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– ¿Señor Wenner? ¿Tendría la bondad de acompañarme?

Derek se puso en pie al tiempo que me dirigía una mirada.

– ¿Le importaría esperar? No durará mucho. Leo me dijo que, tal como se encuentra Kitty, no me dejará estar con ella más de cinco minutos. Cuando vuelva la invitaré a un café o una copa.

– Sí, estupendo. Esperaré aquí.

Asintió con la cabeza y desapareció con la enfermera. Cuando entraron, durante un fugaz segundo oí a Kitty vociferar blasfemias y maldiciones en un estilo de lo más barroco. Se cerró la puerta y la llave giró en la cerradura con chasquido resonante. Aquella noche no iba a dormir nadie en la 3 Sur. Cogí el National Geographic y estuve mirando unas fotos con exposición de un cráter del Parque Nacional de Yosemite.

Quince minutos más tarde estábamos en la cafetería de un motel situado a un par de calles del hospital. Se llama plantación y es una especie de bar perdido que parece haberse arrastrado hasta el enclave donde se encuentra actualmente. En cuanto al motel, se diría construido expresamente para alojar a los parientes de los enfermos de los pueblos vecinos que acuden al St. Terry. La cafetería se añadió a modo de complemento, infringiendo sabe Dios qué leyes municipales, dado que se alza en medio de una zona residencial. Zona que, como es lógico, se encuentra actualmente invadida por dispensarios, clínicas, residencias, farmacias y demás proveedores de la industria de la salud, incluyendo una empresa de servicios fúnebres, a dos calles de distancia, por si fallan los restantes servicios. Puede que en un futuro próximo la comisión para el desarrollo urbano del municipio permita, para aliviar el dolor de los enfermos, la venta de bebidas alcohólicas fuertes en los alrededores.

La cafetería es estrecha y oscura, y detrás de la barra, donde suelen estar el espejo, las botellas y el rótulo de neón de la cerveza, hay una reproducción tridimensional de una plantación bananera. Como si se tratase de un pequeño escenario teatral iluminado, las palmeras en miniatura están dispuestas en filas ordenadas y alrededor de ellas, en una sucesión de cuadros escénicos, los mecanizados obreros de juguete recogen la fruta. Todos los obreros parecen mexicanos, incluso la pequeña escultura femenina que ha llegado con el cazo y el cubo del agua en el momento de sonar el silbato que anuncia el descanso del mediodía. Un hombre saluda desde lo alto de una palmera y un perrito de madera ladra y mueve la cola.

Nos llamó tanto la atención el decorado que estuvimos un rato sentados ante la barra sin pronunciar palabra apenas. Incluso el camarero, que lo habría visto cientos de veces, se detenía a contemplar la mula mecánica que tiraba del carro lleno de plátanos hasta que, al doblar la curva, aparecían otra mula y otro carro en su lugar. No es de extrañar que las especialidades de la casa sean los cubatas y daiquiris de plátano, pero tampoco pasa nada si se pide una bebida adulta. Derek había pedido un cóctel de vermut y Beefeater, y yo una copa de vino blanco que me hizo fruncir los labios como un monedero de cierre retráctil. Había visto cómo me lo servía el camarero de una de esas garrafas que cuestan tres dólares en cualquier supermercado de barrio. Según la etiqueta, procedía de una de esas bodegas donde los trabajadores están en huelga siempre y pensé en la posibilidad de que, para vengarse de unas condiciones laborales injustas, se hubiesen meado en el caldo.

– ¿Qué piensa sobre lo que le pasó a Bobby? -pregunté a Derek cuando recuperé la elasticidad de la boca.

– ¿Lo de que quisieron matarle? Pues la verdad es que no lo sé. A mí me parece muy traído por los pelos. El y su madre están convencidos, pero a mí no se me ocurre por qué querría nadie hacerle una cosa así.

– ¿Qué hay del dinero?

– ¿Qué dinero?

– ¿Quién se beneficiará económicamente si muere Bobby? También se lo he preguntado a Glen.

Se acarició la papada. A causa de la gordura parecía tener una cara de tamaño normal encima de otra mayor. Sus carrillos eran como estalactitas de carne que le chorreasen a ambos lados de la mandíbula inferior.

