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Después de escapar del teatro, nuestros amigos se habían propuesto seguir la vieja autorruta veinte millas en dirección al norte, y luego tomar a la izquierda un pobre camino poco frecuentado que los hubiera llevado eventualmente al principal escondrijo de los carlistas, un castillo de barón en un bosque de pinos en la ladera oriental de la Cadena de Bera. Pero el vigilante tartamudo había estallado al fin en un discurso espasmódico; los teléfonos funcionaron frenéticamente, y los fugitivos habían recorrido apenas unas doce millas cuando un resplandor confuso, frente a ellos, en la oscuridad, en la intersección de la vieja autorruta y la nueva, reveló una barrera que por lo menos tenía el mérito de suprimir los dos caminos de un solo golpe.

Odón dio media vuelta con el coche y en la primera oportunidad se desvió hacia el oeste, rumbo a las montañas. El sendero estrecho y lleno de baches que los tragó pasó por una leñera, llegó a un torrente, lo cruzó con gran repiqueteo de tablas y en seguida degeneró en un claro lleno de ramas cortadas. Estaban en el linde del bosque de Mandevil. El trueno retumbaba en el terrible cielo pardo.

Durante algunos segundos los dos hombres permanecieron inmóviles mirando hacia arriba. La noche y los árboles disimulaban la cuesta. Desde ese punto, un buen escalador podía llegar al paso de Bregberg al alba, si se las arreglaba para encontrar una pista practicable después de atravesar el muro negro del bosque. Decidieron separarse. Charlie proseguiría hacia el remoto tesoro de la gruta marina y Odón permanecería atrás como señuelo. Les ofrecería, dijo, una alegre persecución, adoptaría disfraces sensacionales y se pondría en contacto con el resto de la banda. Su madre era una norteamericana de New Wye, Nueva Inglaterra. Se dice que fue la primera mujer en el mundo que mató lobos y otros animales, creo, desde un avión.

Un apretón de manos, el fulgor de un relámpago. Cuando el Rey se metió entre los sombríos y húmedos helechos, su olor, su elasticidad de encaje y la mezcla de vegetación suave y de suelo escarpado le recordaron las veces que había merendado en esos lugares, en otra parte del bosque pero en la misma ladera de la montaña, y más arriba, de niño, en el campo de peñascos donde el Sr. Campbell una vez se había torcido un tobillo y habían tenido que bajarlo, fumando su pipa, dos fornidos criados. Recuerdos bastante tristes, en conjunto. ¿No había por allí un pabellón de caza, justo más allá de la cascada de Silfhar? Buena caza de perdices y becadas, deporte que apreciaba mucho su difunta madre, la Reina Blenda, una reina de tweedy a caballo. Ahora como entonces, la lluvia crepitaba en los árboles negros y si uno se detenía escuchaba los golpes del corazón y el gruñido lejano del torrente. ¿Qué hora es, kot or? Apretó el botón de su reloj de repetición que, imperturbable, silbó y tintineó las diez y veintiuna.

Cualquiera que haya tratado de escalar una pendiente empinada en una noche oscura, a través de una maraña de vegetación hostil, sabe a qué formidable tarea tenía que hacer frente nuestro montañés. Durante más de dos horas se mantuvo firme, tropezando contra los troncos, cayendo en las quebradas, aferrándose a invisibles arbustos, luchando contra un ejército de coniferas. Perdió su capa. Se preguntó si no sería preferible acurrucarse debajo de la maleza y esperar a que saliera el sol. De pronto una luz como una cabeza de alfiler brilló delante de él y pronto se encontró titubeando en la pendiente resbalosa de una pradera recién segada. Un perro ladró. Una piedra rodó bajo sus pies. Se dio cuenta de que estaba cerca de una borede montaña (granja). Se dio cuenta también de que había caído en una zanja profunda llena de barro.

