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—Esto es lo que me gustaría hacer —dijo—. Algo similar a la obra del destino en relación con nosotros. Piensa en cómo la inició hace unos tres años y medio... ¡El primer intento de reunimos fue tosco y complicado! Aquel traslado de muebles, por ejemplo: yo veo algo extravagante en ello, algo así como «tirar la casa por la ventana», ¡porque fue todo un trabajo trasladar a los Lorentz y su mobiliario a la casa donde yo acababa de alquilar una habitación! La idea carecía de sutileza: ¡hacer que nos conociéramos a través de la esposa de Lorentz! Con el deseo de acelerar las cosas, el destino introdujo a Romanov, quien me llamó e invitó a una fiesta en su casa. Pero en este punto el destino cometió un error: el medio elegido no era el idóneo. Aquel hombre me resultaba odioso y se obtuvo el resultado contrario: a causa de él empecé a evitar a los Lorentz, por lo que todo este laborioso plan se fue al diablo, el destino se quedó con un camión de mudanzas en las manos y los gastos no fueron reembolsados.

—Ten cuidado —le advirtió Zina—. Podría ofenderse por esta crítica y planear una venganza.

—Sigue escuchando. El destino lo intentó otra vez, de modo más sencillo pero más susceptible de éxito, porque yo necesitaba dinero y debería haberme agarrado a la oferta de un trabajo: ayudar a una chica rusa desconocida a traducir unos documentos; pero también esto falló. Primero, porque el abogado Charski resultó ser un intermediario desagradable y, segundo, porque detesto hacer traducciones al alemán, por lo que todo se fue al traste una vez más. Entonces, después de este fracaso, el destino decidió no arriesgarse más y me instaló directamente donde tú vivías. No eligió como intermediaria a la primera persona que pasara por allí, sino a una que me era simpática y que en seguida tomó el asunto en sus manos y no me permitió escabullirme. Es cierto que en el último momento hubo un fallo que casi lo echó todo a rodar: en sus prisas —o por mezquindad—, el destino no te hizo aparecer el día de mi visita; naturalmente, después de hablar cinco minutos con tu padrastro —a quien el destino tuvo el desliz de dejar salir de la jaula —decidí no alquilar la poco atractiva habitación que había visto por encima de su hombro. Y entonces, acabados ya sus recursos, incapaz de presentarte inmediatamente, el destino me enseñó, como última y desesperada maniobra, tu vestido azul de baile sobre un sillón, y cosa extraña, yo mismo ignoro por qué, la maniobra tuvo éxito, y me imagino el suspiro de alivio del destino en aquel momento.

—Sólo que aquel vestido no era mío, sino de mi prima Raissa —muy simpática, pero fea de verdad—; creo que me lo dejó para que le quitara o le añadiera un adorno.

—En tal caso, aún fue más ingenioso. ¡Cuántos recursos! Las cosas más encantadoras de la naturaleza y el arte se basan en el engaño. Fíjate bien, empezó con una impetuosidad imprudente y terminó con el más delicado toque final. ¿No te parece que puede ser la trama de una novela extraordinaria? ¡Vaya tema! Pero hay que elaborarlo, adornarlo, rodearlo de la densidad de la vida, de mi vida, de mis pasiones y preocupaciones profesionales.

—Sí, pero el resultado será una autobiografía con ejecuciones en masa de buenas amistades.

—Bueno, supongamos que entremezclo, retuerzo, combino, mastico y vomito todos los ingredientes, que añado tales especias de mi propia cosecha y lo impregno todo de mí mismo hasta tal punto que de la autobiografía sólo queda el polvo, ese polvo, bien—, entendido, que pinta el más anaranjado de los cielos. Y no voy a escribiría ahora, pasaré mucho tiempo preparándola, años, tal vez... En cualquier caso, primero haré otra cosa; quiero traducir algo a mi manera de un viejo sabio francés, a fin de llegar a la dictadura definitiva sobre las palabras, porque en mi Chernyshevski aún están intentando votar.