– Sería un motivo demasiado llamativo, me parece a mí -dijo. Tenía la típica expresión escéptica de los actores, que tienen que exagerar los efectos para que se vean desde la fila veinticinco.

– Sí, también fue muy llamativo obligarle a salirse del puente. Claro que si hubiera muerto en el accidente, nadie se habría enterado -dije-. Cada seis meses se despeña un coche en el desfiladero, la gente toma las curvas a demasiada velocidad, o sea que habría pasado por uno de tantos accidentes de tráfico. Habrían quedado señales en el parachoques de atrás, pero no creo que nadie hubiera sospechado lo ocurrido al sacar los restos con la grúa. Tengo entendido que no lo vio nadie.

– En efecto, y no creo que deba usted fiarse de lo que diga Bobby.

– ¿A qué se refiere?

– Bueno, salta a la vista que quiere echarle la culpa a terceros por razones muy personales. No se atreve a afrontar el hecho de que iba borracho. En cualquier caso, siempre ha conducido a demasiada velocidad. Su mejor amigo resultó muerto. Rick era el novio de Kitty y desde que se enteró, la pobre está en una especie de círculo vicioso. No quiero decir que la versión de Bobby sea falsa, pero siempre me ha parecido interesada hasta cierto punto.

Observé sus facciones y me pregunté por el cambio de tono que había advertido en su voz. Su teoría era interesante y me dio la impresión de que la había meditado durante algún tiempo. Pero se mostraba inquieto al fingir indiferencia y objetividad, ya que lo único que hacía en el fondo era restar credibilidad a Bobby. Estaba segura de que no se había atrevido a decir a Glen lo que pensaba.

– ¿Me está diciendo que Bobby se lo inventó todo?

– Yo no he dicho eso -replicó, saliéndose por la tangente-. En mi opinión, Bobby está convencido, pero porque le exime de toda responsabilidad. -Apartó los ojos de mí, hizo una seña al camarero para que nos sirviera otra ronda y volvió a mirarme-. ¿Quiere repetir?

– Desde luego. -No me había terminado el vino aún, pero seguramente se sentiría más relajado si creía que le acompañaba por el simple placer de beber.

Los cócteles de vermut hacen hablar incluso a los mudos y tenía curiosidad por saber lo que saldría de aquella boca cuando se le aflojase la lengua. Distinguía ya en sus ojos el temblorcillo multicolor que delata las tendencias alcohólicas. Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un paquete de tabaco con los ojos fijos en el belén de las palmeras. El mexicano mecánico que empuñaba el machete volvía a trepar por el tronco. Derek encendió un cigarrillo sin mirar lo que hacía, aunque el movimiento tuvo un aire extraño, como si no quisiera prestarle atención para que no se le pudiera echar en cara. Sin duda era de los que comen mientras ven la televisión y apuran el whisky con gran aparato para que parezca que sólo se han tomado uno.

– ¿Cómo se encuentra Kitty? No me lo ha dicho.

– Cuando la vi… bueno, estaba alterada, supongo que por verse de pronto en un hospital, pero le dije… le dije: "Mira, pequeña, tienes que entrar en razón". -Había recuperado el papel de padre, pero tampoco parecía sentirse a gusto con él. Podía imaginarme su eficacia a la hora de ligar.

– No parece que Glen simpatice mucho con ella -dije.

– No. Tampoco se lo reprocho; Kitty es muy difícil, y creo que Glen no entiende que cuesta mucho responsabilizarse de una muchacha así. Bobby ha tenido siempre todo lo que puede comprarse con dinero. ¿Y por qué no, si se lo podía permitir? Lo que me fastidia es que, haga lo que haga, a Bobby siempre se le perdona todo. Mientras que, haga Kitty lo que haga, es siempre el crimen del siglo. Bobby se ha buscado la ruina él solito, no nos engañemos. Pero cada vez que comete una barrabasada, Glen encuentra la forma de justificarle. ¿Entiende lo que le digo?

Me encogí de hombros sin mojarme el culo.

– No estoy al tanto de las actividades de Bobby.