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La conocí en junio de 1916. Tenía veintitrés años. Su marido, un pariente lejano nuestro, estaba en el frente. Ella vivía en una casa pequeña dentro de los límites de nuestra finca y solía visitarnos a menudo. Por su causa olvidé casi del todo a las mariposas y pasé completamente por alto la revolución. En el invierno de 1917 se fue a Novorossisk —y hasta que estuve en Berlín no me enteré por casualidad de su terrible muerte. Era bajita y delgada, tenía cabellos castaños que recogía en un moño alto, mirada alegre en los grandes ojos negros, hoyuelos en las mejillas pálidas y tiernos labios que pintaba con un fragante líquido rojo aplicándose el tapón del frasco de cristal. En todas sus actitudes había algo que yo encontraba adorable hasta hacerme derramar lágrimas, algo indefinible entonces pero que ahora me parece una especie de patética despreocupación. No era inteligente, sino trivial y de educación más bien escasa, exactamente tu polo opuesto... no, no, no quiero decir en absoluto que la amaba más que a ti, ni que aquellas citas fueran más felices que mis encuentros nocturnos contigo... pero todos sus defectos quedaban ocultos bajo una marea tal de fascinación, ternura y gracia, fluía tal encanto de su palabra más casual e irresponsable, que yo estaba dispuesto a mirarla y escucharla eternamente —pero, qué ocurriría ahora si resucitara— no lo sé, no debes hacer preguntas estúpidas. Al atardecer solía acompañarla hasta su casa. Aquellos paseos resultaban útiles alguna vez. En su dormitorio había un retrato pequeño de la familia del zar y un turgueneviano olor a heliotropo. Yo regresaba muy pasada la medianoche (por suerte, mi tutor se había ido a Inglaterra), y nunca olvidaré la sensación de ligereza, orgullo, rapto y salvaje hambre nocturna (ansiaba particularmente requesón con crema y pan negro) mientras caminaba por nuestra avenida, de susurro fiel y hasta lisonjero, hacia la casa oscura (sólo mi madre tenía una luz encendida) y oía los ladridos de los perros guardianes. También fue entonces cuando empezó mi enfermedad versificadora.

A veces estaba almorzando, sin ver nada, moviendo los labios —y al vecino que me pedía el azucarero le pasaba mi copa o un servilletero. Pese a mi inexperimentado deseo de expresar en verso el murmullo amoroso que me invadía (recuerdo bien haber oído decir a mi tío Oleg que si publicara un volumen de poesías, lo titularía, sin duda alguna, Murmullo del corazón), ya había montado, aunque pobre y primitiva, mi propia forja de palabras; sabía, por ejemplo, que en la elección de adjetivos, «innumerable» o «intangible» llenaría de manera simple y conveniente el hueco, deseoso de cantar, desde la cesura hasta la palabra final del verso («Porque tendremos innumerables sueños»); y también que para esta última palabra podía tomarse un adjetivo adicional, de sólo dos sílabas, para combinarla con la larga pieza central («De hermosura intangible y tierna»), fórmula melódica que, dicho sea de paso, ha tenido desastroso efecto tanto en la poesía rusa como francesa. Sabía que los útiles adjetivos del tipo anfíbraco(un trisílabo que uno se imagina en forma de un sofá con tres almohadones —el de en medio dentado) eran abundantísimos en ruso —y cuántos «abatido», «encantado» y «rebelde» despilfarré; que teníamos asimismo muchos troqueos(«tierno»), pero muchos menos dáctilos («gélido»), y éstos, en cierto modo, estaban todos de perfil; que, finalmente, los adjetivos anapésticosy yámbicosmás bien escaseaban, y por añadidura eran siempre bastante aburridos e inflexibles, como «adalid» o «candor». Sabía también que los grandes y largos, como «incomprensible» e «infinitesimal» entrarían en el tetrámero llevando sus propias orquestas, y que la combinación «falaz e incomprendido» prestaba cierta calidad de moaré al verso; si se mira de este modo, es un anfíbraco, y de este otro modo, un yambo. Algún tiempo después, la monumental investigación de Andrei Bely sobre los «medios acentos» (el «comp» y el «ble» en el verso «Incomprensibles deseos») me hipnotizó con su sistema para marcar y calcular estos movimientos escurridizos, por lo que releí todos mis viejos tetrámetros desde este punto de vista y me dolió profundamente la escasez de modulaciones. Al examinar sus diagramas, vi que eran sencillos e incompletos, sin ninguno de esos rectángulos y trapecios que Bely encontró en los tetrámetros de los grandes poetas; y así, por espacio de casi un año —un año malo y pecador—, intenté escribir con miras a lograr los seudoesquemas más ricos y complicados:

