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Manuel Chaves Nogales

A sangre y fuego

Héroes, bestias y mártires

PRÓLOGO

LA (IMPOSIBLE) TERCERA ESPAÑA

«Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera». Desde un modesto hotelito de Montrouge (Seine), un periodista abatido y asqueado remata el prólogo de A sangre y fuego. héroes, bestias y mártires de españa. Será su último libro. Corre la primavera de 1937 y hace muy pocas semanas que Manuel Chaves Nogales ha cruzado la frontera de los Pirineos. Pretende olvidar los peores efectos de la Guerra Civil española, comenzada el 18 de julio de 1936, cuando un grupo de militares ha dado un golpe de Estado contra el Gobierno legítimo de la Segunda República. Su república. Ha salido de Madrid cuando el Gobierno —su gobierno— se ha trasladado a Valencia. Lo que ha visto en esos escasos meses le ha bastado para intuir lo que va a venir.

Es allí, en un pequeño hotel del distrito de Montrouge, a as orillas del Sena, rodeado de «popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos», todos víctimas del totalita-rismo que recorre Europa, donde unos años antes el mismo Chaves Nogales había entrevistado a personajes históricos de la Rusia zarista, a otros miembros de esa fauna de «desarraigados» de la que él no quiere formar parte, en donde el periodista se dispone a recuperar su «oficio de narrador». Una terapia que quizá le ayude a liberarse de «esta congoja de la expatriación y ganar mi vida».

Manuel Chaves Nogales podía haber sido político, escritor con relato continuado y tensión narrativa, poeta, pintor, intelectual, aventurero e incluso vendedor de bicicletas, de radios y de discos, que de todo ello hubo en su familia. Una mezcla de esos oficios fue la que le sirvió para que deviniese en ese periodista excepcional, en estado «puro», que diría la también periodista Josefina Carabias. Cuando se buscan los precedentes de lo que tres décadas después se denominará «nuevo periodismo» (Capote, Mailer, Wolfe…), pocos se acuerdan del español Chaves Nogales, lo que manifiesta ignorancia y muestra el estatus periférico de nuestro país y su historia: ninguno de esos valores le sirvió para evitar el ostracismo y el olvido al que estuvieron sometidas su figura y su obra durante más de medio siglo.

No es de extrañar, por ello, que A sangre Y fuego fuera su última obra reeditada (la primera edición se hizo en Chile, el mismo año en que fue escrita), recuperada dentro de su obra íntegra (Obra Narrativa Completa de Manuel Chaves Nogales, Biblioteca de Autores Sevillanos y Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla, 1993). Coordinada por la catedrática María Isabel Cintas, es lamentable la dificultad de encontrar hoy esos dos maravillosos tomos en las librerías. El propio subtítulo de las crónicas y reportajes de A sangre Y fuego —«Héroes, bestias y mártires de España»— da idea de lo que el libro contiene. Los nueve reportajes se inician con un prólogo de cinco escasas páginas; es una pieza muy especial, única, uno de los documentos más tristes y escalofriantes de lo acaecido en España en los primeros meses de la contienda civil. Tan extraordinario como el libro es el prólogo al mismo. O más. Chaves cruzó la frontera cuando tuvo la íntima convicción «de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba».

