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– Eh… pasaba por aquí y vi las cajas -dijo.

– Pasabas por aquí, ¿eh?

Ella se tragó un gruñido. La empresa estaba en el rincón más apartado de una zona industrial a la que sólo se llegaba por un callejón sin salida. Era imposible pasar por allí sin ningún propósito. En vez de responder, Rebecca comenzó a dirigirse hacia el coche, o al menos, eso esperaba, llevándose el disfraz consigo. Aquella caja que se movía a toda prisa debía de parecerle ridícula a Trent Crosby, Rebecca lo sabía, pero no tan ridícula como se sentiría ella si tuviera que presentarse ante aquel hombre sucia, desarreglada y sin estar preparada para conocerlo.

La caja chocó contra algo y Rebecca se detuvo sin saber qué podía ser.

– Vamos, dime qué estás haciendo aquí, entre nuestra basura.

La cercanía de su voz le dio a entender que se había chocado con él. Se arriesgó a mirar hacia arriba. La caja gigante era más alta que él, así que Rebecca no pudo verle la cara, y él tampoco pudo vérsela a ella.

– Déjate de jueguecitos, demonios. ¿Qué estás haciendo con nuestra basura.

– No es basura -respondió ella para intentar aplacarlo-. Es una caja -le aclaró. Después, como si fuera un cangrejo ermitaño, siguió su camino hacia el coche-. Es para construir una cabaña de juguete.

Hubo un momento de silencio, y ella volvió a chocarse contra algo.

Él. Rebecca se dio cuenta de que Trent se había movido de nuevo para bloquearle el camino y en ese momento estaba sacándole la caja por encima de la cabeza. Ella tuvo que hacer un esfuerzo por no taparse la cara y, sin tener otra opción, tuvo que mirarlo. Entonces, dio un salto hacia atrás y apartó la mirada.

Era un hombre impresionante, rubio y de ojos marrones. Tenía los rasgos marcados, era delgado y tenía una belleza masculina y una actitud que irradiaba poder y riqueza. No podía ser el padre de su hijo, no, porque aquellas cosas estaban contra la ley del universo. Ellos eran de dos mundos muy distintos. La última vez que ella había intentado saltar aquella diferencia, se había visto hundida en la humillación y el dolor.

– Una cabaña de juguete -repitió él con frialdad.

Rebecca asintió, avergonzada por su aspecto y la situación en la que se encontraba.

– Tendrás que inventar algo mejor que eso. Una cabaña de juguete puedes comprarla en una juguetería, no necesitas venir a buscarla a la basura, cariño. Ya sé lo que estás buscando en realidad.

– ¿Eh?

– Nuestra historia, la historia pasada y muy reciente, ha hecho que seamos muy cuidadosos. Y despiadados. No vas a encontrar secretos de mi empresa en la basura, pero aun así, nosotros llevamos a los tribunales a los espías industriales, aunque sean tan adorables como tú.

– ¿Qué?

Él sonrió con frialdad, mostrándole una dentadura perfecta y blanca, y ella se estremeció.

– Y si no sales de mi propiedad en treinta segundos, llamaré a seguridad.

Ella no necesitó ni siquiera diez segundos para salir del aparcamiento. Con una mirada al espejo retrovisor, se dio cuenta de que él la estaba observando alejarse con los brazos cruzados y un gesto de satisfacción.

– Créeme, Eisenhower, este hombre no puede ser tu padre -dijo Rebecca.

Porque el calor de la humillación que tenía en las mejillas le decía que Trent Crosby era de otro mundo. Del planeta de los idiotas.

A las cuatro de la tarde del día siguiente, Trent Crosby salió de la sala de juntas de Crosby Systems, pensando en todos los detalles del nuevo contrato que había conseguido aquella tarde. Decidió que escribiría un memorándum para el departamento de Investigación y Desarrollo antes de marcharse. Entre el memorándum y los informes para estudiar que tenía en su escritorio, estaría en la oficina hasta más de las doce de la noche. Y aquel pensamiento casi hizo que se sintiera feliz.

Estaba mucho más cómodo en Crosby Systems que en aquella morgue a la que llamaba su casa.

A medio camino hacia su despacho, su ayudante se acercó sigilosamente a él y le quitó la taza de café que llevaba en la mano.

