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ascendente pirueta y volviendo (¡ tu-ui !) 70

en seguida a su pértiga, la nueva TV.

Yo era muy pequeño cuando mis padres murieron.

Los dos eran ornitólogos. He tratado

tantas veces de evocarlos que hoy

tengo un millar de padres. Tristemente

con sus propias virtudes se confunden, y se borran,

pero ciertas palabras, palabras oídas al azar,

como "corazón frágil", siempre aluden a él,

y "cáncer de páncreas", a ella se refieren.

Un preterista: el que recoge nidos abandonados. 80

Aquí estaba mi dormitorio, ahora reservado a los huéspedes.

Aquí, arropado por la criada canadiense,

escuchaba el murmullo de la conversación de abajo, y rezaba

para que todos estuvieran siempre bien,

tíos y tías, la criada, su sobrina Adèle,

que había visto al Papa, gentes de los libros, y Dios.

Me crió mi querida, extravagante tía Maud,

poeta y pintora que gustaba

de objetos realistas mezclados

con grotescas ramificaciones e imágenes de perdición. 90

Vivió para escuchar el primer llanto del niño siguiente. Su cuarto

lo hemos conservado intacto. Sus fruslerías componen

una naturaleza muerta a su manera: el pisapapeles

de vidrio convexo que encierra una laguna,

el libro de versos abierto en el índice (Luna,

Lunar, Luto, Luz), la guitarra abandonada,

la calavera, y un recorte del Star locaclass="underline"

Los Yanks baten a los Rex por 5 a 4, sobre

el Homero de Chapman , clavado en la puerta.

Mi Dios murió joven. La teolatría me parecía 100

degradante, y sus premisas, inciertas.

Ningún hombre libre necesita un Dios; ¿pero era yo libre?

¡Con qué plenitud sentía a la naturaleza pegada a mí

y cómo amaba mi paladar infantil el gusto

mitad miel, mitad pescado de esa dorada cola!

Desde la infancia mi libro de imágenes fue

el pergamino pintado que tapiza nuestra jaula:

anillos morados alrededor de la luna; un sol naranja sanguina;

el iris doble, y ese raro fenómeno,

la irídula -cuando, extraña y magnífica, 110

en un cielo brillante, sobre una cadena montañosa,

una nubécula ópalo de forma oval

refleja el arco iris de una tormenta

montada en un valle distante-,

pues estamos muy artísticamente enjaulados.

Y el muro del sonido: el muro nocturno

que un trillón de grillos levantan en el crepúsculo.

¡Impenetrable! A medio camino, en la colina,

me detenía avasallado por sus delirantes trinos.

Es la luz del Dr. Sutton. Es la Osa Mayor. 120

Hace mil años cinco minutos eran

iguales a cuarenta onzas de fina arena.

Mirar fijo las estrellas. Infinito pasado

e infinito futuro: por encima de tu cabeza

como alas gigantes se cierran, y estás muerto.

El común de los mortales, diría yo,

es más feliz: ve la Vía Láctea

sólo cuando orina. Entonces como ahora

yo caminaba por mi cuenta y riesgo: fustigado por las ramas,

tropezando en las cepas. Asmático, cojo y gordo, 130

nunca hice rebotar una pelota ni empuñé un bate.

Yo era la sombra del picotero asesinado

por la ficticia lejanía del cristal de la ventana.

Tenía un cerebro, cinco sentidos (uno de ellos único),

pero en todo lo demás era un engendro ridículo.

En mis sueños nocturnos jugaba con otros chicos,

pero en realidad no envidiaba nada, salvo quizá

el milagro de una lemniscata trazada

en la húmeda arena por las ruedas descuidadamente

diestras de una bicicleta.

Un hilo de dolor sutil 140

que la traviesa muerte mueve, suelta después,

pero siempre presente, corre a través de mí. Un día,

acababa de cumplir once años, mientras tendido

en el suelo, contemplaba un juguete de cuerda

- un carrito de lata tirado por un muchacho de lata-

que pasaba entre las patas de las sillas y se perdía debajo de la cama,

irrumpió de pronto el sol en mi cabeza.

Y después la negra noche. Aquella negrura era sublime.