—Todo esto es maravilloso —dijo Zina—; no puedes imaginarte cómo me gusta. Creo que serás un escritor diferente de cuantos han existido, y Rusia suspirará por ti, cuando recobre el sentido demasiado tarde... Pero, ¿me amas?

—Lo que te he dicho es en realidad una especie de declaración de amor —repuso Fiodor.

—«Una especie de» no es suficiente. Es probable, y tú

lo sabes, que a veces sea terriblemente desgraciada contigo.

Pero en el fondo no importa, estoy dispuesta a arriesgarme.

Sonrió, abriendo mucho los ojos y levantando las cejas, y entonces se apoyó en el respaldo de la silla y empezó a empolvarse la barbilla y la nariz.

—Ah, tengo que contártelo, esto es magnífico, tiene un pasaje famoso que creo poder recitar de memoria si lo hago en seguida, así que no me interrumpas; es una traducción aproximada: una vez hubo un hombre... que vivía como un verdadero cristiano; hizo mucho bien, a veces con palabras, a veces con hechos, y otras con silencios; observaba los ayunos; bebía el agua de los valles (esto es bueno, ¿verdad?); alimentaba el espíritu de concentración y vigilancia; vivía una vida pura, sabia y difícil; pero cuando intuyó la proximidad de la muerte, en lugar de pensar en ella, en lugar de lágrimas de arrepentimiento y tristes despedidas, en lugar de monjes y notarios vestidos de negro, invitó a un banquete a acróbatas, actores, poetas, un grupo de bailarinas, tres magos, alegres estudiantes de Tollenburg, un viajero de Taprobana, y en medio de versos melodiosos, máscaras y música, apuró una copa de vino y murió con una sonrisa alegre en el rostro... Magnífico, ¿verdad? Si he de morir algún día, así es exactamente como me gustaría.

—Pero sin las bailarinas —observó Zina. —Bueno, sólo son un símbolo de alegre compañía... ¿Y si nos fuéramos?

—Tenemos que pagar —dijo Zina—. Llámale. Les quedaron, once pfennigs, incluida la moneda ennegrecida que ella había encontrado dos días antes en la acera: les traería suerte. Mientras andaban por la calle, él sintió un escalofrío repentino y de nuevo aquella turbación emocional, pero ahora en una forma diferente, lánguida. Les separaba de la casa un paseo de veinte minutos, y el aire, la oscuridad y el olor dulzón de los tilos en flor causaban un dolor nostálgico en el pecho. Este olor se disipaba en la distancia entre tilo y tilo, donde era reemplazado por una frescura negra, y de nuevo, bajo la próxima bóveda, se acumulaba una nube opresiva y embriagadora, y Zina decía, tensando la nariz: «¡Oh, huélelo!», y una vez más la oscuridad perdía su sabor y una vez más se saturaba de miel. ¿De verdad ocurrirá esta noche? ¿De verdad ocurrirá ahora? El peso y la amenaza de la dicha. Cuando camino así contigo, muy despacio, y te agarro por el hombro, todo oscila vagamente, la cabeza me zumba, y siento deseos de arrastrar los pies; la zapatilla me cae del —pie izquierdo, vamos muy despacio, nos demoramos, nos evaporamos en la niebla, ahora estamos casi fundidos.

...Y un día recordaremos todo esto, los tilos, y la sombra en la pared, y las uñas de un perro de lanas rascando las losas de la noche. Y la estrella, la estrella. Y aquí está la plaza y la iglesia oscura, con la luz amarilla de su reloj. Y aquí, en la esquina, está la casa.

¡Adiós, libro mío! Como los ojos mortales, los imaginados también deben cerrarse algún día. Oneguin se levantará de sus rodillas, pero su creador se aleja. Y no obstante, el oído no puede separarse ahora de la música y dejar que la historia se desvanezca; las cuerdas del propio destino continúan vibrando; y donde he puesto fin no existe obstrucción para el sabio: las sombras de mi mundo se extienden más allá del horizonte de la página, azul como la niebla matutina del día de mañana, y tampoco esto termina la frase.

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