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Poco antes había visto la fecha en la cubierta de uno de sus libros; había reflexionado en la espantosa decrepitud de su indumentaria a la hora del desayuno, había medido su brazo, como jugando, por comparación con el mío, y le había comprado en Washington una bata de seda absolutamente suntuosa, una verdadera piel de dragón de colores orientales, digna de un samurai: eso es lo que contenía la caja.

Me desvestí apresuradamente y rugiendo mi himno favorito, tomé una ducha. Mi versátil jardinero, mientras me daba la fricción que yo tanto necesitaba, me informó que los Shade daban esa noche una gran cena con mesitas y que el Senador Blank (un estadista franco de quien se hablaba mucho, primo de John) estaba invitado.

Pero no hay nada más agradable para un hombre solitario que una fiesta de cumpleaños improvisada y pensando -no, estaba seguro- que mi teléfono había sonado todo el día sin ser atendido, marqué alegremente el número de los Shade y naturalmente, fue Sybil la que contestó.

Bon soir, Sybil.

- Ah, hola, Charles. ¿Hizo un buen viaje?

- Bueno, para decir la verdad…

- Escuche, sé que usted quiere hablar con John, pero ahora está descansando y yo estoy ocupadísima. Le digo que lo llame más tarde, ¿eh?

- ¿Más tarde, cuándo… esta noche?

- No, mañana, pienso. Llaman a la puerta. Hasta luego.

Extraño. ¿Por qué tenía que estar Sybil atenta a la campanilla de la puerta cuando además de la mucama y la cocinera había dos jóvenes extras de chaqueta blanca? Un falso orgullo me impidió hacer lo que hubiera debido: tomar mi regalo real bajo el brazo y dirigirme serenamente a aquella casa inhospitalaria. ¿Quién sabe? Tal vez me hubieran dado las gracias en la puerta de servicio con un trago de sherry de cocina. Confié en que hubiera habido un error y en que Shade telefonearía. Fue una amarga espera y el único efecto que tuvo la botella de champaña que me bebí solo pasando de una ventana a otra, fue una buena crápula(resaca).

Oculto detrás de un cortinado, detrás de un boj, a través del velo dorado de la tarde y del encaje negro de la noche, estuve mirando aquel césped, aquel sendero, aquella banderola semicircular, aquellas ventanas brillantes como joyas. El sol aún no se había puesto, cuando oí el coche del primer invitado, a las siete y cuarto. Oh, los vi a todos. Vi al viejo Dr. Sutton, con su cabeza nevada, un hombrecito perfectamente oval que llegó en un Ford tambaleante con su hija, una mujer alta, la Sra. Starr, viuda de guerra. Vi a una pareja, que después me enteré de que era el Sr. Colt, un abogado del lugar, y su esposa, cuyo atolondrado Cadillac entró hasta la mitad de mi sendero antes de retirarse en un despliegue de luminosos parpadeos. Vi a un viejo escritor de fama mundial, inclinado bajo el íncubo de los honores literarios y de su propia y prolífica mediocridad, que emergió en taxi, desde los oscuros días de antaño en que Shade y él habían dirigido conjuntamente una pequeña revista. Vi a Frank, el factótum de Shade, que se iba en la camioneta. Vi a un profesor de ornitología jubilado que venía desde la autorruta donde había estacionado ilegalmente su coche. Vi, acurrucada en su pequeño Pulex junto a su amiga, una especie de bello efebo de melena desgreñada, a la patrona de las artes que había patrocinado la última exposición de la tía Maud. Vi a Frank, que volvía con el anticuario de New Wye, al ciego Sr. Kaplún y su mujer, un águila decrépita. Vi a un estudiante coreano de smokingque llegaba en bicicleta y al presidente del College, con un traje raído, que llegaba a pie. Vi, en el ejercicio de sus tareas ceremoniales, pasando de la luz a la sombra y de una ventana a otra, donde como los martinis y los whiskies se entrecruzaban marcianos, a los dos jóvenes de chaqueta blanca, de la escuela hotelera, y me di cuenta de que conocía bien, muy bien, al más delgado de los dos. Y finalmente, a las ocho y media (cuando, me imagino, la dueña de casa había empezado a hacer crujir las articulaciones de sus dedos, manifestación habitual de su impaciencia) una larga limousinenegra, oficialmente lustrosa y bastante fúnebre, se deslizó en el nimbo del sendero y mientras el gordo chófer negro se apresuraba a abrir la portezuela vi con lástima que mi poeta salía de su casa con una flor blanca en el ojal y una sonrisa de bienvenida en su cara arrebolada por el alcohol.

