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En sí mismo, todo esto era una vista, del mismo modo que la habitación en sí era una entidad separada; pero ahora había aparecido un intermediario, y ahora aquella vista se convirtió en la vista desde su habitación y en ninguna otra. El don de la vista que acababa de recibir no la mejoraba. Sería difícil, pensó, transformar el papel de la pared (amarillo pálido, con tulipanes azules) en una estepa lejana. Habría que cultivar durante largo tiempo el desierto del escritorio, para que pudiera hacer germinar sus primeras rimas. Y mucha ceniza de cigarrillo tendría que caer bajo el sillón y entre sus pliegues antes de que pudiera servirle para viajar.

La patrona fue a decirle que le llamaban por teléfono, y él bajando cortésmente los hombros, la siguió hasta el comedor. «En primer lugar, señor mío —dijo Alexander Yakovlevich Chernyshevski—, ¿por qué son tan reacios en su vieja pensión a facilitar su nuevo número? La dejó con un portazo, ¿verdad? En segundo lugar, quiero felicitarle... ¡Cómo! ¿Todavía no se ha enterado? ¿De verdad?» («Todavía no se ha enterado», observó Alexander Yakovlevich, volviendo el otro lado de su voz hacia alguien que estaba fuera del alcance del teléfono.) «Bien, en tal caso, agárrese fuerte y escuche esto —voy a leérselo: "La recién publicada colección de poemas de Fiodor Godunov-Cherdyntsev, autor hasta ahora desconocido, nos parece tan brillante y el talento poético del autor es tan indiscutible..." Escuche, no voy a seguir, será mejor que venga usted a vernos esta noche. Entonces conocerá todo el artículo. No, Fidor Konstantinovich, amigo mío, ahora no le diré nada más, ni quién ha escrito esta crítica, ni en qué periódico ruso ha aparecido, pero si quiere mi opinión personal, no ee ofenda, pero creo que este sujeto le trata con excesiva bondad. Así, pues, ¿vendrá usted? Excelente. Le esperaremos.»

Al colgar el auricular, Fiodor casi derribó de la mesa el bloque con varillas de acero flexible y un lápiz junto a ella; trató de cogerlo, y fue entonces cuando lo tumbó; después su cadera chocó contra la esquina del aparador; luego dejó caer un cigarrillo que estaba sacando del paquete mientras caminaba; y finalmente calculó mal el ímpetu de la puerta, que se abrió con tanta resonancia que Frau Stoboy, que pasaba en aquel momento por el pasillo con un plato de leche en la mano, emitió un glacial «¡Uf!». Él quería decirle que su vestido amarillo pálido con tulipanes azules era bonito, que la raya de sus cabellos rizados y las bolsas temblorosas de sus mejillas le prestaban una majestuosidad a lo George Sand; que su comedor era el colmo de la perfección; pero se conformó con una sonrisa radiante y casi tropezó con las rayas atigradas que no habían seguido al gato cuando éste saltó a un lado; pero, después de todo, nunca había dudado de que sería así, de que el mundo, en la persona de unos cuantos centenares de amantes de la literatura que habían dejado San Petersburgo, Moscú y Kiev, apreciaría inmediatamente su don.