Cuando escribe A SANGRE Y FUEGO ha pasado poco tiempo del inicio de la guerra incivil. Apenas intuía los estragos de los tres años de lacerantes enfrentamientos entre españoles; la inhumanidad de los que en definitiva serían sus vencedores, que aplicarían casi cuatro décadas de crueldad, dictadura y represión; el sectarismo de una izquierda perennemente dividida y muchas veces cainita. Pero el que la estocada aún no haya llegado al nervio no mitiga la desolación, la ira, la impotencia que invadían ya al periodista, cuya «única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contra el Espíritu Santo. Pero la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España. ¿Por dónde empezó el contagio?». La peste, sostiene Chaves Nogales, llegó en distintas dosis de los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín. De esos tres lugares aterrizaron los virus que se instalaron en los personajes de A SANGRE Y FUEGO: desde el miliciano Arabel, que comandaba la escuadrilla de la Venganza, pasando por el más ortodoxo y rígido Valero, capaz de no levantar una mano para defender a su padre; del aviador francés que, recién llegado del frente, esconde su rostro sombrío entre los brazos, sentado en un café de la Puerta del Sol, pero sólo hasta que entran Alberti, Berga-mín y María Teresa León, «Palas Atenea». Inmediatamente, André Malraux, que de él se trata, muda la desesperación de su rostro por una expresión más risueña, acorde con la de sus compañeros recién llegados. Desde el señorito andaluz don Rafael, amigo de la escuela de Julián el Maestrito, trasmutado ahora este último en un comunista luchador y desesperado que termina huyendo, como el mismo Rafael, asqueado de la condición de los falangistas, de los serviles empleados de su padre, que se esconde en Gibraltar para salir hacia Europa. Personajes y personajes que en algunos momentos reflejan sentimientos y contradicciones que son trasuntos parciales de los del propio autor del libro.

Poco antes de comenzar la guerra española, a finales de los años veinte, nuestro hombre forma parte de un grupo de jóvenes intelectuales que siente la urgencia del salir del apoliticismo y del apartamiento de la vida pública, que les ha llevado a desentenderse de los más hondos problemas que padece España. Ese grupo dirige una carta-manifiesto a Ortega y Gasset, en la que sus miembros se confesaban despistados en cuestiones políticas y proponían tan sólo formar «un grupo de genérico y resuelto liberalismo». Lo cuenta el historiador Santos Julia en su excepcional Historias de las dos Españas. Entre los firmantes que se consideran intelectualmente adictos a Ortega y le tienen por una de las figuras de mayor relieve y prestigio se cuentan personajes tan centrales como Corpus Barga, Antonio Espina, Federico García Lorca, Jarnés, Francisco Ayala, Rivas Che-rif, Ramón Sender, Pedro Salinas y Chaves Nogales. Este último, como todos los firmantes, apoyarán a la Segunda República como intento modernizador de la España rural, atrasada y arcaizante, pero pocos de ellos manifestarán tan rápidamente el hastío por los excesos cometidos en su nombre después del golpe militar de Franco y los militares. Algunos, como García Lorca, no podrán hacerlo porque serán los protagonistas, hasta la muerte asesina, de esos excesos.

Se podría decir que una vez estallada la Guerra Civil, Chaves Nogales intenta pertenecer a una tercera España imposible, alejada de los radicalismos de uno y otro extremo, una equidistancia que no evade en ningún caso su apuesta republicana, pero que la matiza instrumentalmente en relación a la horrible realidad del enfrentamiento entre españoles. Andrés Trapiello, que ha teorizado la posibilidad de esa tercera España en su clásico Las armas y las letras. Literatura y Guerra Civil 1936–1939, escribe en ese libro que aquélla no fue una guerra civil entre dos Españas, como erróneamente creyeron muchos durante demasiados años siguiendo la idea de hombres perspicaces como Machado o Unamuno, sino la determinación de dos Españas minoritarias y extremas para acabar con la otra, la mayoritaria tercera España, en la que podían haberse integrado gentes de toda condición, edad, clase e ideología, excluyendo de ella a aquellas otras dos, la fascista por un lado, y la anarquista, comunista, trotskista o socialista radical por otro, tratando de ensayar a toda costa revoluciones que ya habían salido triunfantes en la Unión Soviética, en Alemania o en Italia. Chaves es reivindicado por Trapiello como estandarte de esa tercera España. Se apoya en el conjunto de la obra del periodista andaluz y, muy especialmente, en las explícitas palabras del prólogo de A sangre Y fuego: «Yo era eso que los sociólogos llaman un "pequeño burgués liberal", ciudadano de una república democrática y parlamentaria […]. Ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero en fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria». Sobran más palabras.