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—¿Adonde?

—¿Importa eso? A alguna parte. A donde sea, con tal de que sea lejos de aquí.

El se preguntó cómo podría calmarla. Parecía haberse dejado atrapar por un temor desmesurado e irreflexivo. Estaba pálida, sus ojos tenían un brillo vidrioso y respiraba entre pequeños sollozos.

—Por favor, Justina. Por favor.

Le cogió las manos por un instante y después deslizó los dedos por sus brazos hasta llegar a las clavículas. Le masajeó con ternura los músculos del cuello.

—No va a sucedemos nada —dijo Antípatro dulcemente—. Para empezar, el Imperio aún no ha caído. Y no va a hacerlo necesariamente, pese a que ahora mismo todo contribuya a que lo creamos. Ha sobrevivido a cosas muy malas en el pasado y bien puede sobrevivir a ésta. El basileo Andrónico podría morir mañana de repente. El mar podría tragarse su flota como lo hizo con los barcos de tu padre. O Júpiter y Marte podrían aparecer de repente enfrente del Capitolio y conducirnos hacia una gloriosa victoria. Cualquier cosa podría ocurrir. No sé. Pero incluso si el Imperio cae, no será el fin del mundo, Justina. No nos pasará nada. —Él clavó su mirada en la de ella. ¿Podría hacerle creer algo en lo que ni él mismo creía totalmente?—. No nos pasará nada.

—Ay, Lucio…

—No nos pasará nada. —Antípatro acercó la pequeña figura de Justina hacia sí y la estrechó hasta que su respiración recuperó el ritmo normal y pudo sentir cómo su tenso cuerpo comenzaba a relajarse. Después, en una transición tan veloz que casi le provocó risa, todo su cuerpo se relajó y sus caderas empezaron a moverse lentamente de un lado a otro. Ella se apretó contra él, retorciéndose en una inequívoca invitación. Tenía los ojos cerrados, sus fosas nasales estaban dilatadas y su lengua bailaba como una serpiente entre sus labios. Sí. Sí. Todo iría bien. Ahora se disponían a poner un muro infranqueable entre ellos y el mundo exterior.

—Ven —dijo él, llevándola hacia el dormitorio.

El Gran Consejo de Estado se reunió a la segunda hora de la mañana en la gran sala de tapices de terciopelo conocida como el Salón de Marco Anastasio, en el ala norte del Palacio Imperial. Los dos cónsules estaban allí junto a media docena de senadores veteranos, y también Casio Cestiano, el secretario de Asuntos Exteriores y Cocceyo Maridiano, el secretario de Asuntos Internos, así como también siete u ocho ministros del gobierno y un formidable ejército de generales retirados y oficiales de marina. Igualmente, se hallaban presentes los miembros clave de la Casa Imperiaclass="underline" Aurelio Gelio, el prefecto de la Guardia Pretoriana, Domicio Pompeyano, el maestro de lengua latina, Quintilio Vinicio, el custodio del Tesoro Imperial y otros más. Para asombro de Antípatro, incluso estaba Germánico Antonino César, el libertino hermano menor del emperador. Su presencia era oportuna ya que, al menos en teoría, él era el heredero al trono. Sin embargo, Antípatro nunca había visto a aquel príncipe indolente en ninguna reunión anterior del consejo. Ni siquiera (que recordara Antípatro), se había visto nunca a Germánico en público a horas tan tempranas de la mañana. Cuando entró, caminando con parsimonia, provocó un palpable revuelo.

El emperador inició la reunión pidiendo a Antípatro que leyera en voz alta el manuscrito griego interceptado.

—«Demetrio Crisoloras, Gran Almirante de la Flota Imperial, saluda a Su Excelencia Nicolás Calcocóndilas de Trapezunte, Comandante de las Fuerzas Navales Occidentales. Se le informa por el presente documento, oh, Nicolás, de la incontestable voluntad de Su Más Poderosa Majestad Imperial y Señor Supremo de todas las Regiones, Andrónico Maniakes, quien por la gracia de Dios, ostenta el elevado título de Rey de los Romanos y Señor Autócrata de…»

—¿Quieres ahorrarnos todas esas sandeces griegas, Antípatro, e ir a la esencia del asunto? —dijo una voz que arrastraba las palabras, procedente de algún rincón del salón.

