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– Voy a tratar de localizar a Chance.

– ¿Me llamará cuando dé con él?

– La llamaré.

– Mientras tanto, Donna se va a quedar aquí, no haremos ningún cliente y no abriremos la puerta. Ya le he dicho al portero que no deje subir a nadie.

– Bien hecho.

– He invitado a Fran a venir, pero no tiene ganas. Me dio la impresión de estar colocada. La voy a volver a llamar, y en vez de invitarla le voy a decir que venga.

– Buena idea.

– Donna dice que los tres cerditos se van a esconder en la casita de ladrillo, esperando a que el lobo baje por la chimenea. Me gustaría que siguiera con Yeats.

No descubrí nada telefoneando al servicio. Tomaron nota de mi recado con gusto, pero se negaron a decirme si Chance había llamado recientemente.

– Estoy segura que no tardará en ponerse en contacto con nosotros -me dijo una señora-. No me olvidaré de darle su recado.

Llamé a información en Brooklyn y conseguí el número de la casa en Greenpoint. Lo marqué y dejé que sonara una docena de veces. Recordaba lo que me había dicho acerca de los timbres, pero de todas las maneras valía la pena intentarlo, por si acaso.

Llamé a Parke Bennet. La subasta de los objetos de arte africano y oceánico estaba prevista a las dos de la tarde.

Me duché y me rasuré, tomé un bollo y un café y leí el periódico. El Post se las había arreglado para seguir con el Destripador en primera página, pero tuvieron que esforzarse para ello. En el Bronx, en la sección de Bedford Park, un hombre había apuñalado a su mujer tres veces con un cuchillo de cocina, antes de llamar a la policía y contárselo. Esto hubiera ocupado, normalmente, un par de párrafos en una de las últimas páginas, pero el Post lo había puesto en primera página con unos titulares que preguntaban: ¿Lo habrá inspirado el estrangulador del hotel?

Asistí a la reunión de las doce y media y llegué a Parke Bennet unos minutos pasadas las dos. La subasta no se celebraba en la misma sala donde habían estado expuestos los objetos. Para poder sentarse había que estar en posesión de un catálogo de las piezas puestas a la venta, y ese catálogo costaba cinco dólares. Le expliqué al encargado que buscaba a una persona y exploré la habitación con la mirada. Chance no estaba.

El encargado no estaba dispuesto a permitir que me quedara sino compraba un catálogo. Preferí pagar que discutir. Solté los cinco dólares y me hice con un catálogo, una inscripción y un número de comprador. No quería la inscripción, no quería el número, no quería el puñetero catálogo.

Estuve sentado durante casi dos horas, mientras que los lotes eran adjudicados a mazo limpio uno tras otro. A las dos y media ya tenía la certeza de que no iba a venir, sin embargo permanecía sentado porque no se me ocurrió otra cosa mejor que hacer. No presté ninguna atención a la subasta y de vez en cuando miraba a ver si veía a Chance. Cuando faltaban veinte minutos para las cuatro, el bronce de Benín salió a oferta, fue adjudicado por sesenta y cinco mil dólares lo que era un poco más de lo estimado. Era la pieza estelar de la subasta y una gran parte de los ofertantes se fueron tras ser vendida. Yo me quedé unos minutos más, conocedor de que no iba a venir, siempre agarrado al problema que me obsesionaba desde hacía días.

Tenía la sensación de que tenía todas las piezas del caso. Tan sólo restaba ponerlas juntas.

Kim. El anillo de Kim y la chaqueta de visón de Kim. Cojones. Maricón. La advertencia. Octavio Calderón. Cookie Blue.

Me incorporé y me marché. Estaba atravesando el vestíbulo cuando una mesa repleta de catálogos de ventas anteriores llamó mi atención. Cogí un catálogo de una subasta de joyas celebrada hace unos meses y la ojeé. No me dijo nada. Lo volví a colocar en la mesa y pregunté al encargado quién era el experto en joyas y piedras preciosas.

