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– Es grave, ¿no? -De repente Sobel pareció alegrarse muy poco de haber sido destinado a aquella oficina.

– Le agradezco su ayuda, señor Sobel. Seguiremos en contacto.

Reynolds regresó a su coche y condujo lo más rápidamente posible hacia la casa de Anne Newman. La telefoneó desde el coche para cerciorarse de que estaba allí. Faltaban tres días para que se celebrase el funeral. Sería una ceremonia a lo grande, a la que asistirían altos cargos del FBI y de los cuerpos de policía de todo el país. El desfile de vehículos funerarios sería especialmente largo y pasaría entre columnas de agentes federales sombríos y respetuosos, así como hombres y mujeres de azul. El FBI enterraba a los agentes que morían en el cumplimiento del deber con el honor y la dignidad que se merecían.

– ¿Qué has descubierto, Brooke? -Anne Newman llevaba un vestido negro, un bonito peinado y se había maquillado ligeramente. Reynolds oyó voces procedentes de la cocina. Al llegar había visto dos coches aparcados frente a la casa. Probablemente se tratara de familiares o amigos que habían ido a darle el pésame. También reparó en las bandejas de comida que había sobre la mesa del comedor. Por irónico que resultara, parecía que la comida y las condolencias iban de la mano; por lo visto el dolor se digería mejor con el estómago lleno.

– Tengo que ver los extractos de vuestras cuentas bancarias. ¿Sabes dónde están?

– Bueno, Ken era quien se encargaba de las cuestiones económicas, pero supongo que están en su estudio. -Condujo a Reynolds por el pasillo y entraron en el estudio de Ken Newman.

– ¿Teníais tratos con más de un banco?

– No. Eso sí lo sé. Siempre recojo el correo. Sólo hay un banco. Y sólo tenemos una cuenta corriente, ninguna de ahorros. Ken decía que los intereses que pagaban eran una miseria. Los números se le daban muy bien. Tenemos algunas acciones rentables y los niños tienen sus cuentas para la universidad.

Mientras Anne buscaba los extractos, Reynolds paseó la mirada por la habitación. Había numerosas cajas de plástico duro de distintos colores apiladas en una estantería. Aunque en su primera visita se había fijado en las monedas empaquetadas en plástico transparente, no había reparado en aquellos receptáculos.

– ¿Qué hay en esas cajas?

Anne dirigió la vista hacia donde ella señalaba.

– Oh, son los cromos de béisbol de Ken. También hay monedas. Sabía mucho del tema. Incluso siguió un cursillo y aprendió a clasificar los cromos y las monedas. Casi cada fin de semana asistía a algún que otro evento. -Apuntó al techo-. Por eso hay un detector de incendios aquí. Ken tenía miedo de que estallara un incendio, sobre todo en este cuarto. Hay mucho papel y plástico. Ardería en cuestión de segundos.

– Me sorprende que tuviera tiempo para coleccionar.

– Bueno, lo encontraba. Era algo que le encantaba.

– ¿Tú o los niños lo acompañabais en alguna ocasión?

– No. Nunca nos lo pidió.

El tono de la respuesta hizo que Reynolds dejara de interrogarla al respecto.

– Odio preguntártelo, pero ¿tenía Ken un seguro de vida?

– Sí, uno bueno.

– Por lo menos no tendrás que preocuparte por eso. Ya sé que no sirve de consuelo, pero hay mucha gente que nunca piensa en esas cosas. Es evidente que Ken deseaba que no os faltara de nada si le ocurría algo. Los actos de amor a menudo expresan mejor los sentimientos que las palabras.

Reynolds era sincera aunque esa última afirmación había sonado tan increíblemente forzada que decidió no hablar más del tema.

Anne extrajo una libreta roja de poco menos de diez centímetros y se la pasó a Reynolds.

– Creo que esto es lo que estás buscando. Hay más en el cajón. Ésta es la última.

Reynolds observó el cuaderno. En la cubierta frontal había una etiqueta plastificada que indicaba que contenía los extractos de la cuenta corriente del año en curso. La abrió. Los extractos estaban bien etiquetados y ordenados cronológicamente por mes, empezando por el más reciente.

