Bobby tomó asiento enfrente de su madre.
– ¿Ha llamado Derek?
La mujer cerró el libro y lo puso a un lado.
– Hace unos minutos. Kitty está fuera de peligro. Le han hecho un lavado de estómago y la ingresarán en cuanto salga de urgencias. Derek se quedará hasta que se formalice la admisión.
Miré a Bobby. Inclinó la cabeza, se llevó las manos a la cara y lanzó un suspiro de alivio que me sonó como una nota grave emitida por una gaita. Cabeceó y se quedó con la vista fija en el suelo.
Glen lo miró con atención.
– Estás agotado. Anda, vete a la cama. Quisiera hablar con Kinsey a solas.
– Está bien. Como quieras -dijo. Se le había acentuado la mala pronunciación y vi que los delicados músculos que le rodeaban los ojos se le agitaban como estimulados por descargas eléctricas. El cansancio parecía aumentar su incapacidad. Se levantó y se acercó a su madre. Esta le cogió la cara con ambas manos y le miró con fijeza.
– Si Kitty experimenta algún cambio iré a decírtelo -murmuró-. No quiero que te preocupes, que duermas bien.
El asintió y rozó la mejilla materna con su mejilla buena. Se dirigió a la puerta.
– Te llamaré por la mañana -me dijo y abandonó la habitación. Le oí cojear en el pasillo hasta que el roce se perdió en el silencio general de la casa.
Ocupé el sillón que Bobby había dejado libre. El asiento mullido todavía estaba caliente y ostentaba aún, perfectamente perfilada, la huella de su cuerpo. Glen me observaba mientras se formaba, supuse, una opinión sobre mí. Advertí a la luz de la lámpara que el color de su pelo era fruto de la pericia de un artesano que había sabido darle el mismo matiz castaño de sus ojos. Todo era armónico en ella, todo pegaba con todo: el maquillaje, la ropa, los complementos. Por lo visto era persona que se fijaba en los detalles y tenía un gusto exquisito.
– Lamento que nos haya visto en estas circunstancias.
– No suelo ver a nadie en su mejor momento -dije-. Así sorprendo de refilón la humanidad de las personas.
– ¿Quién va a hacerse cargo de mis honorarios? ¿El o usted? La pregunta hizo que me mirase con atención. Probablemente dedicaba gran parte de su inteligencia a todo lo relacionado con el dinero. Arqueó ligeramente una ceja.
– El. Entró en posesión de su herencia al cumplir los veintiuno. ¿Por qué lo pregunta?
– Me gusta saber a quién he de informar -dije-. ¿Qué piensa usted de lo que dice Bobby acerca de que quisieron matarle?
Tardó un poco en contestar y lo hizo con un ligero encogimiento de hombros.
– Pienso que es posible. Según creo, la policía está convencida de que alguien le obligó a salirse del puente. Si fue o no intencionado, lo ignoro por completo. -Hablaba en voz baja y con claridad, remachando las palabras. -Por lo que me ha contado Bobby, ocurrió hace nueve meses largos.
Se pasó la uña del pulgar por la pernera del pantalón, como si hablase con la raya de la prenda.
– No sé cómo pudimos resistirlo. Es mi único hijo, la luz de mi vida. -Hizo una pausa, sonrió para sí, alzó de pronto los ojos y me miró con timidez inesperada-. Sé que cualquier madre diría lo mismo, pero es un muchacho especial. Se lo digo muy en serio. Lo es desde que era niño. Inteligente, despierto, sociable, de cerebro rápido. Y alegre. Un cielo de criatura, afectuoso, divertido, se acomoda a todo. Una bendición.
"La noche del accidente se presentó en casa la policía. No nos avisaron hasta las cuatro de la madrugada porque el coche estuvo allí hasta que lo descubrieron y tardaron horas en sacar a los chicos del precipicio. Rick murió al instante.
Se interrumpió y al principio pensé que se le había ido el santo al cielo.
– En fin -prosiguió-. Llamaron a la puerta. Derek bajó a ver quién era y, como tardaba en subir, cogí una bata y bajé yo también. Vi a dos agentes en el vestíbulo. Pensé que había habido algún robo en el barrio o algún accidente delante de la casa. Derek se volvió en redondo y vi en su cara una expresión espantosa. "Bobby", dijo, y creí que el corazón se me paraba.
