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– Preferiría pensar que ese tal Thornhill no es tan tonto como para subestimarte.

– Oh, es bueno. Debo reconocer que se ha llevado la mejor parte en las justas de hoy. Me refiero a que es capaz de no decir prácticamente nada y aun así lograr que sus palabras parezcan tan profundas y nobles como los Diez Mandamientos. Y cuando lo he acorralado, ha salido con todas esas sandeces sobre la seguridad nacional porque piensa que así asusta a todo el mundo. En resumen: me ha prometido un montón de respuestas. Y le he dicho que estaba deseoso de colaborar con él. -Ward tomó un sorbo de agua-. Sí, hoy ha ganado pero siempre nos queda el mañana.

El camarero regresó con las bebidas y ellos pidieron sus platos. Buchanan saboreó un vaso de whisky escocés con agua mientras Ward hacía lo propio con un bourbon solo.

– Por cierto, ¿cómo está tu colaboradora? ¿Está quemándose las pestañas para desplumar a los pobres e indefensos funcionarios elegidos en beneficio de algún cliente?

– De hecho, creo que ahora está fuera de la ciudad. Por motivos personales.

– Espero que no sea nada grave.

Buchanan se encogió de hombros.

– Ya lo veremos. De todos modos, estoy seguro de que saldrá adelante. -Pero ¿dónde estaba Faith?, se preguntó una vez más.

– Supongo que todos somos supervivientes. Sin embargo, no sé cuánto tiempo más aguantará esta vieja carcasa mía. Buchanan levantó su copa.

– Nos enterrarás a todos, palabra de Danny Buchanan.

– Cielos, espero que no. -Ward lo miró de hito en hito-. Es duro pensar que han pasado cuarenta años desde que dejamos Bryn Mawr. Sabes, a veces te envidio por haberte criado en aquel apartamento situado encima de nuestro garaje.

Buchanan sonrió.

– Tiene gracia, yo estaba celoso de ti porque te criaste en la mansión con tantísimo dinero mientras mi familia servía a la tuya. Bueno, ¿quién de los dos está más borracho?

– Eres el mejor amigo que he tenido jamás.

– Y sabes que el sentimiento es recíproco, senador.

– Lo más sorprendente es que nunca me has pedido nada. Sabes perfectamente que presido un par de comités que podrían ayudarte en tus batallas.

– Me gusta evitar la falta de decoro.

– Debes de ser el único de toda la ciudad. -Ward rió. -Digamos que para mí nuestra amistad es mucho más importante que todo eso.

– Nunca te lo había dicho -murmuró Ward-, pero lo que dijiste en el funeral de mi madre me conmovió profundamente. Te juro que pienso que la conocías mejor que yo.

– Era una persona excelente. Me enseñó todo lo que necesitaba saber. Se merecía una despedida a lo grande. Lo que dije no le hacía justicia ni por asomo.

Ward contempló su vaso.

– Si mi padrastro se hubiera dedicado a vivir a costa de la herencia de mi familia en vez de intentar jugar a los negocios quizá habría conservado las propiedades y no se habría volado la tapa de los sesos. Por otro lado, si yo hubiera tenido una fortuna que dilapidar quizá no habría jugado a los senadores durante todos estos años.

– Si participara más gente como tú en el juego, Rusty, el país funcionaría mucho mejor.

– No pretendía que me halagaras, pero agradezco tus palabras.

Buchanan tamborileó sobre la mesa.

– Fui a la vieja casa hace un par de semanas.

Ward levantó la mirada, sorprendido.

– ¿Por qué?

Buchanan se encogió de hombros.

– No estoy muy seguro. Pasaba por la zona y tenía tiempo. No ha cambiado mucho, sigue siendo un lugar hermoso.

– No he vuelto por allí desde que me marché para ir a la universidad. Ni siquiera sé quiénes son los propietarios.

– Una pareja joven. Vi a la mujer y a los niños a través de la verja, jugando en el jardín delantero. Probablemente un banquero o algún magnate de Internet. Una idea y diez pavos en el bolsillo ayer; una empresa innovadora y cientos de millones en acciones hoy.

Ward levantó la copa.

– Dios bendiga a América.

– Si yo hubiese tenido dinero entonces, no habría permitido que tu madre perdiese la casa.

– Lo sé, Danny.

– Pero todo tiene una razón de ser en la vida, Rusty. Como bien has dicho, quizá no habrías entrado en política. Tu trayectoria ha sido impresionante. Eres un creyente.

Ward sonrió.

– Tu sistema de clasificación siempre me ha intrigado. ¿ Lo tienes escrito en algún sitio? Me gustaría compararlo con mis propias conclusiones sobre mis distinguidos colegas.

Buchanan se dio un golpecito en la frente.

– Está todo aquí dentro.

– Toda esa riqueza almacenada en la mente de un hombre. Qué pena.

– Tú también lo sabes todo sobre el mundo en esta ciudad. -Buchanan se calló y luego se apresuró a añadir con voz queda-: ¿Qué sabes de mí?

A Ward pareció sorprenderle la pregunta.

– No me digas que el mejor cabildero del mundo duda de sí mismo. Pensaba que las cualidades de Daniel J. Buchanan eran la seguridad inquebrantable, una mente enciclopédica y una agudeza sin igual para analizar a los políticos charlatanes y sus flaquezas innatas, que, por cierto, podrían llenar el Pacífico.

– Todo el mundo tiene dudas, Rusty, incluso gente como tú y como yo. Por eso duramos tanto. A unos centímetros del abismo. La muerte puede sorprendernos en cualquier momento si bajarnos la guardia.

Al oír esto, Ward adoptó una expresión más seria.

– ¿Hay algo que quieras contarme?

– Ni lo sueñes -respondió Buchanan sonriendo-. Si empiezo a confiar mis secretos a desgraciados como tú, entonces tendré que poner el tenderete en otro sitio y empezar de nuevo. Y soy demasiado viejo para hacer eso.

Ward se recostó en el blando respaldo y observó a su amigo.

– ¿Por qué lo haces, Danny? Seguro que no es por dinero. Buchanan asintió lentamente.

– Si sólo lo hiciera por dinero me habría retirado hace diez años.

Apuró su copa y miró hacia la puerta, donde se encontraban el embajador de Italia y su abultado séquito, junto con varios funcionarios de alto rango del Capitolio, un par de senadores y tres mujeres con vestidos negros cortos que parecían contratadas para la noche, lo que no sería de extrañar. En el Monocle había tantas personalidades que no se podía dar un paso sin encontrar al líder de algo. Y todos querían comerse el mundo. Y que los demás se lo sirviesen en bandeja. Devorarlo sin dejar ni las migas y luego llamarte amigo. Buchanan se sabía la canción.

Alzó la vista hacia una vieja fotografía de la pared. Un hombre calvo de nariz prominente, expresión adusta y ojos fieros lo miraba. Había muerto hacía tiempo, pero había sido uno de los hombres más poderosos de Washington durante décadas. Y el más temido. Allí el poder y el temor parecían ir de la mano. Ahora Buchanan ni siquiera recordaba cómo se llamaba, lo cual decía mucho.