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Se encontró junto a los púgiles de bronce; en los arriates que los circundaban se mecían pensamientos pálidos moteados de negro (algo similares, facialmente, a Charlie Chaplin); se sentó en un banco donde se había sentado una o dos noches con Zina —porque últimamente una especie de inquietud les había apartado mucho de aquella oscura y tranquila vereda en donde habían buscado refugio al principio. Muy cerca había una mujer, haciendo punto; a su lado un niño pequeño, enteramente vestido de lana azul celeste, que terminaba arriba en la borla de un gorro y abajo en unas tiras que abrazaban los pies, planchaba el banco con un tanque de juguete; los gorriones chirriaban en los arbustos y de vez en cuando realizaban excursiones conjuntas al césped o a las estatuas; de los álamos blancos llegaba un olor pegajoso, y, mucho más allá de la plaza, el crematorio y su cúpula tenían ahora un aspecto ahito y reluciente. Fiodor veía desde la distancia cómo se dispersaban unas figuras diminutas... incluso fue capaz de distinguir a alguien que conducía a Alexandra Yakovlevna a un automóvil de juguete (mañana tendría que ir a visitarla), y a un grupo de sus amigos congregándose en una parada de tranvía; éste los ocultó un momento al inmovilizarse, y luego, como por arte de magia, los hizo desaparecer al ponerse en marcha.

Fiodor ya estaba a punto de dirigirse a su casa cuando una voz balbuciente le llamó desde atrás: era Shirin, autor de la novela El abismo blanquecino (con un epígrafe del Libro de Job), que había sido muy bien recibida por los críticos de la emigración. («¡Oh, Señor y Padre nuestro! Por Broadway, entre un febril tintineo de dólares, hetairas y hombres de negocios con polainas, empujándose y cayendo sin aliento, corrían tras el becerro de oro, que se abría camino entre los rascacielos y, vuelto el demacrado rostro hacia el cielo eléctrico, lanzaba bramidos. En París, en una tabernucha de mala muerte, el viejo Lachaise, en un tiempo pionero de la aviación y ahora vagabundo decrépito, pisoteaba con sus botas a una vieja prostituta, Boule de Suif. Oh, Señor, ¿por qué? De un sótano moscovita emergió un asesino, se puso en cuclillas junto al arroyo y empezó a llamar a un cachorro peludo: pequeño, repetía, pequeño... En Londres, damas y caballeros bailaban el jimmiey sorbían aperitivos, mirando de vez en cuando hacia un cuadrilátero donde al final del decimoctavo asalto un negro gigantesco derribó y dejó sin sentido sobre la lona a su rubio adversario. Entre los hielos árticos, el explorador Ericson se sentó sobre una caja vacía y pensó tristemente: "¿Será el polo?"... Ivan Chervyakov recortaba cuidadosamente el dobladillo de su único par de pantalones. ¡Oh, Dios mío!, ¿por qué permites todo esto?») El propio Shirin era un hombre corpulento, de cabellos rojizos y muy cortos, que iba siempre mal afeitado y llevaba unas grandes gafas tras las cuales, como en dos acuarios, nadaban dos ojos transparentes y minúsculos —completamente incapaces de impresiones visuales—. Era ciego como Milton, sordo como Beethoven y, para colmo, zoquete. Una bienaventurada ineptitud para la observación (y de ahí una completa falta de información sobre el mundo circundante —y una total incapacidad de dar nombre a cualquier cosa) se encuentra con frecuencia entre los literatos rusos del montón, como si un destino benéfico trabajase para negar la bendición del conocimiento sensorial a los carentes de talento a fin de que no despilfarren tontamente el material. A veces ocurre, claro, que uno de esos ignorantes tiene una lamparita encendida en su interior —para no hablar de esos conocidos ejemplos en que, por un capricho de la emprendedora naturaleza, que adora los reajustes y sustituciones chocantes, esa luz interior es de una claridad asombrosa— suficiente para despertar envidia en el más rubicundo talento. Pero incluso Dostoyevski nos recuerda siempre de algún modo una habitación donde arde una lámpara durante el día.

Mientras cruzaba el parque con Shirin, Fiodor sintió un placer desinteresado al pensar que tenía por compañero a un hombre ciego, sordo y sin olfato que consideraba este estado con total indiferencia, aunque a veces no le importaba suspirar con ingenuidad por el alejamiento de la naturaleza sufrido por el intelectuaclass="underline" Lishnevski había contado hacía poco que en una cita con Shirin en el Jardín Zoológico, cuando tras una hora de conversación le mencionó por casualidad a una hiena que paseaba por su jaula, resultó que Shirin apenas tenía idea de que hay animales cautivos en los jardines zoológicos, y después de echar una breve ojeada a la jaula, observó automáticamente: «Es cierto, nosotros no sabemos gran cosa del mundo animal», y en seguida continuó hablando de lo que más le preocupaba en la vida: las actividades y composición del comité de la Sociedad de Escritores Rusos en Alemania. Y ahora se encontraba en un estado de gran agitación porque «se había producido un determinado acontecimiento».

El presidente de aquel comité era Georgui Ivanovich Vasiliev, y había buenas razones para ello: su reputación antes del advenimiento de los soviéticos, sus numerosos años de actividad editorial y, lo más importante, aquella honradez inexorable y casi temible por la que su nombre era famoso. Por otro lado, su mal genio, su rigor de polemista y (pese a su gran experiencia pública) su ignorancia completa de la gente, no sólo no perjudicaban a esta honradez sino que le comunicaban, por el contrario, cierto sabor picante. Él descontento de Shirin no iba dirigido contra él sino contra los cinco miembros restantes del comité, en primer lugar porque ninguno de ellos (que, por cierto, constituían las dos terceras partes de la sociedad) era escritor profesional, y, en segundo lugar, porque tres de ellos (incluyendo el tesorero y el vicepresidente) eran si no bribones, como sostenía el parcial Shirin, al menos cómplices de sus arteras y vergonzosas actividades. Hacía ya algún tiempo que un asunto bastante cómico (opinaba Fiodor) y absolutamente desgraciado (en términos de Shirin) se producía en relación con los fondos de la sociedad. Cada vez que un miembro pedía un préstamo o una subvención (entre los que existía la misma diferencia que entre un arriendo de noventa y nueve años y una propiedad de por vida), se hacía necesario seguir la pista de estos fondos, que al menor intento de acercamiento se convertían en algo tan fluido y etéreo como si estuvieran siempre situados en lugares equidistantes entre tres puntos representados por el tesorero y dos miembros del comité. La caza se complicaba todavía más por el hecho de que Vasiliev no se hablaba desde hacía mucho tiempo con ninguno de estos tres miembros, con los que incluso se negaba a comunicarse por escrito, y en los últimos tiempos concedía créditos y subvenciones de su propio bolsillo, dejando que otros le pagaran con dinero procedente de la sociedad. Este dinero se obtenía siempre en cantidades pequeñas, y siempre resultaba que el tesorero lo había pedido prestado a una persona ajena al sindicato, por lo que las transacciones nunca significaban un cambio en el estado fantasmal de la tesorería. Últimamente, los miembros de la sociedad que pedían ayuda con más frecuencia estaban visiblemente nerviosos. Se había convocado una reunión general para el mes siguiente, y Shirin preparaba para ella un plan de acción muy firme.