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– ¿Qué le lleva a pensar así?

– En el cuarto asalto Kid bajó la guardia en dos ocasiones pero Canelli no se aprovechó de ello. No es normal que un profesional como él deje pasar ese tipo de cosas. Por contra en el sexto, la intentó romper y no pudo. Al menos esa fue la impresión que tuve desde el sitio donde estaba.

– ¿Ha hecho alguna vez puños, Scudder?

– Dos combates en un club parroquial cuando tenía doce o trece años: guantes enormes, casco de protección, asaltos de dos minutos. Era demasiado flacucho y torpe para dedicarme a ello. Nunca fui capaz de tener buena pegada.

– Tiene buen ojo para el deporte.

– Digamos que he visto muchas peleas.

Se quedó callado durante un momento. Un taxi nos cortó el paso. Frenó suavemente evitando la colisión. No lanzó ningún juramento ni hizo sonar el claxon. Dijo:

– Canelli debía tirarse en el octavo. Se suponía que debía dar batalla hasta entonces, aunque sin maltratar al Kid, sino el K.O. no hubiera parecido real. Es por eso que se contuvo en el cuarto asalto.

– Pero Kid no sabía que el combate estaba apañado.

– Por supuesto que no. Casi todas las peleas han sido legales esta noche; solamente un boxeador como Canelli podía ser peligroso para él. Y, ¿para qué arriesgarse a un fracaso a estas alturas de su carrera? Kid habrá ganado experiencia y confianza al pelear y batir a Canelli.

Circulábamos en ese momento en Central Park Oeste en dirección al norte de Manhattan. Siguió diciendo:

– El K.O. no estaba trucado. Canelli debía besar la lona en el octavo asalto, sin embargo esperábamos que el muchacho nos llevara a casa primero, y usted lo ha visto hacerlo. ¿Qué piensa de él?

– Promete.

– Eso es lo que yo pienso.

– En ocasiones su derecha parece un telégrafo. En el cuarto asalto…

– Sí. Ha mejorado mucho en ese aspecto. No es esa su parte débil.

– Lo hubiera sido esta noche si Canelli hubiera buscado la victoria.

– Sí. Es una suerte que no la buscara.

Hablamos de boxeo hasta la calle 104, en donde Chance hizo un giro tan perfecto como prohibido de ciento ochenta grados y aparcó el coche junto a una boca de incendio. Cortó el contacto sin quitar las llaves.

– Bajo en seguida -dijo-. Voy a acompañar a Sonya.

Ella no había articulado palabra desde que me dijo que era un placer conocerme. Descendió, caminó alrededor del auto y abrió la puerta a la muchacha. Ambos de dirigieron tranquilamente a uno de los dos enormes edificios de apartamentos que ocupaban la manzana. Anoté la dirección en mi agenda. En menos de cinco minutos retomó su lugar al volante y en un momento estábamos de nuevo dirigiéndonos al centro.

Durante un buen rato ninguno de los dos nos hablamos. Luego dijo:

– ¿Usted quería hablar conmigo? No tiene nada que ver con Kid Bascomb, ¿verdad?

– No.

– Me lo imaginaba. ¿Entonces con qué tiene que ver?

– Con Kim Dakkinem.

Sus ojos estaban fijos en el hueco de la calzada y no pude ver ningún cambio en su expresión. Dijo:

– ¿Qué pasa con ella?

– Quiere dejarlo.

– ¿Dejarlo? ¿Dejar qué?

– La vida que lleva. Quiere poner fin a la relación que mantiene con usted. Espera que esté de acuerdo para…, para dejarla ir.

Nos detuvimos ante un semáforo cerrado. Cuando se abrió anduvimos algunas manzanas en silencio, luego preguntó:

– ¿Que es ella para usted?

– Una amiga.

– ¿Qué quiere decir? ¿Se acuesta con ella? ¿Se van a casar? Amiga es una palabra muy amplia que acepta muchos significados distintos.

– En este caso es una palabra muy simple. Es una amiga que me pidió que le hiciera un favor.

– ¿Hablando conmigo?

– Así es.

– ¿No podía hablarme ella misma? La suelo ver frecuentemente, sabe. Ella no hubiera tenido que andar dando vueltas por la ciudad preguntando por mí. Anoche mismo estuve con ella.

