Выбрать главу

– Pero lo haré. Es que…

– No lo hagas. Ellas solo empeorarán las cosas. Tienes razón, nosotros podemos manejar la situación. Lo único que necesitamos es encontrar a Leah. Entonces podremos matarla.

Savannah lo dijo con tanta indiferencia que a mí se me cortó la respiración. Antes de poder responder, sonó el timbre de la puerta.

Eran las Hermanas Mayores. Las tres estaban de pie en mi porche, y sus expresiones iban de una confusión insulsa (Margaret), a una preocupación llena de zozobra (Therese) y a una furia apenas contenida (Victoria).

Margaret Levine, Therese Moss y Victoria Alden habían sido las Hermanas Mayores del Aquelarre desde que yo tenía uso de razón. Eran grandes amigas de mi madre y, como tales, formaban desde siempre parte de mi vida.

Therese era la imagen misma de las brujas según Gabriel Sandford, con el tinte azul del pelo y los pantalones ajustados de poliéster; el estereotipo de la abuela con un enorme regazo y suficientes provisiones como para soportar un asedio de varios días. Margaret, la tía de Savannah, era, a sus sesenta y ocho años, la más joven de las Hermanas Mayores. Fue una verdadera belleza en su juventud y aunque seguía siendo sumamente atractiva, lamentablemente, representaba otro estereotipo: el de la guapa tonta. ¿Y Victoria Alden? Era el modelo de la ejecutiva del siglo XXI, una mujer enérgica e impecablemente acicalada, que usaba trajes de chaqueta y pantalón a la inglesa y pantalones militares de color caqui en los campos de golf y despreciaba a los ejecutivos menos activos como si cualquier deterioro físico o mental que padecieran se debiera sólo a su propia negligencia.

Anulé los hechizos perimetrales y abrí la puerta. Victoria entró con paso decidido y se dirigió al comedor sin molestarse en quitarse los zapatos. Mala señal. Según las leyes de etiqueta del Aquelarre -que guardaban un inquietante parecido con las de Emily Post, de 1950- uno siempre debía quitarse los zapatos en la puerta de una casa como señal de cortesía hacia la dueña. Entrar con los zapatos puestos representaba estar al borde del insulto. Por fortuna, Therese y Margaret sí se quitaron su calzado ortopédico, y eso me indicó que la situación no era del todo crítica.

– Tenemos que hablar -dijo Victoria.

– ¿Os gustaría una taza de té primero? -pregunté-. Creo que tengo también muffins recién hechos, si Savannah no se los ha comido todos.

– No estamos aquí para comer, Paige -dijo Victoria desde el comedor.

– ¿Té, entonces?

– No.

Rechazar dulces caseros ya era alarmante, pero, ¿rechazar una bebida caliente? Eso nunca había ocurrido en los anales de la historia del Aquelarre.

– ¿Cómo has podido mantenernos al margen de esto? -Me espetó Victoria cuando me reuní con ellas en el salón-. Una lucha por la custodia es algo muy grave. Pero una batalla legal destinada a eso es…

– No se trata de una batalla legal por la custodia -intervino Savannah, apareciendo por un rincón-. Obtener mi custodia sería algo así como secuestrarme, entrar en esta casa por la fuerza y sacarme a rastras. Así es como veo yo esa batalla por la custodia. Victoria se dirigió a mí.

– ¿De qué habla esta muchacha?

– Savannah, ¿qué tal si llevas a tu tía al sótano y le enseñas tus obras de arte?

– No.

– Savannah, por favor. Nosotras tenemos que hablar.

– ¿Y? Es sobre mí, ¿no?

– ¿Lo veis? -Victoria giró hacia Therese y Margaret y sacudió la mano en dirección a Savannah y a mí-. Éste es el problema. La muchacha no siente el menor respeto por Paige.

– La muchacha tiene nombre -dije.

– No me interrumpas. Tú no estás preparada para esto, Paige. Te lo advertí desde el principio. Jamás deberíamos haberte permitido que te la llevaras. Eres demasiado joven y ella es demasiado…

– Estamos muy bien -la interrumpí y apreté tanto los dientes que me dolieron.