Tenemos ante nosotros un delgado volumen titulado Poemas (sencilla librea de cola de golondrina que en los últimos años se ha hecho tan de rigueur como la trencilla de no hace tanto tiempo —desde «Ensueños lunares» al latín simbólico), que contiene unos cincuenta poemas de doce versos dedicados todos ellos a un único tema: la infancia. Mientras los componía fervientemente, el autor pretendía, por un lado, generalizar las reminiscencias seleccionando elementos característicos de cualquier infancia lograda— de ahí su aparente evidencia; y por otro lado, sólo ha permitido que en sus poemas penetrara su esencia genuina —de ahí su aparente escrupulosidad. Al mismo tiempo tuvo que esforzarse mucho por no perder el control del juego ni el punto de vista del juguete. La estrategia de la inspiración y la táctica de la mente, la carne de la poesía y el espectro de la prosa traslúcida —éstos son los epítetos que nos parecen caracterizar con suficiente exactitud el arte de este joven poeta... Y, después de cerrar su puerta con llave, cogió el libro y se tendió en el diván —tenía que releerlo inmediatamente, antes de que la excitación tuviera tiempo de enfriarse, a fin de comprobar la superior calidad de los poemas e imaginar por adelantado todos los detalles de la gran aprobación que les había concedido aquel crítico inteligente, encantador y todavía sin nombre. Y ahora, al repasarlos y ponerlos a prueba, hacía exactamente lo contrario de lo que había hecho poco rato antes, cuando repasaba todo el libro en un solo pensamiento instantáneo. Ahora, por así decirlo, leía en tres dimensiones, explorando cuidadosamente cada poema, entresacado del resto como un cubo y bañado por todos lados en aquel aire campestre, mullido y maravilloso, después del cual uno se siente tan cansado al atardecer. En otras palabras, mientras leía, volvía a hacer uso de todos los materiales ya elegidos otra vez por su memoria para la extracción de estos poemas, y lo reconstruía todo, absolutamente todo, del mismo modo que un viajero ve a su regreso en los ojos de un huérfano no sólo la sonrisa de su madre, a quien había conocido en su juventud, sino también una avenida que termina en un estallido de luz amarilla y aquella hoja rojiza sobre el banco, y todo lo demás, todo lo demás. La colección se iniciaba con el poema «La pelota perdida», y uno sentía que empezaba a llover. Uno de esos atardeceres, cargados de nubes, que casan tan bien con nuestros abetos septentrionales, se había condensado en torno a la casa. La avenida había vuelto del parque para pasar la noche, y su entrada se hallaba envuelta en penumbra. Ahora, las blancas persianas enrollables separan la habitación de la oscuridad exterior, hacia donde ya se han trasladado las partes más claras de diversos objetos caseros para ocupar vacilantes posiciones a diferentes niveles del jardín irremisiblemente negro. La hora de acostarse está muy cerca.

Los juegos se van haciendo desanimados y algo indiferentes. Ella es vieja y gime dolorosamente mientras se arrodilla en tres laboriosas etapas.

Mi pelota ha rodado bajo la cómoda de la niñera.

En el suelo, una vela

tira de los bordes de las sombras

hacia un lado y otro, pero la pelota ha desaparecido.

Entonces llega el torcido atizador.

Se arrastra y se desgañifa en vano,

hace salir un botón

y luego media galleta.

De pronto la pelota surge, corriendo

hacia la oscuridad temblorosa,

cruza toda la estancia y en seguida desaparece

bajo el sofá inexpugnable.

¿Por qué no me satisface del todo el calificativo «temblorosa»? ¿Será que la mano colosal del titiritero aparece por un instante entre las criaturas cuyo tamaño la vista había llegado a aceptar (de modo que la primera reacción del espectador al final del espectáculo es :«¡Cuánto he crecido!»)? Después de todo, la habitación temblaba realmente, y el movimiento intermitente, parecido a un tiovivo, de las sombras en la pared cuando se llevan la luz, o el abultamiento de las monstruosas gibas del difuso camello del techo cuando la niñera forcejea con el voluminoso e inestable biombo de cañas (cuya expansión es inversamente proporcional a su grado de equilibrio) —todo esto constituye mis primeros recuerdos, los más próximos a la fuente original. Mi pensamiento inquisitivo se vuelve a menudo hacia esa fuente original, hacia ese vacío invertido. Y así, el estado nebuloso del niño siempre se me antoja una convalecencia lenta tras una terrible enfermedad, y el apartamiento de una no existencia original se convierte en un acercamiento a ella cuando fuerzo la memoria hasta el mismo límite con objeto de saborear aquella oscuridad y utilizar sus lecciones como medio de prepararme para la oscuridad futura; pero al volver mi vida del revés, para que el nacimiento se convierta en muerte, no consigo ver al borde de esta muerte invertida nada que corresponda al terror ilimitado que, según dicen, experimenta incluso un centenario cuando se enfrenta con el final positivo; nada, excepto tal vez las susodichas sombras, que se levantan desde algún lugar bajo cuando la vela se dispone a abandonar la habitación (mientras la sombra de la bola de latón izquierda de los pies de mi cama pasa como una cabeza negra, hinchándose al moverse), ocupa su lugar acostumbrado sobre la cama de mi cuarto infantil, y en sus rincones parecen de bronce y sólo tienen una semejanza casual con sus modelos naturales.