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La próxima vez que se resguardara de la lluvia con un hombre atractivo tendría más cuidado, pero no se arrepentía de haber ido con él al cine y a cenar… ni de los besos, del roce de sus dedos en los pechos, de…

¿Qué lo había impulsado a dejarla de ese modo? ¿Había descubierto algo de ella que pensaba que perjudicaría su carrera? Ella no llevaba tanto tiempo trabajando y aún no había tenido ocasión de meter la pata ni hacerse una mala reputación.

¿Bernadette? ¿No aprobaba Rook su amistad con una jueza federal? Pero eso no tenía sentido. Bernadette era una jueza firme y justa con una reputación excelente.

Una llamada en la puerta del porche de atrás la sobresaltó.

Cal Benton la saludó a través del panel de cristal.

Ella abrió la puerta.

– Hola, Cal. Me alegro de que no seas un fantasma. Me has asustado por un momento.

– ¿Un fantasma? -él parecía no saber a qué se refería-. Mackenzie, ¿estás bien?

– No importa. Por favor, entra.

Ella se hizo a un lado y él entró en la pequeña cocina. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, bronceado, saludable, que envejecía bien, y no un hombre con el que la gente que conociera a Bernadette esperaría que se casara. Antes de que se estropeara su relación, ellos solían decir que admiraban el intelecto y la experiencia del otro. Podían reírse juntos y disfrutaban de la compañía del otro. Al parecer, eso no había sido suficiente.

– No te entretendré mucho -Cal vestía un traje gris claro-. Bernadette ha dicho que vas a casa este fin de semana.

– Voy a volar a Manchester al amanecer.

– Ha dicho… -él se sonrojó- que te vas a quedar en su casa del lago.

Mackenzie sacó una silla de debajo de la mesa, se sentó y estiró las piernas.

– No se lo he dicho, si es eso lo que te preocupa.

Él la miró de hito en hito.

– Bernadette y yo estamos divorciados. Con quien yo salga ya no es asunto de ella -hizo una pausa-. Ni tuyo.

Mackenzie había intentado apreciar a aquel hombre los tres años que hacía que se había casado con Bernadette. Ahora ya no se molestaba.

– A menos que una de tus mujeres y tú queráis colaros en la propiedad de Beanie a tontear.

El verano anterior, antes de salir para Washington, había sorprendido accidentalmente a Cal y a una mujer al menos treinta años más joven en la casa del lago de Bernadette. Entonces no estaban divorciados todavía, pero eso daba igual. Divorciados o no, él la había traicionado al usar su casa para un fin de semana romántico.

– Nunca me ha gustado el lago -dijo él entre dientes-. El agua está siempre fría y la casa muy deteriorada. Bernadette nunca me ha hecho caso sobre que había que arreglarla. Fue mala idea llevar allí a una amiga.

– No quieres que se entere, pero te gusta saber lo furiosa y herida que se sentiría si se enterara.

– Tal vez, pero no te apresures tanto a juzgarme. Tú no tienes ni idea de lo que es ser el marido de la santa, la brillante jueza Peacham.

– Si has venido para convencerme de que siga cerrando la boca, no debes preocuparte. No tengo intención de contarle tus aventurillas en el lago. Pero tienen que terminarse.

– Ya se han acabado -él inhaló por la nariz y Mackenzie se dio cuenta por primera vez de que estaba avergonzado-. Y no he venido por eso -se frotó la nuca-. ¿Has visto a Harris Mayer?

Mackenzie intentó ocultar su sorpresa. J. Harris Mayer era un viejo amigo de Bernadette, pero ella no lo conocía mucho.

– ¿Últimamente?

– Desde anoche.

– Anoche no lo vi. ¿Estaba en la fiesta?

– No, pero estaba… -Cal se detuvo y enderezó la columna-. No importa. Ha sido un error.

– Vale, ¿pero qué pasa con Harris?

– Se suponía que teníamos que cenar hoy. Lo habrá olvidado. No es la primera vez que me da plantón.

Pero no tenía sentido que fuera a llamar a la puerta de Mackenzie para buscarlo. Ella había conocido a Harris Mayer cuando su esposa y él visitaban a Bernadette en el lago, mucho antes del escándalo del juego que lo había obligado a retirarse deshonrado. Había perdido dinero que no podía permitirse pagar, había mentido a su familia y amigos, había utilizado a todos los que podía y, aunque no había ido a la cárcel, había pagado cara su compulsión. Su esposa lo había dejado y sus amigos lo habían abandonado.

