).

Verso 143: un juguete de cuerda

¡Por un golpe de fortuna lo he visto! Una noche de mayo o junio caí por casa de mi amigo para recordarle una colección de folletos escritos por su abuelo, un pastor excéntrico, que según me había dicho una vez estaban guardados en el sótano. Lo encontré esperando con aire sombrío a algunas personas (colegas de su sección, creo, y sus mujeres) que venían a una cena formal. Accedió de buen grado a llevarme al sótano pero después de revolver entre pilas de libros y revistas polvorientas, dijo que trataría de encontrarlos en algún otro momento. Fue entonces cuando lo vi en un estante, entre un candelero y un despertador sin agujas. Shade, pensando que yo podía creer que había pertenecido a su hija muerta, me explicó apresuradamente que era tan viejo como él. Se trataba de un negrito de plomo pintado, con un agujero de cerradura en el costado y sin espesor, por así decirlo, pues consistía apenas en dos perfiles más o menos fundidos y su carretilla estaba toda torcida y rota. Dijo, sacudiéndose el polvo de las mangas, que lo conservaba como una especie de memento mori: había tenido un extraño desmayo un día, en su infancia, mientras jugaba con ese juguete. Nos interrumpió la voz de Sybil que nos llamaba desde arriba; pero no importa, ahora la máquina oxidada funcionará de nuevo, porque tengo la llave.

Verso 149: un pie en la cima de una montaña

La Cadena de Bera, una serie de escarpadas montañas de doscientas millas de largo, que no llega al extremo norte de la península zemblana (cortada en su base del continente de la locura por un canal impracticable), la divide en dos partes: la floreciente región oriental de Onhava y otras comunas como Aros y Grindelwod, y la franja occidental mucho más estrecha con sus pintorescas aldeas de pescadores y sus agradables estaciones balnearias. Las dos costas están unidas por dos autorrutas asfaltadas: la más antigua esquiva las dificultades dirigiéndose primero hacia el norte, a lo largo de las laderas orientales, en dirección a Odevalle, Yeslove y Embla, y sólo en ese momento dobla hacia el oeste en la punta más septentrional de la península; la más nueva, una carretera maravillosamente planeada, complicada y sinuosa, atraviesa la cadena de montañas hacia el oeste, del norte de Onhava a Bregberg, y las guías turísticas la califican de "ruta panorámica". Varias pistas cruzan las montañas en diversos puntos y llevan a pasos, ninguno de los cuales tiene más de cinco mil pies de altura; algunas cimas se elevan unos dos mil pies más y conservan la nieve en el verano; y desde una de ellas, la más alta y rispida, el Monte Glitterntin, se puede distinguir los días claros, a lo lejos, al este, más allá del Golfo de la Sorpresa, una vaga iridiscencia que según dicen algunos es Rusia.