Alzó los ojos para mirarme y vi que los tenía brillantes a causa del llanto. Enlazó los dedos, formó un chapitel de aguja con ambos índices y se llevó éstos a los labios.
– Pensé que había muerto. Pensé que se habían presentado para decirme que había muerto. Sentí un chorro helado, como si me hubieran acuchillado. Partió del corazón y se me propagó por todo el cuerpo hasta que los dientes me castañetearon. Se lo habían llevado ya al St. Terry. Lo único que sabíamos de cierto en aquel punto era que aún vivía, pero de milagro. Cuando llegamos al hospital, el médico no nos dio ninguna esperanza. Ninguna en absoluto. Nos dijeron que tenía heridas y fracturas por todas partes. Contusiones craneanas y muchísimos huesos rotos. Nos dijeron que no se recuperaría nunca, que si sobrevivía sería como una planta. Creí morir. Y me moría porque Bobby estaba muriéndose y así estuvo varios días. No me aparté ni un solo momento de su lado. Me comportaba como una loca, gritaba a todo el mundo, a las enfermeras, a los médicos…
Se le apagaron los ojos y levantó el índice, como una maestra que quisiera dejar algo bien claro.
– Aprendí una cosa -dijo con expresión precavida-. Comprendí que no podía comprar la vida de Bobby. Con dinero se puede comprar todo lo que se quiere, pero no la vida. Jamás había empleado el dinero en aquello y ahora se me antoja extraño. Mis padres tenían dinero. Los padres de mis padres tenían dinero. Siempre he conocido el poder del dinero, pero nunca lo he empleado con este fin. Bobby tenía lo mejor. En todo. No le faltaba nada. De pronto, fue como si todo se viniera abajo. Después de tantos esfuerzos no podía creer que aquello lo hubieran hecho adrede. Bobby ya no tiene futuro, en ningún sentido. Se pondrá bien y encontraremos la manera de que lleve una vida cómoda, pero sólo porque nuestra posición nos lo permite. Nadie puede saber lo que se ha perdido. Y es un milagro que Bobby haya resistido tanto.
– ¿Tiene alguna idea acerca de por qué quisieron matarle?
Negó con la cabeza.
– Usted ha dicho -proseguí- que Bobby tiene dinero propio. ¿Quién se beneficiará si muere?
– Eso tendrá que preguntárselo a él. Estoy convencida de que ha hecho testamento, ya me consultó en cierta ocasión a propósito de legar su fortuna a distintas instituciones benéficas… aunque, claro está, siempre puede casarse y tener herederos propios. ¿Cree usted que el dinero pudo ser el motivo?
Me encogí de hombros.
– Es lo primero que suele ocurrírseme, en particular cuando, según parece, hay mucho por medio.
– ¿Puede haber otro motivo? Yo no creo que nadie tenga nada contra él.
– Se mata por los motivos más absurdos. Unos se enfurecen por cualquier cosa y quieren vengarse. Otros se ponen celosos, o quieren defenderse de una agresión real o imaginaria. O bien han hecho algo reprobable y matan para que no se sepa. A veces no es necesario que haya tanta lógica. Puede que Bobby no cediera el paso a otro vehículo aquella noche y que el conductor ofendido lo siguiera hasta la montaña. La gente pierde la razón cuando está al volante. ¿Estaba peleado con alguien?
– No, que yo sepa.
– ¿No había nadie que se la tuviera jurada? ¿Una novia, tal vez?
– Lo dudo. Salía con una chica por entonces, pero por lo que sé era una relación del todo informal. Bobby ha cambiado, como es lógico. No se experimenta la proximidad de la muerte sin pagar un precio. La muerte violenta es como un monstruo. Cuanto más nos acercamos a ella, peor parados salimos… si es que salimos. Bobby tuvo que salir de la tumba con su solo esfuerzo, poco a poco. Ya no es el que era. Se ha enfrentado cara a cara con el monstruo. Tiene las huellas de sus garras en todo el cuerpo.