– Lo sé.

– ¿Sí? ¿Por qué no me dijo nada cuando me vio?

– Tenía miedo.

– ¿Miedo de mí?

– Miedo de que usted no deje que se largue.

– Y que le dé una paliza, que la desfigure, que la queme las tetas con una colilla.

– Algo así.

De nuevo se calló. El coche circulaba con una suavidad hipnótica.

– Ella se puede ir.

– ¿Así de fácil?

– ¿Qué quiere? Yo no hago trato de blancas -acompañó la frase con un tono irónico-. Mis mujeres están conmigo por su propio deseo. Ellas no están sometidas a presión alguna. ¿Ha leído a Nietzsche? "Las mujeres son como perros, cuanto más las pegas más te aman". Pero yo no las maltrato, Scudder. Nunca he tenido necesidad de ello. ¿Cómo conoció a Kim?

– Tenemos una relación en común.

El me observó.

– Usted ha sido policía. Detective, pienso. Dejó el cuerpo hace algunos años. Mató a un niño y lo dejó por remordimiento.

Era lo bastante cierto como para dejar de pensar en ello. Una bala perdida más había acabado con la vida de una muchachita llamada Estrellita Rivera, pero no sé si fue por eso por lo que tuve los remordimientos que me llevaron a abandonar el cuerpo. De hecho, ese incidente cambió mi visión del mundo y dejé de desear ser policía. Dejé de ser un marido, un padre o vivir en Long Island, si bien, un poco después, me encontré sin empleo, sin hogar, viviendo en la calle 57 y pasando largas horas en el bar de Armstrong. No hay ninguna duda de que aquella bala perdida había originado todo esto. De todos modos pienso que estaba predestinado a estar donde estoy y que hubiera llegado más tarde o más temprano.

– Ahora es una especie de detective gilipollas -prosiguió-. ¿Ella te ha contratado?

– Más o menos.

– ¿Qué quiere decir? -no esperó una aclaración-. No tengo nada contra usted, pero ella ha arrojado el dinero. O mejor, dicho mi dinero, depende de qué lado lo mire. Si ella quiere acabar con nuestro trato lo único que tiene que hacer es decírmelo. ¿Qué planea hacer? Espero que no tenga la intención de volver a su casa.

No respondí.

– Imagino que se quedará en Nueva York. Pero, ¿seguirá vendiéndose? Temo que ese sea el único oficio que conozca. ¿Qué va a hacer sino? ¿Dónde va a vivir? Yo le puse el apartamento, sabe. Pago sus letras y la visto. En fin, supongo que nadie ha preguntado a Ibsen dónde Nora iba a encontrar un apartamento. Si no estoy equivocado creo que es aquí donde usted vive.

Miré por el cristal. Estábamos delante de mi hotel. No había prestado atención.

– Supongo que se pondrá en contacto con Kim -continuó-. Si quiere le puede contar que usted me intimidó y que salí disparado en la noche.

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– Para que ella tenga la impresión de que ha empleado bien su dinero.

– Ella ha empleado bien su dinero. Que ella se dé cuenta o no, me trae totalmente sin cuidado. Y le diré todo lo que usted me ha dicho.

– ¿De verdad? De paso dígale que pasaré a verla. Simplemente para asegurarme que todo esto surgió de ella.

– Lo mencionaré.

– Y dígale que no tiene razón alguna para tenerme miedo -lanzó un suspiro-. Ellas creen que son irremplazables. Si ella tuviera idea de lo fácil que es encontrar una sustituía sin duda se lo pensaría dos veces. Vienen en los autocares, Scudder. A todas las horas del día. Llegan por oleadas a la terminal de autobuses dispuestas a vender sus carnes. Y a todas las horas del día hay una porción que deciden que hay una mejor forma de ganarse la vida que sirviendo en un restaurante o apretando una máquina registradora. Yo podría abrir una agencia, Scudder, y la cola de candidatas daría la vuelta a la manzana.

Abrí la puerta.

– He pasado un buen rato. Sobre todo antes. Usted tiene un buen ojo para el boxeo. Ah…, y dígale a esa rubia estúpida que nadie va a matarla.

– Lo haré.

– Y si tiene que hablar conmigo sólo tiene que llamar a mi servicio. Le devolveré las llamadas ahora que le conozco.