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Estaba claro que necesitaba una esposa.

Ella cruzó las manos en el regazo, y vio cómo él se sentaba delante de ella en una silla que, obviamente, estaba pensada para alguien más menudo que él.

Estaba muy incómodo y Eloise sabía, porque tenía los suficientes hermanos para saberlo, que lo que verdaderamente le apetecía en ese momento era maldecir en voz alta, pero ella pensó que era culpa de él por haberse sentado en esa silla, así que le sonrió, con la esperanza que eso lo invitara a abrir la conversación.

Él se aclaró la garganta.

Ella se inclinó hacia delante.

Él se volvió a aclarar la garganta.

Ella tosió.

Él se aclaró la garganta por tercera vez.

– ¿Quiere un poco de té? -preguntó ella, al final, incapaz de escuchar un “ejem” más.

Él la miró, agradecido, aunque Eloise no sabía si era por el ofrecimiento o por haber roto el silencio.

– Sí -dijo-. Me encantaría.

Eloise abrió la boca para responder, pero entonces recordó que estaba en su casa y que no tenía por qué ofrecerle té al dueño de la casa. Y él también debería haberlo recordado.

– Bien -dijo ella-. Bueno, estoy segura que lo traerán enseguida.

– Claro -asintió él, moviéndose incómodo en aquella silla.

– Siento haber venido sin avisarle -murmuró ella, aunque sabía que ya lo había dicho; pero alguien tenía que decir algo. Quizá sir Phillip estaba acostumbrado a los largos silencios, pero Eloise no y sentía la necesidad de llenarlos todos.

– No se preocupe -dijo él.

– Sí que me preocupo -respondió ella-. He sido muy desconsiderada, y le pido disculpas.

Él se quedó un poco sorprendido por tanta sinceridad.

– Gracias -murmuró-. No pasa nada, se lo garantizo. Sólo es que me ha…

– ¿Sorprendido? -sugirió ella.

– Sí.

Eloise asintió.

– Sí, bueno, le habría pasado a cualquiera. Debería haberlo pensado y de verdad le prometo que lamento mucho las molestias.

Sir Phillip abrió la boca para responder, pero luego la cerró y miró por la ventana.

– Hace un día muy bonito -dijo.

– Sí, es verdad -asintió Eloise, aunque le pareció un comentario bastante obvio.

Él se encogió de hombros.

– Sin embargo, supongo que por la noche lloverá.

Eloise no supo cómo responder a eso, así que se limitó a asentir, estudiándolo de reojo mientras él seguía mirando por la ventana. Era más grande de lo que se había imaginado, con un aspecto más tosco, menos urbano. Las cartas eran encantadoras y ella se lo había imaginado más… dulce. Más delgado, quizá. Relleno no, pero quizá no tan musculoso. Parecía como si trabajara de campesino, y más con aquellos pantalones viejos y la camisa, sin corbata. Y, aunque en las cartas le había dicho que tenía el pelo castaño, ella siempre se lo había imaginado de un rubio oscuro, como los poetas (no sabía por qué, pero así es como se imaginaba a los poetas, rubios). Pero era como se lo había descrito: castaño, castaño oscuro; de hecho, era casi negro, con una onda rebelde. Tenía los ojos oscuros, casi del mismo tono que el pelo, tan oscuros que resultaba difícil saber qué estaba pensando.

Eloise frunció el ceño. Odiaba a la gente a la que no podía ver con transparencia al instante.

– ¿Ha viajado toda la noche? -preguntó él, con educación.

– Sí.

– Debe estar agotada.

Ella asintió.

– Un poco.

Él se levantó, alargando una mano hacia la puerta.

– Quizá prefiera descansar. No me gustaría entretenerla aquí y quitarle horas de reposo.

Eloise estaba exhausta, pero también estaba hambrienta.

– Primero comeré un poco -dijo-, y luego aceptaré encantada su hospitalidad y subiré a descansar un rato.

Él asintió y volvió a sentarse, intentando hacer encajar su cuerpo en aquella diminuta silla pero, al final, dijo algo entre dientes, se giró hacia ella y con un “Disculpe”, se sentó en otra silla.

