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En toda una colección de poemas, que desarman por su sinceridad... no, esto es una tontería —¿por qué hay que «desarmar» al lector? ¿Acaso es peligroso? En toda una colección de excelentes... o, para darle más énfasis, notables poemas, el autor no sólo canta a estas temibles sombras sino también a momentos más alegres. ¡Tonterías, he dicho! Mi panegirista desconocido y sin nombre no escribe así, y ha sido sólo por su causa que he poetizado el recuerdo de dos juguetes preciosos y, supongo, antiguos. El primero era una amplia maceta pintada que contenía una planta artificial de un país cálido, sobre la que descansaba un ave canora tropical, disecada, de aspecto tan asombrosamente vivo que parecía a punto de levantar el vuelo, con plumaje negro y pecho de amatista; y, cuando con halagos se obtenía la gran llave del ama de llaves Ivonna Ivanovna, y se introducía en un lado de la maceta y se hacía girar con fuerza varias veces, el pequeño ruiseñor malayo abría el pico... no, ni siquiera abría el pico, porque había ocurrido algo raro al viejo mecanismo, a uno u otro de los muelles, que, no obstante, reservaba su acción para más tarde: el pájaro no cantaba entonces, pero si uno se olvidaba de él y una semana después pasaba por casualidad frente a su elevada percha encima del armario, algún temblor misterioso le obligaba de pronto a emitir sus mágicos trinos —y qué maravillosa y largamente gorjeaba, hinchando el pecho encrespado; terminaba; entonces, cuando uno salía, pisaba otra tabla y, como respuesta especial, el pájaro emitía un último silbido y enmudecía a mitad de una nota. El otro de los juguetes poetizados, que estaba en otra habitación, también sobre un estante alto, se comportaba de manera similar, pero con una sombra burlona de imitación —del mismo modo que el espíritu de parodia siempre acompaña a la poesía auténtica. Se trataba de un payaso vestido de satén y pieles que se elevaba sobre dos enjalbegadas barras paralelas y solía ponerse en movimiento tras una sacudida accidental, al son de una música en miniatura de cómica pronunciación que sonaba bajo su pequeña plataforma mientras levantaba las piernas enfundadas en medias blancas y los zapatos con pompones, arriba, cada vez más arriba, con sacudidas apenas perceptibles —y de pronto todo se detenía y él queda inmóvil en una postura ladeada. ¿Tal vez ocurre lo mismo con mis poemas? Pero la veracidad de yuxtaposiciones y deducciones se preserva mejor a veces en el lado izquierdo de la dialéctica verbal.

Por la acumulación de piezas poéticas del libro obtenemos de manera gradual la imagen de un niño en extremo receptivo que vive en un ambiente favorable en grado superlativo. Nuestro poeta nació el 12 de julio de 1900, en la mansión de Leshino, que había sido durante generaciones la heredad de los Godunov-Cherdyntsev. Incluso antes de alcanzar la edad escolar, el niño ya había leído un considerable número de libros de la biblioteca de su padre. En sus interesantes memorias, fulano de tal recuerda el entusiasmo del pequeño Fedia y de su hermana Tania, dos años mayor que él, por el teatro de aficionados, y que incluso escribieron ellos mismos piezas teatrales para representarlas... Esto, buen hombre, puede ser cierto de otros poetas, pero en mi caso es una mentira. Siempre he sentido indiferencia por el teatro; aunque recuerdo que teníamos un teatro de marionetas, con árboles de cartón y un castillo almenado cuyas ventanas de celuloide, del color de la mermelada de frambuesa, dejaban ver llamas pintadas, como las del cuadro de Vereshchagin del «Incendio de Moscú», cuando dentro se encendía una vela, y fue precisamente esta vela lo que, no sin nuestra participación, causó finalmente el incendio de todo el edificio. ¡Oh, pero Tania y yo éramos muy exigentes en cuanto a juguetes! A menudo recibíamos cosas lamentables de personas indiferentes del exterior. Cualquier regalo que llegase en una caja plana de cartón, con la tapa ilustrada, presagiaba un desastre. A una tapa así traté de dedicarle mis estipulados doce versos, pero por alguna razón el poema no surgió. Una familia sentada en torno a una mesa circular iluminada por una lámpara; el niño luce un imposible traje de marinero con corbata roja, la niña lleva botas de cordones, también rojas; ambos, con expresiones de sensual deleite, están pasando cuentas de varios colores por varillas parecidas a pajas, haciendo cestitas, jaulas de pájaros y cajas; y, con similar entusiasmo, sus mentecatos padres participan en el mismo pasatiempo —el padre, con una considerable pelambrera en el rostro complacido, la madre, con sus imponentes pechos; el perro también mira hacia la mesa, y en último término puede verse acomodada a la envidiosa abuela. Ahora estos mismos niños han crecido y con frecuencia vuelvo a verlos en anuncios: él, con mejillas relucientes y morenas, chupa voluptuosamente un cigarrillo o sostiene en la mano bronceada, muestra también una sonrisa carnívora, un bocadillo que contiene algo rojo («¡coman más carne!»); ella sonríe a una media que lleva puesta o, con malvada afición, vierte nata artificial sobre frutas en conserva; y con el tiempo se convertirán en viejos vivaces, sonrosados y golosos —y aún tendrán ante sí la infernal belleza negra de ataúdes de roble en un escaparate decorado con palmeras... Así se desarrolla junto a nosotros un mundo de hermosos demonios, en una relación alegremente siniestra con nuestra existencia cotidiana; pero en el hermoso demonio hay siempre un defecto secreto, una verruga vergonzosa en el reverso de esta apariencia de perfección: el atractivo glotón del anuncio, atiborrándose de gelatina, nunca conocerá los tranquilos goces del gastrónomo, y sus modas (retrasándose junto a la cartelera mientras nosotros seguimos caminando) van siempre un poco a la zaga de las de la vida real. Algún día volveré para discutir sobre este vengador, que encuentra un punto débil para su golpe exactamente donde parece residir todo el sentido y el poder del ser a quien ataca.

