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Había aprendido a no confiar en nadie y depender sólo de sí mismo.

Si no cerraba aquello bien, no podría volver a Cabo. Jesse jamás podría confiar en que Cal Benton cumpliera su parte del trato: devolverle el dinero y guardar silencio.

Imposible.

Y con el idiota de Harris chivándose al FBI, no estaba dispuesto a correr el riesgo de que la «póliza de seguros» de Cal acabara en manos de los federales.

Tenía dos opciones. Desaparecer y reconstruir su vida desde cero, establecerse una identidad nueva, buscar un lugar que le gustara tanto como Cabo. Ceder al chantaje y al latrocinio.

O… no hacerlo.

Era él el que convertía la vida de la gente en pesadillas. La gente le pagaba para que se largara. Cal y Harris habían cambiado las tornas y amenazado con convertirse en su pesadilla. Jesse era un hombre duro, pero si ellos hubieran cooperado y cumplido su parte, él estaría a esas alturas de regreso en Cabo invirtiendo sus beneficios y disfrutando de la vida.

Dejar atrás el dinero que esas dos comadrejas le habían robado era posible pero no deseable. Sería irritante tener que reemplazarlo. Muy irritante. Pero podía hacerlo. Siempre había personas con secretos y dispuestas a pagar para no descubrirlos ante el mundo.

Jesse tenía también sus secretos. Cal y Harris no los habían descubierto todos.

Era casi como si le hubieran arrancado el alma y la tuvieran como rehén. ¿Cómo iba a marcharse sin arreglar las cosas? No quería regresar a Cabo y tener que estar siempre vigilante. No tenía intención de renunciar a su vida allí por miedo a lo que pudieran contar de él.

Por otra parte, si no lo hubieran traicionado, no habría visto a Mackenzie Stewart. No la habría atacado.

Y eso lo cambiaba todo.

Un rayo de plata en su nube oscura. ¿Cómo iba a alejarse sin volver a ver a aquella chica pelirroja?

Un cambio súbito en la presión lo devolvió a la realidad. Volar requería concentración. Lo anclaba al presente. No podía sumirse mucho rato en sus pensamientos o se estrellaría.

Era así de sencillo.

Aterrizó en un pequeño aeródromo privado al noroeste de Baltimore, donde lo esperaba otro BMW alquilado. Cuando desembarcaba, visualizó un instante a la agente Mackenzie. Ella también era independiente. Su capacidad para luchar, su fiera determinación y su trabajo como agente federal no cuadraban con su aspecto delicado ni con sus ojos suaves.

No pertenecía al mundo violento que había elegido.

Jesse vio su imagen en el espejo lateral del BMW. No parecía loco ni descontrolado. Era una tarde muy cálida de lunes en la zona de Washington y él tenía buen aspecto con su ropa cara e informal. Ya no quedaba nada del loco de la montaña.

Menos de una hora después abría la puerta del piso caro que había alquilado en el mismo bloque donde Cal había comprado su casa después del divorcio. El dúplex de Cal estaba un piso más abajo, pero, por supuesto, él no tenía ni idea de quién era su vecino de arriba.

Jesse marcó en el móvil el número de Bernadette Peacham en New Hampshire. Lo sabía de memoria porque él planificaba bien. Dudaba de que ella tuviera localizador de llamada, pero daba igual; el suyo era un número privado.

– Diga.

Era Mackenzie. Sintió una opresión en la garganta. La imaginó mirando el lago con sus grandes ojos azules.

La oyó respirar hondo.

– Perdón -dijo-. Me he equivocado de número.

Colgó y miró el río Potomac, calmado e inmóvil bajo el sol de la tarde. Ya no era un arrastrado acuchillador. Era un asesor de Washington que volvía a casa de una reunión importante.

Su transformación era completa.

Quince

Mackenzie sacó la mochila del compartimiento de arriba del pequeño avión y se la colgó en el hombro derecho. Lo estrecho del sitio y las turbulencias habían conseguido hacerle sentir cada centímetro de la herida, pero se resistía a tomar analgésicos. No había tomado nada desde el sábado y ahora era martes por la tarde; habían pasado cuatro días desde el ataque que le había abierto el costado.