– ¿No quieres ver mis obras de arte, tía Maggie? -Preguntó Savannah-. Mi maestra asegura que tengo mucho talento. Ven, acompáñame y te mostraré mis cosas. -Se puso de pie de un salto, se alejó un poco y en su cara se pintó una sonrisa de «buena chica» que pareció dolerle tanto como mis dientes apretados. -Ven, tía Maggie -la llamó Savannah con un canturreo agudo-. Te voy a enseñar mis cómics.

– ¡No! -grité al ver que Margaret la seguía-. Muéstrale los óleos, por favor. Los óleos. -De alguna manera, dudaba de que Margaret pudiera entender el humor de los sombríos cómics de Savannah. Lo más probable era que le produjeran un infarto… justo lo que yo necesitaba.

Cuando desaparecieron, Victoria me recriminó:

– Deberías habernos hablado de esto.

– Recibí la noticia ayer mismo, después de hablar contigo por teléfono. No quise tomármelo en serio ni preocuparos. Después, cuando esta mañana me reuní con ellos, me di cuenta de que sí era algo serio, y ahora estaba a punto de llamar a Margaret…

– Sí, claro. Me lo imagino.

– Vamos, Victoria -murmuró Therese.

– ¿Sabes con qué te están amenazando? -Prosiguió Victoria-. Con desenmascararte, con revelar lo que eres. Y con desenmascararnos también a nosotras. Alegan que no sirves como tutora porque eres una bruja en prácticas.

– También lo son miles de madres en este país -dije yo-. Se llama Wicca, y es una elección religiosa reconocida.

– Eso no es lo que nosotras somos, Paige. No mezcles las cosas.

– No lo estoy haciendo. Cualquiera que lea ese recurso de custodia dará por sentado que con «bruja» quieren decir «Wiccana».

– No me importa a qué conclusión lleguen. Lo que me importa es proteger el Aquelarre. No permitiré que nos expongas a ningún peligro.

– ¡Es eso! Por supuesto. Ahora lo comprendo. Por eso ella me acusa de hechicería. No porque piense que ganaré el juicio. Lo que quiere es asustarnos con lo que más teme una bruja: con quedar expuesta. Nos amenaza con eso y vosotras me obligáis a renunciar a Savannah.

– Un pequeño precio a pagar…

– Pero no podemos dejar que Leah gane. Si su estrategia triunfaba, la volverán a usar. Cada vez que un sobrenatural quiera algo del Aquelarre, recurrirá a la misma treta, -Victoria vaciló.

Yo me apresuré a continuar.

– Dame tres días. Después de eso, te prometo que no volvería a oír nada más acerca de brujas en East Falls. Al cabo de un momento, Victoria asintió.

– Tres días.

– Me queda sólo otra cosa que decirte. Y te lo cuento no porque lo crea sino porque no quiero que te enteres a través de otra persona. Dicen que el padre de Savannah es un hechicero.

– No me sorprendería. Hay algo decididamente extraño en esa muchacha.

– No hay nada… -empecé a decir, pero enseguida me interrumpí-. Pero no es posible, ¿no es así? ¿Que una bruja y un hechicero tengan una hija?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -respondió Victoria.

Al oír a Victoria contestarme de tan mal modo pensé en cómo habría respondido mi madre. Por muchas preguntas que le hiciera o por tontas que parecieran, ella siempre encontraba tiempo para contestármelas o para buscar una respuesta. Reprimí la oleada de pena que sentí y seguí adelante.

– ¿Por lo menos has oído que sucediera alguna vez? -pregunté.

– Desde luego que no. Las brujas del Aquelarre jamás harían una cosa así. Pero sí lo creería de Eve Levine. Te acuerdas de Eve, ¿verdad, Therese? Ella haría una cosa así simplemente porque no era nada normal.

– ¿Qué opina Savannah? -preguntó Therese.

– No tiene idea de quién es su padre. Pero yo no le he mencionado lo del juicio por paternidad. Ella cree que Leah es la única que piensa luchar por su custodia.

– Bien -dijo Victoria-. Mantengamos las cosas así. No quiero que nadie del Aquelarre sepa esto. No dejaré que piensen que hemos permitido que una bruja con sangre de un hechicero forme parte de nuestro Aquelarre o se preocupen de que un hechicero pueda venir a East Falls.