En dolorosas meditaciones,

y aromáticamente oscuro,

lleno de introvertida paciencia,

suspira el parque semidesnudo.

siguiendo así durante media docena de estrofas: la lengua tropezaba pero el honor estaba salvado. Expresada gráficamente mediante la unión de los «medios acentos» en los versos y de un verso a otro, la estructura rítmica de este monstruo originaba algo parecido a la inestable torre de cafeteras, cestas, bandejas y búcaros que un payaso de circo mantiene en equilibrio sobre un bastón, hasta que corre hacia la barrera de la arena y todo cae lentamente sobre los espectadores más próximos (que emiten horribles gritos), pero entonces resulta que todo estaba sujeto a una cuerda.

Es probable que como consecuencia de la débil fuerza motriz de mis pequeños rodillos líricos, los verbos y otras partes del lenguaje me interesaban menos. No así las cuestiones de metro y ritmo. Venciendo una preferencia natural por los yambos, buscaba a tientas los metros ternarios; más adelante me fascinaron las escapadas de la métrica. Fue cuando Balmont, en su poema que empieza con «Seré imprudente, seré audaz», lanzó aquel artificial tetrámetro yámbico con el chichón de una sílaba extra después del segundo pie, en el cual, que yo sepa, no se ha escrito jamás una sola poesía buena. Yo daba a este jorobado saltarín una puesta de sol o una nave y me asombraba al ver que la primera se desvanecía y la última naufragaba. Las cosas eran más fáciles con el soñador tartamudeo de los ritmos de Blok, pero en cuanto empecé a usarlos, en mi verso se infiltró imperceptiblemente un medievo estilizado —pajes azules, monjes, princesas—, similar al de aquel cuento alemán en que la sombra de Bonaparte visita, por la noche, al anticuario Stolz para buscar el fantasma de su tricornio.

A medida que progresaba mi caza, las rimas se fueron clasificando en un sistema práctico algo semejante al de un fichero. Se distribuyeron en pequeñas familias —racimos de rimas, paisajes de rimas. Letuchiy(volador) se agrupó inmediatamente con tuchi(nubes) sobre las kruchi(pendientes) del shguchey(ardiente) desierto y del neminuchey(inevitable) destino. Nebosklon(el cielo) abría el balkon(balcón) a la musa y le enseñaba un klyon(arce). Tsvety(las flores) y ty(tú) convocaban mechty(sueños) en medio de la temnoty(oscuridad). Svechi, plechi, vstrechi y rechi(velas, hombros, encuentros y discursos) creaban el antiguo ambiente de un baile en el Congreso de Viena o en el cumpleaños del gobernador de la ciudad. Glasa(ojos) brillaban, azules, en compañía de biryusa(turquesa), grosa(tormenta) y strekosa(libélula), y era mejor no enredarse con esta serie. Derevya(los árboles) estaban debidamente emparejados con kochevya(campamentos nómadas), como ocurre en el juego que consiste en coleccionar cartas con nombres de ciudades y sólo se tienen dos de Suecia (¡pero una docena al tratarse de Francia!). Veter(viento) no tenía pareja, excepto de un setterno muy atractivo que corría en la lejanía, pero cambiando al genitivo se podían obtener palabras que terminasen en «metro» y lograr así ( vetra-geometra). Había también ciertos monstruos muy apreciados cuyas rimas, como sellos raros en un álbum, estaban representadas por espacios en blanco. Así pues, me costó mucho tiempo descubrir que ametistovyy(de amatista) podía rimar con perelistyvay(vuelve las páginas), con neistovyy(furioso), y con el genitivo de un totalmente inapropiado pristav(policía). En suma, era una colección muy bien clasificada que conservaba siempre a mano.