Ward dejó la copa en la mesa.
– Creo que lo sé. Las causas por las que luchas se han tornado mucho más benéficas con el paso de los años. Te has lanzado a salvar un mundo por el que muy pocos se preocupan. De hecho, eres el único cabildero que lo hace.
Buchanan negó con la cabeza.
– ¿Un pobre irlandés que salió adelante sin ayuda de nadie y amasó una fortuna ve la luz y dedica sus años dorados a ayudar a los más desfavorecidos? Cielos, Rusty, me muevo más por temor que por altruismo.
Ward lo miró con curiosidad.
– ¿Cómo es eso?
Buchanan irguió la espalda, juntó las palmas de las manos y se aclaró la garganta. Nunca le había contado esto a nadie, ni siquiera a Faith. Tal vez hubiera llegado el momento. Parecería una locura, pero por lo menos Rusty no lo iría contando por ahí.
– Tengo un sueño que se repite. En el sueño, Estados Unidos continúa enriqueciéndose y engordando sin parar. Es el lugar donde un deportista consigue cien millones de dólares por botar una pelota, una estrella de cine gana veinte millones por actuar en una película mala y una modelo obtiene diez millones por pasearse en ropa interior. Donde un joven de diecinueve años puede ganar miles de millones de dólares en opciones sobre acciones utilizando Internet para vendernos más cosas que no necesitamos con más rapidez que nunca. -Buchanan se calló y se quedó con la mirada perdida por unos instantes-. Y donde un cabildero gana lo suficiente para comprarse un avión. -Volvió a posar los ojos en Ward-. Seguimos acaparando la riqueza del mundo. Si alguien se interpone en nuestro camino, lo aplastamos, de cien maneras distintas, mientras les vendemos el mensaje de las maravillas de Estados Unidos. Es la única superpotencia que queda en el mundo, ¿no?
»Luego, poco a poco, el resto del planeta se despierta y se da cuenta de lo que somos: un fraude. Entonces empiezan a volverse contra nosotros. Se acercan en balsas y aviones de hélices y sabe Dios qué más. Primero a miles, luego a millones y después a miles de millones. Y nos barren. Nos tiran por alguna cañería y nos hacen desaparecer para siempre. A ti, a mí, a los deportistas, a las estrellas de cine, a las supermodelos, Wall Street, Hollywood y Washington. La tierra de la fantasía.
Ward lo observaba con ojos bien abiertos.
– Dios mío, ¿sueño o pesadilla?
Buchanan le clavó una mirada severa.
– Dímelo tú.
– Es tu país, lo tomas o lo dejas, Danny. Ese lema tiene parte de verdad. No somos tan malos.
– También absorbemos una parte desproporcionada de la riqueza y la energía del mundo. Contaminamos más que cualquier otro país. Destrozamos las economías extranjeras sin siquiera mirar atrás. Sin embargo, por un montón de razones importantes y nimias que no sabría explicar, amo a mi país. Por eso me atormenta tanto esta pesadilla. No quiero que se haga realidad. Pero cada vez me cuesta más conservar la esperanza.
– Si es así, ¿por qué lo haces?
Buchanan contempló de nuevo la vieja fotografía.
– ¿Quieres una respuesta sucinta o filosófica? -dijo.
– ¿Qué tal si me dices la verdad?
Buchanan miró a su viejo amigo.
– Lamento profundamente no haber tenido hijos -empezó a decir con voz pausada-. Un buen amigo mío tiene doce nietos. Me contó que había asistido a la reunión de la asociación de padres en la escuela de una de sus nietas. Yo le pregunté que por qué se molestaba en ir. «¿No es cosa de los padres?», le dije. ¿Sabes qué me contestó? Que, teniendo en cuenta cómo está el mundo, tenemos que pensar en lo que pasará cuando nosotros no estemos. Más allá de la vida de nuestros hijos, de hecho. Es nuestro derecho, nuestra obligación; eso es lo que me dijo. -Buchanan alisó la servilleta-. Así que quizá haga lo que hago porque la suma de las tragedias del mundo supera a la de las alegrías. Y eso no es justo. -Guardó silencio por unos segundos mientras se le humedecían los ojos-. Aparte de eso, no tengo la menor idea.