– Usted tiene que ver al Sr. Hillquist -me respondió, y me indicó a que sala dirigirme señalando con el dedo en esa dirección.

El Sr. Hillquist estaba sentado delante de un escritorio de una forma tan espigada que parecía que me había estado esperando todo el día. Me presenté y le dije que me gustaría conocer el precio aproximado de una esmeralda. Me preguntó si podía ver la piedra, y le respondí que no la llevaba conmigo.

– Tendrá que traerla -apuntó-. El valor de una piedra está en función de una serie de variables: Tamaño, color, corte, brillo…

Puse la mano en el bolsillo, toqué el 32, palpé alrededor de él y encontré el vidrio verde.

– Es más o menos de este tamaño -le dije.

Se ajustó al ojo una lupa de joyero y tomó el vidrio de mi mano. Lo observó tenso por un instante, luego clavó el otro ojo sobre mí.

– Esto no es una esmeralda -articuló pronunciando a golpes las sílabas, como si hablara a un niño o a un chiflado.

– Lo sé. Es un trozo de cristal.

– Exacto.

– Pero es el tamaño aproximado de la piedra de la que le estoy hablando. Soy detective privado. Estoy tratando de calcular el valor de un anillo que ha desaparecido. Yo…

– Ah -dijo suspirando-. Por un momento pensé…

– Sé lo que pensó.

Se quitó la lupa del ojo, la posó en el escritorio delante de él.

– Cuando uno está en mi lugar, uno está a la disposición del público. Usted no se puede ni imaginar la gente que me viene a ver, las cosas que me muestran, las preguntas que me hacen.

– Sí, me lo imagino.

– No, no se lo imagina.

Levantó el pedazo de cristal y lo observó negando con la cabeza.

– Sigo sin poder decirle el valor -prosiguió-. El tamaño solo es uno de los elementos que entran en la estimación. También está el color, la trasparencia, el brillo. ¿Está seguro que se trata de una esmeralda? ¿Comprobó su dureza?

– No.

– Entonces podía tratarse de un cristal coloreado. Como el… uhmm, tesoro que lleva consigo.

– Sí, podría tratarse de cristal, pero lo que quiero saber es cuánto podría valer si se tratara de una esmeralda.

– Ya entiendo lo que me quiere decir -observó el cristal y frunció el ceño-. Tiene que entender que prefiero evitar ese tipo de estimaciones. Incluso asumiendo que la piedra fuera una esmeralda auténtica, su valor puede variar muchísimo. Puede tener un precio altísimo o uno bajísimo. Puede tener un defecto importante, por ejemplo; o tener una calidad mínima. Existen empresas de venta por correo que ofertan esmeraldas al quilate por sumas ridículas, cuarenta o cincuenta dólares el quilate, y lo que venden no es bisutería. De hecho son esmeraldas auténticas, si bien su valor como piedra preciosa es cero.

– Entiendo.

– Incluso el valor de una esmeralda que tiene las cualidades de una piedra preciosa. Usted podría comprar una piedra de este tamaño -sopesó el vidrio con la mano-, por unos dos mil dólares. Y eso sería una buena piedra, no un zafiro artificial de Carolina del Norte. Por otra parte, una piedra de la mejor calidad, del más bello color, sin el menor defecto, no ya peruana, sino la mejor esmeralda colombiana, puede subir hasta cuarenta, cincuenta y sesenta mil dólares. Y sólo son cifras aproximadas.

No había terminado de hablar pero ya había dejado de escucharlo. No había dicho nada, no había añadido una nueva pieza al rompecabezas, pero había accionado un resorte en mi cabeza. Ahora sabía donde encajaba todo.

Me fui sin olvidarme de mi cubito de cristal verde.

TREINTA Y DOS

Esa noche, hacia las diez y media, entré en el Pub de Poogan's en la calle 72 Oeste y salí enseguida. Una llovizna persistente había comenzado a caer hacía una hora más o menos. La mayoría de la gente en la calle portaba paraguas. No era mi caso, sin embargo llevaba sombrero, y me detuve un momento en la acera para ajustar el ala.