Excepto, por supuesto, Bernadette, que era leal hasta la muerte.

– ¿Por qué quieres cenar con Harris Mayer? -preguntó Mackenzie.

Cal parecía incómodo.

– Porque me lo pidió él. Supongo que ha decidido alejarse unos días de este calor y se ha olvidado de la cena. Los años no han sido buenos con él. Siento molestarte.

– ¿Has probado a llamarlo?

– Por supuesto, y he pasado por su casa. Al final se me ha ocurrido venir aquí a ver si te había dicho algo anoche. Pero supongo que estaba equivocado y no lo viste.

Mackenzie frunció el ceño.

– ¿Qué sucede, Cal?

– Nada.

– Si te preocupa Harris, deberías hablar con la policía.

– No me preocupa. También quería hablarte del otro asunto. Lo que viste en el lago. Lo siento. No debería haberte puesto en la posición de tener que ocultarle un secreto a Bernadette -parecía sorprendido por sus propias palabras, pero añadió en voz baja-. Has sido una buena amiga para ella.

– Y ella para mí. Pero Cal…

Él miró su reloj.

– Tengo que irme.

Mackenzie no podía obligarlo a quedarse y que le contara lo que tenía en mente. Pero marcó el teléfono de Nate en cuanto Cal hubo salido.

– ¿J. Harris Mayer? -preguntó cuando contestó él.

Sólo le respondió el silencio.

– ¿Nate?

– ¿Qué pasa con Mayer?

Mackenzie le contó su encuentro con Cal Benton, sin mencionar la aventura de él en el lago.

– Es extraño que esos dos anden juntos -dijo Nate cuando terminó-. Supongo que Mayer querrá contratar a Benton como abogado suyo por alguna razón. No importa. Yo en tu lugar me olvidaría de eso.

– Si te han dicho que estuve anoche en la recaudación de fondos, ¿te han dicho también que estuvo Harris Mayer?

Nate había terminado con la conversación.

– Que pases un buen fin de semana -dijo, y colgó.

Mackenzie no tiró el teléfono contra la pared, pero sintió tentaciones. Pensó en llamar a Bernadette. Si lo hacía, la jueza le haría preguntas y ella sabía que estaba demasiado agitada e irritada para contestarlas sin traicionarse. Entonces habría más preguntas y, aunque sólo fuera para no hablarle de Cal y sus líos, acabaría por mencionar a Rook y cómo la había dejado.

Sería un desastre. Bernadette siempre había sabido leer en ella y le sería fácil adivinar que se había enganchado rápidamente con el agente del FBI.

Cerró la puerta del porche y subió un poco el aire acondicionado. No había permitido que el entrenamiento de armas de fuego, las tácticas de defensa y aprender a conducir un coche como una bala acabaran con ella y no permitiría que lo hiciera Andrew Rook. Recuperaría el control de sus sentimientos como había hecho durante el entrenamiento cada vez que se enfrentaba a nuevos retos, nuevos miedos.

Entró en la sala de estar, se sentó en un sofá antiguo y estudió unos cuadros colgados en la pared de enfrente. En uno aparecía Abraham Lincoln echando el discurso de Gettysburg meses después de esa batalla sangrienta. En el otro estaba Robert E. Lee en su caballo, pero ella no reconoció cuándo ni dónde. No conocía la historia de cómo aquellos dos políticos del siglo XIX habían acabado supuestamente en aquella casa. Estaba en los folletos que Sarah había escrito para los futuros turistas.

Mackenzie le había prometido leer uno.

– Entretanto -dijo en voz alta-, si estáis por aquí, éste sería un buen momento para aparecer.

Pero no hubo respuesta, sólo el crujir de suelos viejos de madera, y ella respiró aliviada. Menos mal. Ya era bastante malo tener que explicarles lo de Rook a sus colegas marshals. Si empezaban a hablarle los fantasmas, la echarían a patadas hasta su torre de marfil en el campo de New Hampshire y antes de darse cuenta, estaría preparando su tesis.