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Me quedé ahí, sin pensar en nada y, mientras, el barman me servía el bourbon y llenaba un vaso de agua. Puse un billete de diez sobre la barra. Lo cogió y me trajo el cambio.

Observé el vaso. La luz jugaba con el color ámbar del líquido. Extendí el brazo y lo agarré. Una vocecita interior murmuró Bienvenido a casa.

Retiré la mano. Dejé el vaso sobre la barra y tomé una moneda de diez centavos del cambio que me había dado el barman. Fui hasta el teléfono, dejé caer la moneda y llamé a Jan.

No hubo respuesta.

Bueno, está bien. Había cumplido mi promesa. Evidentemente pude haber marcado un número equivocado, o la línea podía estar ocupada. Son cosas que ocurren.

Volví a colocar la moneda y marqué su número de nuevo. Dejé que sonara un par de veces.

No hubo respuesta.

De acuerdo. Recuperé mi moneda y volví a la barra. Mi cambio seguía intacto, e intactos seguían los dos vasos, delante de mí: el bourbon y el agua.

¿Por qué?, pensé.

El caso estaba terminado, resuelto, listo para sentencia. El asesino no iba a seguir matando. Había hecho un montón de cosas y estaba satisfecho del papel que había interpretado en la investigación. No estaba nervioso, no estaba angustiado, no estaba deprimido. Estaba bien, por todos los demonios.

Y había un bourbon doble delante de mí. No tenía ganas de beber una copa, ni siquiera había pensado en ello, y he aquí que delante de mí tenía una copa que me iba a tragar.

¿Por qué? ¿Qué coño me pasaba?

Si bebía esa maldita copa acabaría muerto o en el hospital. Quizá me llevara un día, o una semana, o un mes, pero sabía que acabaría de esa manera. No tenía deseos de morir, ni de ir al hospital, pero ahí estaba, en una taberna con una copa delante de mis narices.

Porque… ¿Por qué qué? Porque…

Dejé la copa en la barra. Dejé el cambio en la barra. Salí de ese sitio.

A las ocho y media bajé por las escaleras de St. Paul's hasta llegar a la sala de reuniones. Me serví una taza de café y algunas galletas y tomé asiento.

Pensé: estuviste a punto de beber. Has estado once días sin probar ni gota y entras a un bar y sin ninguna razón pides una copa. Estuviste a punto de levantar ese vaso. Faltó muy poco para que lo hicieras. Has estado a punto de mandar esos once días a la mierda con lo que te ha costado llegar hasta aquí. ¿Qué demonios te ocurre?

El presidente abrió la reunión e introdujo al conferenciante. Me esforcé en escuchar la historia de este último, pero no pude. Mi mente volvía constantemente a la realidad de ese vaso de bourbon. No lo había querido, ni siquiera había pensado en ello, y sin embargo había sido atraído por él como un alfiler por un imán.

Pensé: mi nombre es Matt y creo que me estoy volviendo loco.

El conferenciante terminó su testimonio. Aplaudí con el resto de los presentes. Durante el descanso fui al servicio, sobre todo para evitar tener que hablar con alguien. Volví a la sala y me serví otra taza de café de la que no tenía necesidad ni deseos de tomar. Me vino la idea de dejar la taza y volver a mi hotel. Mierda, había estado dos días y una noche sin dejar de ir de un lado a otro. Un descanso me vendría tan bien como asistir a una reunión en la que era incapaz de concentrarme.

Guardé mi taza de café y volví a mi sitio.

Durante el coloquio, las palabras que dijeron los asistentes me resbalaron como bolas de nieve. No oía nada ni entendía nada.

Luego llegó mi turno.

Dije:

– Me llamo Matt -me detuve, luego continué-. Me llamo Matt, soy un alcohólico.

Y lo más increíble sucedió. Comencé a llorar.

Lawrence Block

***