El nudoso granjero y su rolliza mujer que, como personajes de un cuento viejo y tedioso, ofrecieron al empapado fugitivo un agradable refugio, lo tomaron por un excéntrico excursionista que se había separado de su grupo. Se le permitió que se secara en una cocina caliente donde le dieron una comida de cuento de hadas, compuesta de pan y queso y un tazón de hidromiel de montaña. Sus sentimientos (gratitud, agotamiento, agradable calor, adormilamiento y así sucesivamente) eran demasiado evidentes para que sea necesario describirlos. Un fuego de raíces de alerce crepitaba en la estufa, y todas las sombras de su reino perdido se reunieron para danzar alrededor de su mecedora mientras dormitaba entre ese. resplandor y la luz trémula de un pequeño fanal de terracota, un instrumento con un pico parecido a una lámpara romana que colgaba sobre un estante donde unas pobres chucherías de vidrio y pedazos de nácar se convertían en microscópicos soldados hormigueando en una batalla desesperada. Se despertó con un calambre en el cuello al primer repique de cencerro del alba, encontró a su huésped afuera, en un rincón húmedo destinado a las humildes necesidades de la naturaleza, y le rogó al buen grunter(granjero montañés) que le indicara el camino más corto para llegar al paso. -Voy a despertar a Garh, la pereza misma -dijo el granjero.

Una escalera rudimentaria conducía a un desván. El granjero apoyó su nudosa mano en la nudosa balaustrada y lanzó hacia las tinieblas de arriba un grito guturaclass="underline"

- ¡Garh! ¡Garh! -Aunque se aplica a los dos sexos, ese nombre, en rigor de verdad, es masculino, y el Rey esperaba ver salir del desván a un muchacho montañés de rodillas desnudas como un ángel atezado. En cambio apareció una joven tunanta desgreñada, vestida sólo con una camisa de hombre que le llegaba hasta las rosadas pantorrillas y un par de zapatos demasiado grandes para ella. Un momento después, como si fuera una transformista, reapareció con el amarillo pelo lacio y colgando, pero la camisa sucia había sido sustituida por un pulóver sucio y las piernas estaban enfundadas en un pantalón de pana. Se le dijo que acompañara al extranjero hasta un lugar desde donde podía llegar fácilmente al paso. Una expresión soñolienta y malhumorada borraba todo el atractivo que su cara redonda y su nariz respingada hubieran podido tener para los pastores del lugar; pero cumplió de buen grado los deseos de su padre. La esposa canturreaba una antigua canción mientras se ocupaba de sus ollas y sartenes.

Antes de irse, el Rey pidió a su huésped, cuyo nombre era Griff, que aceptara una vieja moneda de oro que resultó tener en el bolsillo, el único dinero que poseía. Griff lo rechazó enérgicamente y siempre protestando, empezó la laboriosa tarea de abrir dos o tres pesadas puertas y quitarles los candados. El Rey echó una mirada a la anciana mujer, obtuvo una guiñada aprobadora y puso el mudo ducado sobre el manto de la chimenea junto a una caracola violeta contra la cual estaba apoyada una foto en colores que representaba a un elegante oficial de la guardia con su esposa descotada: Karl el Bienamado, tal como era veinte años antes, y su joven reina, una joven virgen colérica de pelo negro carbón y ojos azules como el hielo.

Las estrellas acababan de desaparecer. Detrás de la muchacha y un feliz perro de pastor subió la pista herbosa que centelleaba bajo el rocío rubí en la luz teatral de un alba alpina. El aire mismo parecía coloreado y lustroso. Un frío sepulcral emanaba de la cuesta escarpada a cuyo flanco subía la pista; pero en el lado opuesto que caía a pique, aquí y allá, entre las cimas de los pinos que crecían más abajo, los rayos del sol como telarañas empezaban a urdir su trama de calor. En el recodo siguiente ese calor envolvió al fugitivo y una mariposa negra bajó bailando una pendiente de guijarros. El sendero seguía estrechándose y deteriorándose poco a poco en medio de una confusión de peñascos. La muchacha señaló las pendientes más allá de la pista. Él asintió con la cabeza. -Ahora vete a casa -dijo-. Descansaré aquí y luego continuaré solo.