– No, no. ¿No te acuerdas de lo mandón y malhumorado que te pones cuando consumes demasiada cafeína? No podemos tener otro día de cinco cafeteras.

Ah. Una inminente escaramuza con la sargenta que regía la planta superior del edificio. Maldita sea, pensó Trent. Tomó aire y le lanzó una mirada asesina.

– No vamos a tener un día de cinco cafeteras. Lo voy a tener yo. Tú bebes ese repugnante té verde.

– Yo voy a vivir eternamente gracias a ese asqueroso té -respondió Claudine.

– Entonces, rezo por morir joven -dijo él, e intentó alcanzar la taza, pero ella la apartó con rapidez.

Podría tener mano dura con ella, pero Trent le tenía miedo al brillo decidido de sus ojos, aunque Claudine tuviera más de sesenta años. Incluso después de diez años trabajando para él, su ayudante personal no había perdido el poder de intimidarlo.

– He dicho que no hay más café -declaró Claudine-. No quiero que descargues esa vena malvada tuya con la joven tan guapa que acaba de llegar.

– ¿Vena malvada? No le eches la culpa de eso al café, vieja bruja. Es por aguantarte -le dijo, y frunció el ceño-. Espera, ¿qué joven tan guapa?

– La que está en tu despacho. Y no me preguntes lo que quiere. Dijo que era un asunto personal -le dijo Claudine, y se puso a arreglarle el nudo de la corbata.

Él le apartó las manos, preguntándose quién podía tener asuntos personales con él. Como norma, Trent Crosby no se acercaba a un nivel personal a nadie.

Su ayudante intentó de nuevo arreglarle el nudo de la corbata y, de nuevo, él se escapó.

– Déjame, vieja bruja. Y eso me recuerda… ¿no te ha llegado ya la edad de jubilación obligatoria?

Ella resopló.

– Yo estaré aquí, arreglando los desaguisados que tú hayas causado, cuando tú te retires. Ahora, entra en tu despacho y averigua por qué una mujer agradable iba a tener algún asunto personal con un dictador malhumorado como tú.

Él la miró con los ojos entrecerrados.

– Bruja.

Ella imitó su mirada.

– Tirano.

– Verdulera.

– Déspota.

Después, se sonrieron y marcharon en direcciones opuestas.

Trent aún estaba sonriendo cuando abrió la puerta de su despacho. Sin embargo, la sonrisa se le borró de los labios cuando vio que la joven guapa y agradable era la misma mujer de las cajas del día anterior.

– Tú -dijo.

Lo primero que dijo ella fue algo que él ya sabía.

– No soy una espía industrial.

– Ya lo sé -admitió Trent-. Cuando ibas hacia tu coche me di cuenta de que no era posible.

– ¿Y cómo lo supiste? -le preguntó ella, sorprendida.

Aquella muchacha era menuda y tenía unos enormes ojos marrones con las pestañas largas.

– Por tu uniforme. Quizá si hubiera sido de ese color verde de hospital… pero unos como los tuyos -dijo él, señalando los pantalones y la bata que llevaba Rebecca. Aquel día eran de color amarillo limón y llevaban peces bizcos estampados-. No son exactamente lo que llevaría un espía.

Ella suspiró y lo miró con expectación.

– Mira…

– Mira…

Ambos hablaron a la vez, y entonces, ella se ruborizó. Aquello distrajo la atención de Trent de los enormes ojos marrones a su piel suave y blanca. Durante un segundo, pensó en cómo sería acariciar aquella piel.

– Mira, lo siento, ¿de acuerdo? -dijo él, metiéndose las manos en los pantalones-. ¿Era eso lo que querías oír?

– ¡No! -dijo ella, y sacudió la cabeza con vehemencia-. No quiero nada de ti. Por eso estoy aquí.

Bien. Confuso por aquel comentario, él la vio morderse el labio inferior y sintió una súbita fascinación por su boca. Tuvo que obligarse a apartar la mirada de sus labios y de su pelo castaño y suavemente ondulado y se sentó tras su escritorio. Decidido a librarse de ella y a seguir con su día de trabajo, se fijó en la etiqueta de identificación del Hospital General de Portland que llevaba prendida a la blusa del uniforme.