– Le ruego que me disculpe -le dijo, cuando estuvo aposentado de nuevo en una silla más grande.

Eloise asintió, preguntándose cuándo se había visto en una situación más extraña que aquella.

Sir Phillip se aclaró la garganta.

– Eh, ¿ha tenido buen viaje?

– Sí -respondió ella, dándole algunos puntos por, como mínimo, intentar establecer una conversación. Un buen intento se merecía otro, así que hizo su contribución diciendo-: Tiene una casa preciosa.

Phillip arqueó una ceja, dándole a entender que no se creía ese falso halago ni por un segundo.

– Los jardines son preciosos -se apresuró a añadir ella. ¿Quién habría pensado que ese hombre sabría perfectamente que tenía la casa muy dejada? Los hombres nunca se daban cuenta de esas cosas.

– Gracias -dijo-. Como le dije, soy botánico y paso gran parte del día trabajando en el invernadero.

– ¿Tenía planeado trabajar fuera hoy?

Él asintió.

Eloise le sonrió.

– Siento haberle desbaratado los planes.

– No pasa nada, se lo aseguro.

– Pero…

– No tiene que volver a disculparse -la interrumpió él-. Por nada.

Y entonces se produjo otro incómodo silencio, mientras ambos miraban la puerta, esperando que Gunning regresara con una tabla de salvación en forma de bandeja de té.

Eloise empezó a golpear el asiento del sofá con los dedos de un modo que hubiera horrorizado a su madre, porque era de muy mala educación. Miró a sir Phillip y se alegró de ver que estaba haciendo lo mismo. Entonces él vio que lo estaba mirando y, lanzándole una mirada a la mano nerviosa, dibujó una sonrisa entre irritada y nerviosa.

Eloise se quedó quieta de inmediato.

Lo miró, rogándole, casi implorándole en silencio que dijera algo. Lo que fuera.

Pero él no dijo nada.

Aquello la estaba matando. Tenía que decir algo. Aquella situación no era natural. Era horrible. Se supone que la gente tiene que hablar. Aquello era…

Abrió la boca, presa de una desesperación que no entendía demasiado.

– Yo…

Sin embargo, antes de que pudiera continuar con una frase que se hubiera inventado sobre la marcha, se escuchó un grito espeluznante.

Eloise se puso de pie de un salto.

– ¿Qué ha sido…?

– Mis hijos -dijo sir Phillip, suspirando, desesperado.

– ¿Tiene hijos?

Vio que ella estaba de pie y se levantó.

– Por supuesto.

Ella lo miró boquiabierta.

– Nunca dijo que tuviera hijos.

Él entrecerró los ojos.

– ¿Es que eso supone algún problema? -le preguntó, con contundencia.

– ¡Claro que no! -exclamó ella, a la defensiva-. Me encantan los niños. Tengo más sobrinos que dedos en las manos y le aseguro que soy su tía favorita. Pero eso no es excusa; jamás lo mencionó.

– Eso es imposible -respondió él, agitando la cabeza-. Debió pasarlo por alto.

Eloise levantó la barbilla tan bruscamente que fue una sorpresa que no se rompiera el cuello.

– Le aseguro -dijo, con altanería-, que no es algo que habría pasado por alto.

Él se encogió de hombros, ignorando sus protestas.

– Jamás los mencionó -dijo-, y puedo demostrarlo.

Sir Phillip se cruzó de brazos, mirándola con incredulidad.

Ella se fue hacia la puerta.

– ¿Dónde está mi maleta?

– Supongo que donde la dejó -dijo él, observándola con condescendencia-. O quizás esté en su habitación. Mis empleados no son tan descuidados.

Ella se giró hacia él con el ceño fruncido.

– Tengo todas y cada una de sus cartas y le puedo asegurar que en ninguna de ellas aparecen las palabras “mis hijos”.

Phillip la miró, sorprendido.

– ¿Guarda todas mis cartas?

– Claro. ¿Es que acaso usted no guarda las mías?

Él parpadeó.

– Eh…

Ella dio un grito ahogado.