Brooke Reynolds acabó de bendecir la mesa y todos se pusieron a comer. Había llegado a casa hacía diez minutos, resuelta a cenar con su familia. Su horario en el FBI era de ocho y cuarto de la mañana a cinco de la tarde. Eso era lo más irónico del trabajo: el horario fijo. Se había enfundado unos vaqueros y una sudadera y había cambiado los mocasines de ante por unas zapatillas Reebok. Disfrutó repartiendo los guisantes y el puré de patatas entre todos los platos. Rosemary sirvió leche a los niños mientras Theresa, su hija adolescente, ayudaba al pequeño David, de tres años, a cortar la carne. Se trataba de una reunión familiar tranquila y apacible que Reynolds había llegado a apreciar sobremanera, de modo que hacía todo lo posible por disfrutarla cada noche, aunque luego tuviera que volver al trabajo.
Se levantó de la mesa y se sirvió una copa de vino blanco. No dejaba de pensar, por un lado en la búsqueda de Faith Lockhart y su nuevo cómplice, Lee Adams, y por otro en Halloween, celebración para la que faltaba menos de una semana. Sydney, su hija de seis años, se empeñaba en disfrazarse de Igor por segundo año consecutivo. David sería el alegre Tigger, personaje que encajaba a la perfección con el inquieto niño. Después llegaría el día de Acción de Gracias y quizá visitara a sus padres en Florida, si tenía tiempo. Luego Navidad. Este año Reynolds llevaría a los niños a ver a Papá Noel. El año anterior se lo había perdido -¿cómo no?- por asuntos del FBI. Este año apuntaría con su 9 milímetros a todo aquel que intentara impedir su cita con el gordo de barba blanca. En conjunto el plan no estaba nada mal, si lograba materializarlo. Planificarlo era fácil; llevarlo a cabo era la sopa que con demasiada frecuencia se caía de la cuchara.
Tras tapar la botella con el corcho, contempló con tristeza la casa que pronto dejaría de ser suya. Sus hijos intuían que se avecinaba un cambio. Hacía más de una semana que David no dormía seguido una noche entera. Reynolds, que llegaba a casa tras jornadas laborales de quince horas, abrazaba al pequeño, que temblaba y gimoteaba, para intentar calmarlo y lo acunaba en sus brazos hasta que se dormía. Le decía que todo iría bien cuando, en realidad, sabía tan poco del futuro como el que más. A veces ser madre resultaba aterrador, sobre todo en plena tramitación de un divorcio, con todo el dolor que ello conllevaba, y cada día lo veía grabado en los rostros de sus hijos. En más de una ocasión Reynolds había pensado en olvidar el divorcio por ese motivo exclusivamente. Sin embargo, consideraba que aguantar por los niños no era la solución. Al menos para ella. Llevaría una vida más agradable sin el hombre que con él. Además, creía que su ex marido sería mejor padre tras el divorcio. Bueno, por lo menos eso es lo que esperaba. Reynolds no deseaba defraudar a sus hijos, eso era todo.
Cuando advirtió que su hija Sydney la observaba con aprensión, le dedicó una sonrisa lo más natural posible. Sydney tenía seis años y parecía estar a punto de cumplir dieciséis; era tan madura que Reynolds estaba asustada. Se percataba de todo y no se le escapaba ni un detalle significativo. A lo largo de su carrera, Reynolds nunca había interrogado a un sospechoso tan a fondo como Sydney la interrogaba casi cada día. La niña no se conformaba con cualquier respuesta, pues intentaba comprender qué ocurría, qué les deparaba el futuro, y Reynolds carecía de respuestas fáciles y rápidas para todas aquellas preguntas.
En más de una ocasión, había encontrado a Sydney abrazando a su hermano que lloraba en la cama a altas horas de la noche, tratando de aliviarlo, de ahuyentar sus temores. Recientemente, Reynolds le había dicho que no hacía falta que asumiera también esa responsabilidad, que su madre siempre estaría ahí. La afirmación sonó un tanto falsa y el rostro de Sydney evidenció esa falta de confianza. El hecho de que su hija no aceptara esas palabras como una verdad incuestionable hizo que Reynolds envejeciera varios años en cuestión de segundos. El recuerdo de la pitonisa que le había leído la mano y le había presagiado una muerte temprana se le había reaparecido, más vívido que nunca.