Cuatro días frustrantes.

Era hora de regresar a sus fantasmas, caer en su cama y volver a trabajar al día siguiente. El rastro de su atacante estaba muy frío. Los equipos de búsqueda no habían encontrado ninguna prueba de su identidad ni de su paradero en las montañas y las huellas que había sacado la policía del cuchillo no estaban en ninguna base de datos. Mackenzie había hecho lo que había podido para ayudar con la búsqueda, pero no habían conseguido nada.

Se sumó a la cola que salía del avión. Le dolía el costado, pero por mucho que deseara llegar a su casa, tenía que hacer antes una parada.

Bernadette Peacham había pedido verla.

Pensaba tomar un taxi, pero cuando se detuvo un momento para orientarse hacia la salida, Andrew Rook se colocó a su lado, tomándola por sorpresa. Vestía vaqueros y camiseta y estaba increíblemente sexy.

– Permíteme -tomó la mochila de Mackenzie-. Esos bikinis rosas y toallas de delfines son pesados.

– Rook, si le has hablado a alguien del bikini rosa…

– No ha hecho falta.

– Lo sabe todo Washington, ¿verdad?

– Lo del bikini sí. Lo de la toalla de delfines lo sabe poca gente.

Mackenzie pensó que aquello no era un gran consuelo.

– ¿Qué haces aquí? ¿Cómo sabías en qué vuelo llegaba? -suspiró-. ¡Maldito FBI!

Él sonrió.

– Nos encanta complacer.

Ella, libre de la mochila, apretó el paso.

– Me gustabas más cuando pensaba que trabajabas para Hacienda.

Él ignoró el comentario.

– Mi coche está en el aparcamiento. ¿Quieres que te traiga una silla de ruedas?

– Teniendo en cuenta que careces de sentido del humor, asumo que hablas en serio. No, no quiero que me traigas una silla de ruedas. Si quieres hacer algo por mí, búscame un taxi.

– De eso nada -él la miró con ojos más oscuros que de costumbre-. Si te dejara tomar un taxi y tropezaras en la oscuridad y perdieras un par de puntos, me metería en un buen lío.

Ella se detuvo de pronto.

– ¿Quién te ha hecho venir aquí? ¿Gus? ¿Te ha llamado para decirte que estaba en camino?

– He llamado yo.

– ¿Por qué?

– Para preguntar por ti.

Mackenzie cerró la boca y siguió andando.

– Puede que Gus se haya tragado eso, pero tú tienes motivos ocultos.

Rook sacó las llaves del coche del bolsillo del pantalón con la mano libre.

– ¿Eras tan cínica cuando eras profesora de universidad?

– No soy cínica, soy realista.

Cuando llegaron al coche, Mackenzie estaba sin aliento, lo cual la irritaba. Pero cuatro días de no hacer ningún ejercicio se habían cobrado su precio. Con puntos o sin puntos, tendría que madrugar y hacer algo de ejercicio antes de ir al trabajo.

Rook arrojó la mochila al asiento de atrás del coche.

– Si te sirve de consuelo, Gus no me ha dicho que viniera a buscarte. Ha dicho que, si lo hacía, te tratara bien.

– Ha criado a dos sobrinas, tiene buen ojo para los hombres como tú.

– ¿Los hombres como yo? Carine está casada con un paracaidista de salvamento y Antonia con un senador y antiguo piloto de helicópteros de salvamento.

Mackenzie frunció el ceño.

– Has investigado bien. ¿Conoces a Antonia? Vive en Washington.

– Creo que una vez me trató una conmoción.

Mackenzie no sabía si creerlo. Antonia, la hermana mediana de los Winter, era médico de Urgencias. Su marido, Hank Callahan, senador por Massachusetts, y ella habían invitado dos veces a Mackenzie a su casa de Georgetown desde su llegada a Washington. ¿Había investigado Rook a todos los Winter para su caso? ¿Debido al ataque? ¿A causa de ella?