La mañana siguiente, en cuanto vi salir a Sybil en el coche en busca de Ruby, la criada que no dormía en la casa, crucé con la caja bien envuelta y con reproche. Delante del garaje, en el suelo, vi que había un buchmann, una pequeña pila de libros de la biblioteca que evidentemente Sybil había olvidado. Me incliné dominado por el demonio de la curiosidad: casi todos eran de Faulkner; y un segundo después Sybil estaba de vuelta, sus neumáticos crujieron en la grava justo detrás de mí. Añadí los libros a mi regalo y deposité la pila entera en su regazo. Muy amable de mi parte, ¿pero qué era esa caja? Simplemente un regalo para John. ¿Un regalo? Bueno, ¿no había sido ayer su cumpleaños? Sí, es cierto, pero después de todo ¿los cumpleaños no son meras convenciones? Convenciones o no, era también mi cumpleaños, una pequeña diferencia de dieciséis años, eso es todo. ¡Ah, vaya! Felicitaciones. ¿Y cómo había resultado la fiesta? Bien, usted sabe lo que son esas fiestas (aquí busqué en el bolsillo otro libro… un libro que ella no se esperaba). Sí, ¿qué son? Oh, gentes que usted ha conocido toda la vida y que debe invitar una vez por año, hombres como Ben Kaplún y Dick Colt con quienes fuimos a la escuela, y ese primo de Washington, y el tipo que escribe las novelas que usted y John consideran tan cursis. No le dijimos que viniera porque sabemos cómo le aburren esas cosas. Esto me dio pie.

- A propósito de novelas -dije-, usted se acuerda que una vez usted, su marido y yo decidimos que la obra maestra, mal acabada, de Proust era un enorme y demoníaco cuento de hadas, el sueño de un espárrago, sin relación alguna con cualquier tipo de gente de una Francia histórica, un travestissementsexual y una farsa colosal, el vocabulario de un genio y su poesía, pero nada más, dueñas de casa imposiblemente mal educadas, déjeme hablar por favor, y huéspedes peor educados todavía, peleas mecánicamente dostoievskianas y tolstoianos matices de esnobismo repetidos y estirados hasta una longitud intolerable, adorables marinas, avenidas fundentes, no, no me interrumpa, efectos de luz y sombra que rivalizan con los de los más grandes poetas ingleses, una flora de metáforas descripta, por Cocteau, creo, como un "espejismo de jardines suspendidos", y, todavía no he terminado, una absurda historia de amor, hecha de goma y cordeles, entre un pillastre joven y rubio (el ficticio Marcel) y una improbable jeune fillede pechos postizos, cuello ancho como el de Vronski (y Lyovin), y mejillas como nalgas de cupido; pero, y ahora déjeme terminar suavemente, estábamos equivocados, Sybil, estábamos equivocados al negarle a nuestro pequeño beau ténébreuxla capacidad de evocar el "interés humano": allí está, allí está, quizá más bien a la manera del siglo dieciocho o incluso del diecisiete. Se lo ruego, zambúllase o vuelva a zambullirse, araña, en este libro (ofreciéndolo), encontrará un lindo marcador que compré en Francia, quiero que John lo guarde. Au revoir, Sybil, tengo que irme. Me parece que mi teléfono está sonando.