– Las facturas pagadas están en el otro cajón. Ken las tenía clasificadas por años.

¡Dios! Reynolds guardaba sus documentos bancarios sin ordenar en varios cajones del dormitorio e incluso del garaje. Cuando llegaba el momento de hacer la declaración de la renta, la casa de Reynolds se asemejaba a la peor pesadilla de un contable.

– Anne, sé que tienes visitas. Puedo revisar esto yo sola.

– Puedes llevártelo, si quieres.

– Si no te importa lo miraré aquí.

– De acuerdo. ¿Quieres algo de comer o de beber? Comida no nos falta, y acabo de poner la cafetera.

– De hecho, me tomaría un café con mucho gusto, gracias. Con un poco de leche y azúcar.

De repente, Anne pareció nerviosa.

– Todavía no me has dicho si has descubierto algo.

– Quiero estar absolutamente segura antes de hablar. No quiero equivocarme. -Cuando Reynolds miró a la pobre mujer, la invadió un enorme sentimiento de culpa. Sin saberlo, estaba ayudándola a empañar la reputación de su esposo-. ¿Cómo lo llevan los chicos? -preguntó Reynolds, esforzándose al máximo para reprimir la sensación de traición.

– Como lo llevaría cualquier chico, supongo. Tienen dieciséis y diecisiete años respectivamente, por lo que comprenden mejor las cosas que un niño de cinco años. Pero sigue siendo duro para ellos. Para todos nosotros. Si ahora no estoy llorando es porque creo que esta mañana he agotado las lágrimas. Los he mandado al instituto porque me ha parecido que no sería peor que estar aquí sentados viendo desfilar a un montón de personas que hablan de su padre.

– Seguro que has hecho bien.

– Intento llevarlo lo mejor posible. Siempre supe que esa posibilidad existía. Cielos, Ken Llevaba veinticuatro años en el cuerpo. La única vez que resultó herido al estar de servicio fue cuando se le pinchó un neumático y le dio un tirón en la espalda mientras lo cambiaba. -Anne esbozó una sonrisa al recordarlo-. Incluso había empezado a hablar de jubilarse, de mudarnos cuando los chicos estuvieran en la universidad. Su madre vive en Carolina del Sur. Está llegando a la edad en la que necesita tener cerca a alguien de la familia.

Anne parecía estar a punto de llorar de nuevo. Si lo hacía, Reynolds temía unirse a ella, habida cuenta de su estado anímico en esos momentos.

– ¿Tienes hijos? -le preguntó Anne.

– Un niño y una niña. De tres y seis años.

La mujer sonrió.

– Oh, todavía son pequeños.

– Dicen que cuanto más mayores, más duro es -repuso Reynolds.

– Bueno, digamos que la cosa se complica. Se pasa de los biberones, los primeros dientes y los pañales a las batallas por la ropa, los novios y el dinero. A los trece años de repente no soportan estar con mamá y papá. Esa etapa fue dura pero al final la superaron. Luego no dejas de preocuparte por el alcohol, los coches, el sexo y las drogas.

Reynolds le dedicó una leve sonrisa.

– Vaya, lo que me espera.

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en el FBI?

– Trece años. Me incorporé después de un año increíblemente aburrido como abogada de empresa.

– Es un trabajo peligroso.

Reynolds la miró a los ojos.

– Sí, sin duda puede llegar a serlo.

– ¿Estás casada? -preguntó Anne.

– Oficialmente sí, pero dentro de un par de meses dejaré de estarlo.

– Lo siento.

– Créeme, era lo mejor en todos los sentidos.

– ¿Te quedas con los niños?

– Por supuesto -respondió Reynolds.

– Eso está bien. Los niños tienen que estar con su madre; no me importa lo que diga la gente políticamente correcta.

– En mi caso, me lo cuestiono… Trabajo mucho, a veces hasta horas intempestivas. Pero lo único que sé es que el lugar de mis hijos está conmigo.