Antípatro, nervioso, levantó la vista. Sus ojos se encontraron con los de Germánico César. Era él quien había hablado. Repantigado en su sillón, como si estuviera en un banquete, el hermano del emperador llevaba colorete e iba maquillado, de manera que producía un efecto chabacano; su túnica ribeteada de púrpura estaba arrugada y manchada de vino. Antípatro entendió entonces cómo era que Germánico había conseguido estar allí a horas tan tempranas: sencillamente había acudido a palacio desde alguna fiesta que se había prolongado toda la noche.

El príncipe, sonriéndole desde el otro extremo de la sala, hizo un pequeño e impaciente gesto circular con la mano. Obedientemente, Antípatro leyó por encima y en silencio el resto de la florida pompa bizantina con la que se iniciaba la misiva y empezó a leer otra vez en voz alta desde la mitad del manuscrito.

—«… levar anclas inmediatamente y emprender la ruta norte, manteniendo la distancia con la isla de Córcega dirigiéndoos en seguida hacia la provincia ligur del Imperio Occidental, para apoderaros de los puertos de Antípolis y Niza…».

Ya se habían levantado los murmullos en la sala. Aquellas personas no necesitaban mapas para visualizar los movimientos marítimos que implicaba tal operación. O para captar la naturaleza del peligro que corría la ciudad de Roma con la presencia de una flota griega en aquellas aguas.

Antípatro enrolló el manuscrito y lo dejó.

El emperador lo miró y dijo:

—¿Dirías que este documento es auténtico, Antípatro?

—Está escrito en un correcto griego bizantino de clase alta, majestad. No reconozco la escritura, pero es la de un escriba competente que bien podría formar parte del personal de un importante almirante. Y el sello parece genuino.

—Gracias Antípatro. —Maximiliano se sentó en silencio un momento, con la mirada perdida en la distancia. A continuación recorrió lentamente con la vista las hileras de los grandes líderes de Roma. Por fin se detuvo sobre la frágil figura de Aureliano Arcadio Ablabio, quien había ostentado el mando de la flota del mar Tirreno hasta su retiro en la capital hacía un año por razones de salud—. Explícame, Ablabio, cómo es posible que una armada bizantina pueda navegar desde Sicilia hasta la costa de Cerdeña sin que a nosotros nos llegue noticia alguna del hecho. Habíanos de las bases navales del Imperio a lo largo de la costa occidental de Cerdeña, si eres tan amable, Ablabio.

Éste, un individuo delgado, de tez blanca como la tiza y ojos azul claro, se humedeció los labios y dijo:

—Majestad, no contamos con bases navales de importancia en la costa occidental de Cerdeña. Nuestros puertos son Calaris, en el sudeste, y Olbia, al noreste. Disponemos de pequeños puestos de avanzada en Bosa y Othoca en la parte oeste, nada más. La isla está desierta y es insalubre, y no hemos considerado necesario fortificarla mucho.

—Bajo la presunción, supongo, de la improbabilidad de que nuestros enemigos del Imperio Oriental se deslizaran a nuestro alrededor y nos atacaran desde el oeste, ¿no es así?

—Así es, majestad —dijo Ablabio, visiblemente violento.

—Ay, ay. Así es que nadie vigila el océano por la parte occidental de Cerdeña. Qué interesante. Habíame ahora de Córcega. ¿Tenemos, quizá, alguna base militar en alguna parte a lo largo de la costa oeste de esa isla?

—No existe ningún buen puerto al oeste, César. Las montañas descienden en picado hacia el mar. Nuestras bases se hallan en la costa oriental, en Aleria y Mariana. Se trata de otra isla agreste e inútil.

—Así pues, si una flota griega quisiera adentrarse en las aguas al oeste de Cerdeña, no tendría ningún problema, pues la ruta estaría despejada hasta la costa de Liguria, ¿no es así, Ablabio? No tenemos ninguna fuerza naval, sea cual sea, montando guardia en todo ese mar, ¿es eso lo que me estás diciendo?

—En lo esencial sí, su majestad —dijo Ablabio, en un tono muy bajo.