Se acercó a un interfono de la pared y apretó un botón.
– Callie, nos morimos de hambre. Que nos suban una bandeja. Somos dos y tomaremos vino blanco.
Oí al fondo un cacharreo resonante, como cuando se mete la vajilla en el lavaplatos.
– Sí, señorito Bobby. Le mandaré a Alicia con algo de comer.
– Gracias.
Se acercó cojeando a uno de los sillones y tomó asiento.
– Me da por comer cuando estoy nervioso. Siempre lo hago. Anda, siéntate. Mierda, detesto esta casa. Antes me gustaba. Era fabulosa cuando yo era pequeño. Había espacio para correr, sitio donde esconderse. Un patio que no tenía fin. Ahora es como el capullo de una crisálida, totalmente aislado. Pero sin mantener alejado lo desagradable. Hace frío. ¿Tienes frío?
– No, estoy bien -dije.
Me senté en el otro sillón. Empujó el escabel hacia mí y apoyé los pies. Me pregunté qué sería vivir en una casa como aquélla, donde podían satisfacerse todas las necesidades y donde otros se responsabilizaban de hacer la compra y la comida, limpiar, sacar la basura y cuidar del paisaje. ¿Serviría para algo la libertad que todo ello permitía?
– ¿Qué se siente cuando se vive con tantos lujos y comodidades? Yo ni siquiera puedo imaginármelo.
Iba a decir algo cuando alzó la cabeza.
Oímos la ambulancia a lo lejos, el aullido de la sirena que subía gradualmente de volumen para convertirse de pronto en un gemido de tristeza. Me miró y se limpió la barbilla como si estuviera pendiente de sí mismo.
– ¿Crees que somos unos niñatos malcriados?
Las dos mitades de su cara parecieron enviarme mensajes contradictorios, uno de vitalidad y otro de muerte.
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Vivís mejor que la mayoría -dije.
– Alto ahí. También nosotros cumplimos con nuestras obligaciones. Mi madre se dedica de un modo intensivo a recaudar fondos para organizaciones benéficas y está en el comité directivo del museo de arte y de la sociedad. histórica. Por Derek no respondo. Juega al golf y hace el zángano en el club. Bueno, no es justo lo que digo. Tiene ciertas inversiones y se ocupa de ellas, así se conocieron. Era el albacea de la herencia que me dejó mi abuelo. Dejó el banco cuando se casó con mi madre. De todos modos, apoyan un montón de causas, es decir, que no son sólo unos parásitos que se dedican a explotar a los pobres desarrapados. Mi madre fundó el Club de la Juventud Femenina de Santa Teresa, lo hizo prácticamente ella sola. Y el Centro de Mujeres Violadas también.
– ¿Y Kitty? ¿Qué hace, aparte de colocarse?
Me miró con atención cautelosa.
– No juzgues a la gente. No sabes lo que hemos pasado todos.
– Es verdad. Disculpa. No quería hacerme la puritana. ¿Va a alguna escuela privada?
– Ya no -dijo cabeceando-. Este año la han trasladado al Instituto Nacional de Santa Teresa. Para ver si se corrige.
Miró hacia la puerta con inquietud. La casa era tan maciza que no había forma de saber si los enfermeros habían subido ya o no.
Me dirigí a la puerta y la entreabrí. En aquel momento salían del cuarto de Kitty con la camilla portátil, cuyas ruedas giraron como las de un carrito de la compra al doblar hacia el pasillo. Habían tapado a Kitty con una manta y abultaba tan poco que apenas se la distinguía. Uno de sus brazos esqueléticos sobresalía de la frazada. Le habían puesto un gotero y uno de los enfermeros sostenía en alto una bolsa de plástico con una solución blanquecina. Por medio de una mascarilla le suministraban oxígeno. El doctor Kleinert avanzó en vanguardia hacia las escaleras. Derek iba en último término con las manos en los bolsillos y la tez pálida. Parecía no saber qué hacer, fuera de lugar, y se detuvo al verme.
– Voy a acompañarles con el coche -dijo, aunque nadie le había preguntado nada-. Dígale a Bobby que estaré en el St. Terry.