En general, Tania y yo preferíamos los juegos movidos a los tranquilos —correr, el escondite, batallas. cuán notablemente la palabra «batalla» ( srashenie) sugiere el sonido de compresión elástica cuando introducíamos el proyectil en la pistola de juguete —un palito de madera coloreada, de quince centímetros, privado de su punta de goma para incrementar el choque contra la hojalata dorada de un peto (lucido por alguien mezcla de coracero y piel roja), que causaba una respetable abolladura pequeña.

...Cargas hasta el fondo el cañón,

con un crujido de muelles

que lo aprietan elásticamente contra el suelo,

y ves, medio oculto tras la puerta,

que tu doble se ha detenido en el espejo,

con las plumas multicolores de su tocado

completamente erizadas.

El autor tuvo ocasión de ocultarse (ahora estamos en la mansión de los Godunov-Cherdyntsev en el Muelle Inglés del Neva, donde aún hoy continúa emplazada) entre cortinajes, bajo las mesas, detrás de los tiesos almohadones de divanes de seda, en un armario, donde cristales de naftalina crujían bajo los pies (y desde donde podía observarse sin ser visto a un criado pasando lentamente, que parecía extrañamente distinto, vivo, etéreo, oliendo a manzanas y té), y también bajo una escalera en espiral o tras un solitario aparador olvidado en una habitación vacía sobre cuyos polvorientos estantes vegetaban objetos tales como un collar hecho de dientes de lobo; un pequeño y barrigudo ídolo de almástiga; otro de porcelana, con la lengua salida en un saludo nacional; un ajedrez con camellos en lugar de alfiles; un dragón articulado de madera; una caja de rapé Soyot de cristal empañado; ídem, de ágata; la pandereta de un chamán y la correspondiente pata de conejo; una bota de piel de wapiti, con doble suela hecha con la corteza de la madreselva azul; una moneda tibetana ensiforme; una copa de jade de Kara; un broche de plata con turquesas; una lámpara de lama; y un montón de trastos similares que —como polvo, como la postal de un balneario alemán con su «Gruss» en nácar— mi padre, que no podía soportar la etnografía, había traído por casualidad de sus fabulosos viajes. Los verdaderos tesoros —su colección de mariposas, su museo— se conservaban en tres salas cerradas con llave; pero el presente libro de poemas no contiene nada sobre ellos: una intuición especial advirtió al joven autor que algún día desearía hablar de un modo muy distinto, no en versos como miniaturas, cadenciosos y con magia, sino con palabras viriles, diferentes, muy diferentes, sobre su famoso padre.