Sentí lástima por él. La escena parecía sacada de una teleserie, con aquel personal médico tan serio y profesional. Se llevaban a su hija, la muchacha podía morir, pero nadie parecía pensar en esa posibilidad. No había ni rastro de la madre de Bobby, ni rastro de las personas que habían ido a la casa a tomar unas copas. Todo parecía mal concebido, como un espectáculo complicado que acabe por aburrir.
– ¿Quiere que vayamos nosotros también? -le pregunté.
Negó con la cabeza.
– Dígale a mi mujer dónde estoy -dijo-. La llamaré en cuanto sepa algo concreto.
– Suerte -dije, y me dirigió una sonrisa de desaliento, como si no estuviera acostumbrado a tenerla.
La comitiva desapareció escaleras abajo. Cerré la puerta del cuarto de Bobby. Fui a decirle algo, pero se me anticipó.
– Lo he oído -dijo.
– ¿Por qué se ha escondido tu madre? ¿Se lleva mal con Kitty o qué?
– Es demasiado enrevesado para explicarlo. Mi madre se desentendió definitivamente de Kitty a raíz de un episodio anterior, y no precisamente por falta de humanidad. Al principio hacía lo que podía, pero después de una crisis venía otra y no había manera de ponerle fin. A ello se debe en parte el que ella y Derek lo estén pasando tan mal.
– ¿Cuáles son los motivos restantes?
Me miró como si no me entendiera. Estaba claro que se sentía igualmente culpable.
Llamaron a la puerta y entró una chicana de trenzas con una bandeja en las manos. Su rostro carecía de expresión y no miraba a los ojos. Si estaba al tanto de lo que sucedía, no lo dio a entender. Trasteó durante medio minuto con las servilletas de hilo y los cubiertos. Si nos hubiera hecho firmar el albarán del servicio de habitaciones, con propina incluida, no me habría extrañado en absoluto.
– Gracias, Alicia -dijo Bobby.
La mujer murmuró algo y se marchó. Que todo fuera tan impersonal hacía que me sintiera incómoda. Tuve ganas de llamarla para preguntarle si le dolían los pies igual que a mí o si tenía familia sobre la que cambiar impresiones. Me habría gustado que hubiera dicho algo, que hubiera manifestado curiosidad o preocupación por las personas para las que trabajaba, por la persona a la que acababan de llevarse en camilla en un momento tan inesperado. Bobby escanció vino para los dos y nos pusimos a comer.
La comida parecía sacada de una revista. Trozos suculentos de pollo frío con mostaza, terrinas de hojaldre rellenas de espinacas y queso inglés ahumado, racimos de uva y perejil en rama adornándolo todo. En dos cuencos pequeños de porcelana con tapadera había sopa de tomate fría, espolvoreada con hinojo, y con un copete de nata helada. Rematamos la comida con una bandeja de pastas decoradas.
– ¿Comían así todos los días? Bobby ni había pestañeado. No sé qué esperaba yo que hiciera. No iba a temblar de emoción cada vez que le subían la cena, pero a mí me había impresionado el banquete y supongo que si había querido verle saltar de entusiasmo era por no quedar como una cateta.
Cuando bajamos eran casi las ocho y los invitados se habían ido. De no ser por las dos criadas que limpiaban en silencio la sala de estar habría jurado que la casa estaba vacía. Bobby me condujo hasta una puerta de roble que había en el otro extremo del vestíbulo. Llamó y oí un murmullo de respuesta. Accedimos a un estudio pequeño donde vi a Glen Callahan sentada con un libro en la mano y, a su derecha, una copa de vino en una mesita de servicio. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba unos pantalones de lana de color chocolate y un suéter de cachemir a juego. Se había encendido el fuego en la chimenea. Las paredes estaban pintadas de un rojo tomate y se habían corrido las cortinas del mismo color para que no entrase el frío del anochecer. Casi todas las noches hace frío en Santa Teresa, incluso en pleno verano. El estudio era cálido y confortable, un refugio privado para perder de vista los techos altos y las paredes decoradas del resto de la mansión.